martes, 26 de septiembre de 2006

Discriminemos también a Leonor

Lo que es, como se pongan de acuerdo, que acabarán poniéndose, para el asunto de cambiar la Constitución de modo que lo que nazca no vaya a quitarle el momio a Leonorcita, conmigo que no cuenten. Tiene que haber un referéndum para eso, ¿no?, tenemos que votar si nos parece bien o no. Pues mi voto ya lo han visto. Un no como una catedral.

¿A cuento de qué viene ahora empezar a preocuparnos de que no haya discriminaciones en la monarquía? ¡Discriminaciones! "La Corona de España es hereditaria en los sucesores de S. M. Don Juan Carlos I de Borbón...", dice el artículo 57 del invento. ¿Qué otra cosa es eso más que una gigantesca, fundamental e injustificable discriminación? Priva a todos los ciudadanos de un pais, con la excepción de uno solo y sus descendientes, de sus legítimas expectativas de llegar a ser Jefe de Estado. Coloca a unos pocos individuos, exclusivamente a causa de su nacimiento en una determinada familia, en situación de acceder a un cargo público - al más alto, de hecho - saltándose olímpicamente los principios, también constitucionales, de igualdad, mérito y capacidad, a los que todos los demás tenemos que someternos hasta para ser alguaciles del último ayuntamiento. Vulnera directa y abiertamente el artículo 14 del mismo texto, que pretende, pobre infeliz, que "los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento..." Si hay una palabra que se le ocurre a uno automáticamente cuando se habla de monarquía, esa palabra es "discriminación". Pretender purgar de discriminaciones a la monarquía es como pretender suprimir el huevo de la tortilla. Su esencia misma es la discriminación, y el único modo de acabar con la una es suprimir, directamente, la otra. Cualquier otro apaño a mi me suena a sarcasmo. Me hace el mismo efecto que si propusieran forrar de felpa el potro de tortura para evitar que el aparato sea cruel.

Y, en cualquier caso, ¿no es esa discriminacioncita - la de las mujeres de la familia real en favor de sus hermanos varones - la que ha hecho que sea Felipe el heredero, en vez de su hermana mayor? Si se hace el cambio de que ahora habla todo el mundo ¿por qué el próximo rey tendría que ser Felipe, y no la señora de Marichalar? Quede claro que me parece escandalosamente antidemocrático y por completo fuera de lugar que todo un texto constitucional se ocupe de los asuntos domésticos de una familia que debería ser tan particular como otra cualquiera; pero si vamos a enfrascarnos en la apasionante cuestión de cuál de los Borbones debe heredar el chollo ¿por qué debe molestarnos que el nasciturus pueda desplazar a su hermana mayor, si en cambio nos parece estupendo que Felipe haya desplazado a la suya? Eso es, también, discriminar a Elena en favor de Leonor. Por mí bien discriminadas están las dos, pero ¿cómo defienden semejante cosa los jeremías de la igualdad? Me pregunto. Pues con la misma cara dura con la que se atreven a mentar siquiera la palabra "igualdad" cuando están hablando de "monarquía", que es su exacta antítesis. Me respondo.

Personalmente me importa un rábano que las infantas presentes, pasadas o futuras se vean discriminadas respecto de sus hermanos. Me importa, desde luego, unos cuarenta millones de veces menos que verme yo, y el resto de españoles que no son Borbones o adláteres, mucho más discriminados aún respecto de los poquitos que sí lo son. Mucho más, porque a nosotros ni siquiera nos tocan los Consejos de administración, los Comités olímpicos, las sustanciosas participaciones vitalicias en el Presupuesto de la Casa y los restantes premios de consolación para infantes, príncipes, consortes, paniaguados para-reales y demás reyes frustrados.

Me niego a meternos en la carajera de una reforma constitucional para hacer una chapuza contradictoria que resuelva de mala manera un problema que no debería ni plantearse. Si hemos de ponernos a cambiar la Constitución, hagámoslo para cosas serias. Suprimamos el título octavo, por ejemplo, mandemos a las Comunidades Autónomas a tomar por do más disfruten. O, más importante aún, eliminemos la flagrante contradicción entre el artículo 14 y el 57 y carguémonos de una buena vez la absurda, antidemocrática y ofensiva institución monárquica.
Pero si vamos a dejar lo importante igual que está, mejor no cambiamos nada. Para chapuzas, con la que ya hay me sirve. ¿Que Leonor puede ser injustamente discriminada? Pues bienvenida al club. Que se aguante, como hacemos todos.

martes, 4 de julio de 2006

Carta abierta a VIPS

El fin de semana pasado comimos mi familia y yo en el VIPS, un restaurante por el que mi hijo siente una fuerte inclinación platónica que tratamos de complacer en la medida (escasa) en que hacerlo resulta compatible con nuestro bienestar general. Tras la experiencia, dirigí a las oficinas del Grupo VIPS y al Club VIPS la siguiente carta:

Estimados señores: Ayer, 2 de Julio de 2006, hice la última de mis visitas, cada vez más raras, a uno de sus establecimientos, concretamente al situado en el centro Comercial Sexta Avenida de Majadahonda (Madrid). Temo que será la última que durante mucho tiempo vaya a hacer a cualquiera de ellos, porque cada vez que voy a uno veo agravarse los motivos por los que hace tiempo ya que empecé a frecuentarlos cada vez menos.

Paso a pormenorizarles los motivos de mi disgusto, por si les resultaran de interés:

1º- Me irrita profundamente su política de hacer figurar los precios sin el IVA. El 95 % de sus clientes somos consumidores finales, que no repercutimos ni declaramos IVA y que no tenemos, por tanto, ninguna posibilidad de desgravárnoslo. Para nosotros el IVA es una parte más, como cualquier otra, del precio total que hemos de pagar, que es el que realmente nos interesa. No nos importa cuál es el precio sin IVA, como no nos importa saber cuál es el precio de coste, ni la parte de él que debe imputarse al personal o a los proveedores, ni ningún otro detalle de su gestión financiera interna. Lo que queremos saber, y debería figurar claramente en la carta y en la publicidad, es el precio final, lo que de verdad vamos a tener que pagar. Y eso es precisamente lo que no nos dicen. No puedo interpretar su desagradable costumbre de sustituir esta información, que están obligados a dar, por el precio sin IVA, más que como un torpe intento de engañar a los clientes desavisados, haciéndoles creer, a primera vista, que sus precios son más baratos de lo que son. Es una maniobra que me resulta tremendamente antipática y molesta, y uno de los motivos, desgraciadamente no el único ni el más grave, de que me haya propuesto frecuentarles en el futuro lo menos posible.

2º- En los últimos años sus precios han ido subiendo muy significativamente, hasta el punto de que VIPS ha dejado de ser el restaurante de precios razonables que era antes. Esto no sería tan grave y podría resultar hasta explicable si no fuera porque, al mismo tiempo, la calidad ha descendido en la misma o mayor medida en la que aumentaban los precios.

Ayer mi mujer pidió una Ensalada Toscana, por la que pagó algo menos de 9 euros (su irritante práctica de no incluir el IVA en el precio anunciado me impide recordar la cifra exacta, que obliga a usar la calculadora para determinarla). Se anunciaba como una mezcla de lechugas con pollo, bacon y queso de Gorgonzola. En la práctica llevaba una insípida lechuga iceberg, un poco de grelos, canónigos o hierba semejante, algunos pedazos de pollo absolutamente desabridos, diminutos tropezones de bacon achicharrado y varios pegotes, no puedo llamarlos de otro modo, de una masa sospechosamente pegajosa y de sabor agrio sin el más remoto parecido no ya con el queso de Gorgonzola, sino con ninguna clase conocida de queso. Se añadían, además, unos cuantos pedazos de grasiento pan frito y numerosos trozos de un tomate de la calidad más inferior, de textura y sabor desagradables, cosas ambas de las que nada se decía en la carta. (¿Por qué, si van a poner pan frito y tomate, no lo avisan? A mi mujer no le gusta mucho el tomate, aunque lo come, cuando no es tan malo; y, como está a régimen, no come pan. De haber sabido que ambos estaban entre los ingredientes, no habría pedido esa ensalada). El resultado era un plato por el que no se puede, decentemente, cobrar más de tres euros, del que se avergonzaría el más triste restaurante de barrio madrileño y del que mi mujer tuvo que dejarse más de la mitad.

Yo pedí algo creo recordar que de precio ligeramente inferior... una pechuga de pollo a la plancha con ensalada. Bien: el mismo pollo del que sólo el aspecto permite saber que es pollo, porque no sabe absolutamente a nada (a sal, si le echas sal), la misma lechuga iceberg y el mismo tomate pésimo. Para lograr ponerle un poco de aceite y vinagre al conjunto, a fin de que, al menos, supiera a aceite y vinagre, tuve que pedirle el taller al camarero y esperar un buen rato a que me lo trajera, porque, al parecer, ignoraba que cuando se sirve una ensalada hay que traer al tiempo lo necesario para aliñarla, y que el deseo de no tomar a palo seco la lechuga y el tomate no es una extravagancia de gourmets maniáticos, imposible de prever. Pero del servicio ya hablaré luego. El asunto es que tampoco este plato, tal como me lo sirvieron a mí, es digno de ser servido, ni en el VIPS de hace unos años ni en el último chiringuito de playa. Y que, desde luego, es absolutamente escandaloso cobrar por él los siete u ocho euros que me cobraron.

Mi hijo de ocho años fue el único que casi se terminó su plato, un filete de pollo con
corn flakes, o cosa semejante. Pero se lo terminó porque le obligamos su madre y yo, que estamos muy interesados en que coma algo al mediodía, aunque sea una porquería, no porque le gustara lo más mínimo. Y no puedo reprochárselo. El filete de pollo era tan seco e insípido como el de mi plato y como el de la ensalada de mi mujer, pero estaba, además, cubierto de una costra coriácea, pardusca, áspera y, una vez más, sin el menor sabor, que lo hacía bastante dificil de atacar. Comerse tal cosa, pobre hijo mío, debió resultarle muy parecido a masticar la suela de sus zapatos. Lo sé porque lo probé. En cuanto a las patatas fritas, que son su pasión, se volvieron a la cocina prácticamente íntegras. ¿Cómo han logrado ustedes que ni las patatas fritas, una cosa que está buena hasta en el McDonalds, sepan a nada en sus restaurantes? Es un misterio que yo renuncio a aclarar, pero que espero, en su propio interés, que investiguen y, si es posible, corrijan ustedes.

Ah, seré justo. La salsa de tomate no se la comió, pero porque nunca le ha gustado, ni esa ni ninguna. Me la comí yo, y fue lo único que me supo a algo de toda la comida. Aunque, con todo, es también notoriamente peor que era hace unos años. Y la tortita con nata estaba, al parecer, bastante buena. No la probé, porque estoy a régimen. Pero me alegra saber que hay, al menos, una cosa de VIPS que sigue siendo como yo la recordaba.

No pedí café, porque sé - y en esto sí que no han cambiado ustedes, viene pasando hace años - que lo que en VIPS se sirve bajo ese nombre es una agüita ligeramente oscura y ligeramente amarga que quizás en EEUU pueda pasar por café solo, pero en España, desde luego, no. Admito que sobre gustos no hay nada escrito, aunque me parecería mejor que también se tuvieran en cuenta los míos. Pero qué se le va a hacer, tomé café en otro sitio y así, además, lo pude acompañar de un pitillito.

Lamenté constatar, además, que han desaparecido de la carta platos apetecibles, sustanciosos y baratos, como el “payés”, los huevos fritos con chorizo, el “filete minuto” o el filete a la milanesa. Los han sustituído fantasías orientales o italianas, bajas en calorías y que, en la carta, aseguran tener sabores exóticos – aunque me cuesta, si juzgo por lo que yo comí, creer que tengan sabor de ninguna clase -. Están ustedes en su derecho de tratar de “educar” a su clientela para que no coma esas ordinarieces que yo echo de menos, pero tendrán que aceptar que algunos clientes ya mayorcitos nos neguemos a que nos eduquen y nos vayamos a otro sitio a comer nuestros huevos con chorizo.

3º.- Llegamos a eso de las dos de la tarde. El restaurante estaba bastante vacío, las mesas ocupadas no llegaban a la cuarta parte. (Por cierto, no llegó a llenarse en la hora y pico que pasamos en él. Recuerdo ese mismo restaurante hace unos años, lleno a rebosar y con cola en la puerta. ¿Se dan ustedes cuenta de que se están cargando lo que era un negocio floreciente? ¿Se han preguntado por qué muchos antiguos clientes los visitamos cada vez menos, o hemos dejado de hacerlo por completo?) Una señorita muy amable nos condujo a la mesa, nos dejó las cartas y desapareció. No volvimos a saber nada de ella, ni de nadie más, en el siguiente cuarto de hora. Se ocupó la mesa de al lado. Todos esperábamos, con expectación, que viniera un camarero a tomarnos nota. Pero ni a tomarnos nota, ni a ninguna otra cosa. Tardaron más de quince minutos en venir a preguntar qué deseábamos, y, naturalmente, preguntaron – y sirvieron – antes a la mesa de al lado, que había llegado tres o cuatro minutos después, que a la nuestra.
Peccata minuta.

Que un camarero tarde en tonarte nota molesta siempre, pero cuando le estás viendo correr como loco de mesa en mesa y tratar de servir todo lo deprisa posible a más gente de la que puede atender, lo disculpas y, todo lo más, desvías tu enfado hacia la dirección, por ahorrar en el servicio. No era este el caso. De vez en cuando pasaba algún camarero, sirviendo a los que habían llegado antes, y le hacíamos desesperadas señas, nosotros y la mesa de al lado. O las ignoraba mirando fijamente un punto del infinito - táctica que debe ser la primera en que adiestran ustedes a sus empleados, porque la aplican todos con maestría – o, si condescendía a advertirlas, nos indicaba cortésmente que no era él quien debía atendernos, sino “su compañera”. ¿Qué compañera? ¡Ah...! Otra, siempre otra. Quizás la que nos había acomodado, que se afanaba en el mostrador de una esquina distante, ocupándose de cuestiones sin duda mucho más importantes que atender a unos clientes que llevaban esperando más de diez minutos, con el restaurante semi vacío... Y que, naturalmente, no miró en nuestra dirección ni una sola vez, no fuera a ser que viéramos que nos había visto y que no tuviera entonces más remedio que acudir. Al final, quien nos atendió fue un tipo apresurado y displicente sin uniforme de camarero, con todo el aire de haber aprovechado que tenía que hacer por allí cosas verdaderamente importantes para, de paso, tomar nota de lo nuestro. Lo hizo mirando al infinito, pensando probablemente en sus graves y urgentes responsabilidades, interrumpidas por nuestra culpa.

Siempre me ha irritado que me atiendan mal en un restaurante, porque creo que el precio que pago no incluye solo la comida, sino también el servicio, y no entiendo por qué he de pagar lo mismo por un plato servido pronta y amablemente que por el mismo plato obtenido a base de bregar, hacer aspavientos y esperar crecientemente enfadado a que por fin se fije en mí un camarero agobiado. En este caso la espera, aunque injustificable, molesta y descortés, no fue excesivamente larga. Pero unida a todo lo demás, me temo mucho que bastará para que no vuelvan ustedes a contar con mi clientela en una larga temporada. Creanme que soy el primero en lamentarlo y reciban un cordial saludo.

Cuatro días después he recibido el siguiente correo electrónico:

Estimado Sr. Carrascon: En repuesta a su e-mail donde nos comenta los hechos ocurridos en nuestro establecimiento Vips del C. C. Sexta Avenida en Majadahonda (Madrid), en cuanto al motivo de su queja causa por la mala atención recibida, el servicio lento y la comida mal preparada, le pedimos sinceras disculpas por los inconvenientes que le haya podido ocasionar. En nuestra empresa formamos al personal para que realicen sus funciones de la mejor forma posible, buscando en todo momento la satisfacción del cliente. Lamentablemente en este caso no se sintieron bien atendidos. Por ello, se lo notificaremos al Director de operaciones para que se tomen las medidas necesarias, y evitar que este tipo de situaciones se repitan. Reciba un cordial saludo. Servicio de Atención al Cliente.

En el que, convendrán ustedes conmigo, se aprecia una clara intención de ser bien educados, pero muy poca alarma por mi disgusto y prácticamente ninguna disposición a reconocer que algo vaya mal y deba ser cambiado. Nótese, por ejemplo, que el problema no es que nos atendieran mal, sino que no nos sentimos bien atendidos. Cosas nuestras, muy respetables y que ellos lamentan, pero nuestras.

Pues nada, aquí se las cuento a ustedes, para que ya no sean solo nuestras.

miércoles, 28 de junio de 2006

De la difícil conversión de pesetas en duros

Un verano de principios de los setenta -tenía yo doce o trece años- pasaba unos días en Galicia y estaba una tarde mirando el escaparate de una tienda pontevedresa de artesanía típica donde se exhibían hórreos en miniatura, parejas de aldeanos gallegos tallados en madera y cosas por el estilo cuando se me acercó una pareja ya mayor, esta de carne y hueso, y, con un tremendo acento gallego y grandes dificultades para expresarse en castellano, la mujer me pidió que les dijera cuánto costaba una de las piezas expuestas, una talla de madera policromada, de buen tamaño, que representaba un hogar, con los útiles de cocina colgados alrededor. Pensando que la vista no les alcanzaba para leer la etiqueta con el precio, se lo leí. Sesenta pesetas. Pero su problema no era ese.

- Y eso ¿cuánto es en duros? – me preguntaron.

Eché la cuenta, les dije el resultado, consideraron gravemente mi respuesta, cuchicheando entre sí en gallego, y se les iluminó la cara: ellos lo habían comprado más barato en otro sitio, me comunicaron triunfalmente. Y se fueron tan contentos, cogidos del brazo.

El episodio me dejó ya entonces, a pesar de lo joven que era, extrañamente conmovido. Yo pensaba que las cosas que se vendían en esas tiendas eran para turistas y forasteros en general. Que unos aborígenes, de no muchos posibles, a juzgar por su aspecto, se hubieran gastado, tras echar sus cuentas, semejante dineral en un objeto inútil y meramente ornamental – y, a mi juicio, absolutamente horroroso – me produjo una especie de enternecimiento que ni entonces ni ahora sé explicar muy bien.

Sigue asaltándome la misma ternura cuando pienso en aquellos dos paisanines, incapaces de manejar con soltura el idioma y la moneda con que se entendía el resto de la gente, incapaces siquiera de calcular cuántos duros eran sesenta pesetas, pero apoyados, frente al mundo crecientemente complicado y hostil, cada uno en el brazo del otro y ambos en su vida común, quizá humilde pero evidentemente feliz, embellecida por el llar de madera pintada en cuya adquisición habían decidido un día emplear casi doce duros.

Dinero bien gastado.

martes, 13 de junio de 2006

SONETE (*)

¿Qué vas a hacer, si miras al país
y ves cómo camina para atrás;
si, cuanto más te fijas, está más
de irse a freir puñetas en un tris;

si el porvenir está peor que gris
- si ahora la buena es ETA, tú dirás... -
y los que, mientras, marcan el compás
son una panda de chisgarabís?

¿Qué vas a hacer: volverlo del revés?
¿Buscar follones cada tres por dos?
¿Meterte hasta las cejas en el pus?

Yo creo que es mejor salir por pies,
al desmadre local decir adiós
e irse a otros pagos, a jugar al mus.


(*) Un sonete es una composición poética que consta de catorce versos endecasílabos distribuidos en dos cuartetos y dos tercetos, pero tan mala que no alcanza la categoría de soneto.

Lo que no le impide tener razón, a veces.

martes, 18 de abril de 2006

Ellos

En un artículo de El Mundo de finales de la última Semana Santa, Javier Ortiz, un columnista al que respeto mucho y al que me encanta leer, pero con el que rara vez estoy de acuerdo, hablaba de la cíclica cuestión de los muertos en accidente de tráfico. Con la lucidez y el acierto que caracterizan al señor Ortiz cuando plantea los problemas y que, para mi gusto, le abandonan misteriosamente a la hora de proponer las soluciones, venía a decir que dadas ciertas circunstancias que el sentido común aconseja asumir como constantes, como la humana tendencia a la imprudencia, la torpeza y la temeridad; y dadas otras que, en tanto no hagamos nada por cambiarlas, también tendremos que considerar datos fijos, como la peligrosidad intrínseca de un sistema de transporte basado en que muchos cacharros tan frágiles como potentes, conducidos por seres falibles e individualistas, circulen a altas velocidades y pegados unos a otros por vías estrechas durante lapsos de tiempo prolongados, los accidentes son completamente inevitables. En consecuencia, concluía, tanto las campañas aleccionadoras como las medidas coercitivas, la vigilancia policial, las multas y todo el restante aparato sancionador, no sirven para nada, y quienes las deciden lo saben. Las mantienen, a sabiendas de su inutilidad, para desviar la atención del verdadero problema, que es su opción económica de fomentar al máximo la industria del automóvil con todas sus consecuencias, beneficios millonarios y generación de puestos de trabajo. Y para ocultar cuál es la única posible solución del problema: la renuncia a esa opción.

No se si he resumido su artículo de modo satisfactorio (para el autor, quiero decir), pero, aunque algo habré metido de mi cosecha, creo no haberlo desvirtuado mucho. Escribo de memoria.

El análisis de Ortiz entra dentro, mutatis mutandi, de los que en otro orden de cosas llama Eco “apocalípticos”, en el sentido de que rechaza en bloque cualquier clase de compromiso con el problema tal como se presenta en la realidad y rehusa tratar de imaginar para él otra solución que la abolición: o renunciamos al automóvil, a sus pompas -beneficios empresariales, puestos de trabajo, libertad y movilidad individuales- y a sus obras -industria petrolífera, carreteras, autopistas y obras públicas afines- o nos resignamos a que un cupo más o menos constante de ciudadanos siga matándose por las carreteras, como uno de los precios asumidos del modelo de transporte, de sociedad y de vida que nos han impuesto. No hay, según él, término medio ni solución parcial posible.

Yo, tanto por temperamento como por elección, tiendo más a ser apocalíptico que integrado, y no me cuesta mucho darle la razón a Ortiz en el meollo de su planteamiento. Probablemente es muy cierto que mientras los coches sean como son y nosotros como somos no haya modo realista de evitar un número no muy inferior al actual de accidentes de tráfico.

Lo que me chirría en el artículo no es el hilo central del argumento, sino sus efectos colaterales.

Por ejemplo: Ortiz habla no ya con escepticismo, sino con franca hostilidad de la política que pretende solucionar el problema sancionando a quienes incumplen las normas de tráfico. La represión, lo llama. Es a su juicio no solo una medida inútil, sino una maniobra hipócrita, deliberadamente concebida para desviar la responsabilidad desde quien la tiene -la industria del automóvil y sus poderosos valedores, desde Bush y sus patronos hasta Zapatero, Ruiz Gallardón y la Dirección General de Tráfico, pasando, claro está, por Aznar; nombrar, solo nombra a la DGT, pero el resto se sobreentiende, son ellos, los de siempre- hacia quien, siempre en su opinión, no la tiene: el pobre ciudadano, que, al parecer, está obligado no solo a ser propietario de un coche, sino a usarlo en las mismas fechas y carreteras que otros cuantos millones de pobres automovilistas como él, y hasta a hacer un poquito el bestia cuando se lo pide el cuerpo. ¿Qué va a hacer, si lo han educado para ser competitivo e insensible?

Aunque otra cosa parezca por algunas de las cosas que digo, yo no tengo un particular empeño en que se coaccione ni se persiga a la gente, ni siquiera a los malos. Me alegro como el que más cuando el estafador simpático consigue eludir la cárcel al final de la película, y, por regla general, no me produce ninguna satisfacción personal que se castigue a nadie. (Aunque sí confieso que me fastidia bastante que se deje de castigar a algunos. Sospecho que a Ortiz le pasa lo mismo, solo que no debemos coincidir en según qué algunos). No soy, temo que sea necesario aclararlo, especialmente partidario de la represión.

Y como tampoco soy tonto, no ignoro que, efectivamente, quienes pueden elegir sobre estas cosas hace ya mucho tiempo que eligieron un determinado modelo de desarrollo social y económico que incluye como elemento muy importante una industria automovilística basada en que todos tengamos nuestro coche, lo cambiemos cada tanto tiempo y corramos con él por las carreteras gastando toda la gasolina que podamos.

No soy yo quien ha elegido este modelo, no me gusta especialmente y, tal y como están las cosas, sé que cualquier cosa que yo haga por intentar cambiarlo será eficazmente ignorada o neutralizada. Lo mismo que le pasa a Ortiz.

Pero, al contrario que a Ortiz, ni mi falta de entusiasmo por la represión, ni mi fundada sospecha de que fabricar coches sea un buen negocio al que no nos van a permitir que les hagamos renunciar, ni mi despego hacia el capitalismo neoliberal me llevan a despreciar ni a negar la libertad personal, con su correlativa responsabilidad individual. Ni la mía ni la de nadie.

Y me molesta la actitud que en esta cuestión y en muchas otras adoptan Ortiz y muchos otros: la de que, una vez diagnosticada la raiz del mal y localizados los responsables últimos, el resto de comparsas podemos ser absueltos en bloque, convertidos en una masa inerte e indistinta de víctimas estúpida, incondicional e igualitariamente irresponsables de todo. Para culpables ya están ellos.

¿Que un energúmeno cargado de alcohol adelanta a ciento ochenta kilómetros por hora en cambio de rasante y se lleva por delante a cuatro o cinco conciudadanos? La culpa es, evidentemente, de Henry Ford padre, deudos y herederos, con la cooperación necesaria de la Trilateral -y, desde luego, de Aznar.- De ellos, vaya. El energúmeno, tan inocente como los otros muertos. Víctimas todos por igual de ellos, que les obligan a tener coche y a correr con él para demostrar la hombría cuya necesidad también ellos les han inculcado desde pequeñitos. Este viene a ser el espíritu.

No puedo compartirlo. Me he comprado coche porque he querido, lo uso porque me da la gana, no bebo cuando conduzco, soy prudente y cortés y respeto las normas de tráfico. Podría no hacerlo así, pero es lo que he elegido, y cuando veo un animal que parece haber elegido de otro modo me entran unas ganas enormes de que lo cruja a multas la Guardia Civil. Debo ser un represor, aunque crea otra cosa.

O a lo mejor es que, sin saberlo, también soy uno de ellos. Tendré que investigarlo.

lunes, 17 de abril de 2006

Remocemos el refranero

Hay un refrán bastante ordinario que recomienda no establecer relaciones sentimentales en el mismo ámbito en que se desarrollan las laborales, porque nuestros criterios e intereses en uno y otro campo son necesariamente muy diferentes y, aplicados a los mismos sujetos, suelen acabar acarreando complicaciones desaconsejables. Ya saben cuál, ese tan grosero que empieza diciendo “Donde tengas la olla...”

El caso es que, aunque el consejo es sabio, esta formulación tan popular puede resultar de uso un tanto difícil en según qué ocasiones. Dándole vueltas el otro día se me ocurrieron unas cuantas maneras de expresar la misma idea, no tan abruptas pero igualmente llenas del gracejo que presta a los refranes su presentación en coplillas rimadas. Ofrezco aquí a la pública consideración algunas de estas variantes:

"Donde ganas el sobre mensual, no realices el acto sexual". De una corrección política impecable, apto para su aplicación a ambos sexos.

"Donde su salario obtiene, deje usted tranquilo el pene". Gana en delicadeza sin perder en precisión anatómica.

"Donde ganas el sustento, da reposo a tu instrumento". Sutil y elegante, sugiere sin imponer.

"Donde obtienes el dinero vil, no utilices el miembro viril". Puede ser igualmente empleado en el caso de autónomos, empresarios, rentistas y no asalariados en general.

Solo en una de estas variantes, lo reconozco, he logrado superar el machismo original y formular el consejo de modo que pueda aplicárselo cualquier ciudadano, sin distinción de sexo ni inclinación amatoria. Pero es que mis sugerencias, de momento, se ciñen a la forma y no enfrentan el fondo del asunto. Reconozcan ustedes, a su vez, que algo es algo.

miércoles, 5 de abril de 2006

Me preocupa la aparente incapacidad que muestra mucha gente para comprender el lenguaje escrito. Quizás sea que yo me exprese muy mal, pero siempre he tenido la impresión de pecar por el extremo opuesto, de ser excesivamente pesado, machacón y reiterativo en mis argumentaciones. No me sorprende que no se me dé la razón, pero sí, la verdad, que no se me entienda.

Después del rollo que le dediqué el otro día a D. Amando de Miguel sobre lo mal que en mi opinión está formar nuevos verbos a partir de sustantivos que derivan, a su vez de otros verbos, leo en su columna del pasado 4 de Abril: “Javier Carrasco Garrido vuelve por sus fueros con su apasionado alegato a favor de rechazar verbos fútiles como visionar o posesionarse. El principio que don Javier aduce es que no deben derivarse verbos de sustantivos.”

Paso por que me llame Carrasco en vez de Carrascón. Me revienta, pero tras una vida entera de añadir “con ene y acento” cada vez que doy mi nombre, para comprobar que, aún así, sigo siendo Carrasco para el cincuenta por ciento de los mortales, ya me he acostumbrado. Además, puede ser una errata.

Pero ¿de verdad es ese principio que dice todo lo que ha sacado de mi sesudo escrito? Y, si de veras cree que yo sostengo semejante despropósito ¿cómo no me lo afea y me lo discute?

A lo mejor es que estoy equivocado en todo, sí se puede decir versionar y yo me llamo Carrasco. No sé si contestarle o irme directamente al registro civil a cambiarme el apellido.

viernes, 31 de marzo de 2006

¿Qué me he perdido?

Si la cosa que leyó anteayer en la tele una tipa con capucha, ese papelito repleto de trivialidades enfáticas y entreverado de chulerías de perdonavidas y exigencias de matón, lo firmara otra gente cualquiera, qué se yo, un sindicato de transportistas cabreados o una asociación de amas de casa insurrectas, estaríamos todos preguntándonos de qué selva ignota se habían escapado y a cuál de los firmantes había que entrullar primero, previo programa urgente de rehabilitación mental y alfabetización democrática sumaria. Y sin que hubieran matado a nadie, solo por lo que dicen en el papel. Es difícil acumular en menos líneas un número mayor de despropósitos, estupideces y vilezas redactadas de un modo más necio ni más jactancioso.

Pero, ¡aah!, lo firma ETA...

Así que lo que estamos haciendo es dedicarle programas enteros de la televisión y radio públicas, brindar con champán por las esquinas y aguardar todos con el ánimo suspendido a que los exégetas se pronuncien sobre la cosa, como si Yahvé hubiera vuelto a bajarnos las Tablas o la Civilización Superior Intergaláctica se hubiera dignado, por fin, ponerse en contacto con los pobres terrícolas para anunciarles una Nueva Era de Progreso.

Hay que ver el prestigio que en este pais nuestro procura un millar de asesinatos sabiamente dosificado a lo largo de treinta años. Lleva un poco más de tiempo que sacarse un título universitario, mancha de sangre bastante más, pero su utilidad es, como puede verse, infinitamente superior. Y, con suerte, además, te acaban regalando también el título.

Vamos a ver, señores:

Que esto no es el enemigo ofreciendo un armisticio. Que no son los plenipotenciarios de la nación vecina brindándonos su colaboración para una paz duradera. Que aquí no había guerra, ni puede haber por tanto tregua ni alto el fuego. Que no.

Que es una banda de gángsters en retirada, intentando cobrar de una sola vez la extorsión que ya no creen que puedan seguir cobrándonos a poquitos, para liquidar el chiringuito con lo que nos puedan sacar. Que es la misma gentuza que puso la bomba de Hipercor, la misma que a tiros en la nuca asesinó a centenares de ciudadanos desprevenidos, despanzurró y mutiló a otros tantos, torturó durante año y medio a un funcionario público, asesinó en directo a Miguel Ángel Blanco y amedrenta, chantajea y roba diariamente a miles de conciudadanos. La que, con la complicidad de otros cuantos miles de hijos de puta como ellos, pero aún más cobardes que ellos, acosa e inferna la vida a la mitad del País Vasco que todavía se resiste a someterse a su puerca mitología tribal.

Siguen pretendiendo lo mismo. Con la escasa claridad que les permite su cretinismo analfabeto dicen en su papelucho que su objetivo sigue siendo el mismo por el que llevan lustros asesinando, torturando y matoneando. Antes nos lo exigían matándonos, ahora creen que lo conseguirán más fácilmente perdonándonos la vida. ¿Quién tiene la culpa de que crean que así sí se lo vamos a dar? ¿Se lo vamos a dar?

¿Alguien les ha explicado cómo se supone que funciona esto? ¿Alguien les ha dejado claro que los estados democráticos no dialogan ni negocian con los bandidos, sino que los persiguen y los encarcelan? ¿Alguien les ha dicho claramente que hace más de treinta años que en el País Vasco y en toda España hay ya un proceso democrático cuyo principal, si no único estorbo son ellos? ¿Alguien les ha contado que el único cambio que de verdad necesita el País Vasco es que ellos desaparezcan de una puta vez?

¿Les ha dicho alguien que llamar "conflicto" a su historia de crímenes debería ser, en sí mismo, un delito? ¿Les ha explicado alguien que esa justicia que se atreven a invocar con una desvergüenza también delictiva, si no se traduce precisamente en que ellos se pudran en la cárcel durante los próximos cuarenta años, será una burla sangrienta e indigna que las personas de bien no aceptaremos jamás?

¿O no es a ellos a los que hay que explicarles todo esto? ¿Tendremos primero que explicárselo al Presidente de Gobierno, a sus ministros, a su Fiscal General y a la pléyade de periodistas y papanatas de a pie que andan ahora felicitándose y dándose unos a otros palmaditas en la espalda?

¿O es que me he perdido algo, y es a mi a quien alguien tiene que explicar qué carajo pasa aquí y por qué parece que nos hemos vuelto todos gilipollas?

martes, 21 de marzo de 2006

Yo visiono, tú lecturas, él audiciona

Regañé un poco a Amando de Miguel por algunas meteduras que se le escapaban en su columna de hace unas semanas, y hoy, como un caballero, acusa recibo de mi reprimenda y la acepta en casi todos sus términos (Libertad Digital, 21 de Marzo de 2006). Casi todos. Sigue insistiendo en que “visionar” es un verbo aceptable y útil. Alguna concesión tiene que hacer, el pobre, a la barbarie lingüística imperante, para que no puedan acusarle de facha también por ese lado. Qué difícil se lo pongo. Como yo afirmaba en mi mensaje que la costumbre de hacer nuevos verbos a partir de sustantivos que derivan, a su vez, de un verbo debería estar tipificada en el Código Penal, me dice D. Amando: Los "delitos" léxicos de hoy son los usos de mañana. Ese es el sentido de "Lengua viva”. Qué fácil me lo pone él a mi. Vean lo que le contesto, y díganme si tengo o no razón:

Le honran a usted, D. Amando, la prontitud y el buen humor con que acepta las correcciones de sus lectores cuando estima que son acertadas. Así lo hace en su columna de hoy con las que le envié hace unos días y, a mi vez, me considero obligado a pedirle disculpas por el tono, de una adustez que rozaba la acrimonía, con que se las formulé.

Dicho lo cual, debo insistir en la única de mis observaciones que no me acepta usted.
“No es lo mismo – dice usted – ver una película (por un espectador) que visionarla (por un profesional)”

Bien, en primer lugar no veo por qué no ha de ser lo mismo. Lo que un lector casual hace con un libro es leerlo, exactamente lo mismo que con el mismo libro hace un erudito filólogo. Nadie, hasta ahora, ha pretendido que Menéndez Pidal lecturara el Romance de Mío Cid, para distinguirse de los pobres mortales que, como yo, se limitan a leerlo. Tanto Menéndez Pidal como yo leemos. Las diferencias entre las consecuencias que D. Ramón y yo saquemos de nuestras respectivas lecturas no traen causa de que estas sean distintas, sino de que lo son nuestros conocimientos, nuestros propósitos y nuestras células grises. Pero la operación es idéntica y no veo ningún motivo para emplear un verbo distinto en su caso que en el mío.

Cuando yo oigo la novena sinfonía de Beethoven, sin duda no la oigo de igual manera que un músico profesional. ¿Vamos a empezar a decir que, mientras que yo la
oigo, él la audiciona? Le digo lo mismo, las consecuencias que un músico saque de su audición serán evidentemente distintas que las que saque yo de la mía, porque él tiene otros conocimientos, otras capacidades y otros intereses; pero ambos habremos hecho lo mismo: oir la sinfonía.

(Y ahora le apuesto a usted un café con porras a que en menos de cinco años algún listo empieza a usar completamente en serio los verbos
“lecturar” y “audicionar” que yo acabo de inventarme por burla, y a que en menos de diez se ve usted obligado a defender semejantes aberraciones, en estricta aplicación de los mismos criterios con los que hoy defiende visionar).

Bien, hasta aquí el primer argumento. Pero no el más importante. Porque, incluso si aceptamos que cuando un profesional ve una película tiene lugar una operación completamente distinta que cuando quien la ve es un lego, y que esta operación distinta requiere un verbo diferente, seguirá siendo verdad que ese verbo diferente, que tendremos que inventarnos, nos lo tendremos que inventar bien. Digamos, si quiere usted, que el profesional
contempludia la película (hermoso compuesto de estudiar y contemplar) o que la vexamina (no menos bello híbrido de ver y examinar). Digamos lo que usted quiera e inventémonos las palabras que nos sean necesarias, pero hagámoslo sin forzar nuestro pobre idioma y ateniéndonos a las mismas reglas con las que se viene formando desde hace mil y pico años. Nadie discute que un niño de diez años deba crecer, pero sí que, para conseguir este laudable fin, debamos estirarlo en un potro o colgarlo con pesos en los pies. Palabros como versionar, visionar, posesionar o explosionar (y estos dos últimos están reconocidos y bendecidos por nuestra Academia) son, para el idioma castellano, el equivalente de las fracturas y distensiones que provocarían en el tierno infante tan mal encaminados esfuerzos por desarrollar su organismo. Nadie, ni la Real Academia puesta de rodillas en la Plaza Mayor de Salamanca con togas, birretes y puñetas, logrará convencerme de que pueda ser correcto un verbo formado a partir de un sustantivo que, a su vez, se refiere a la “acción y efecto” de un verbo anterior. Semejante mecanismo atenta directamente contra las reglas intrínsecas más elementales del español, y sus resultados no pueden nunca ser más que adefesios que nadie que se respete a sí mismo y respete a su idioma puede usar más que en broma y como burla.

Para comprender que esto es así bastan unas simples preguntas: ¿Cuál será la “acción y efecto” de visionar: visionación? ¿Visionamiento? ¿Cuál la de posesionar: posesionamiento? ¿Posesionación? ¿Cuál la de explosionar: explosionación? ¿Explosionamiento? ¿Qué nuevos verbos podremos formar a partir de estos engendros, una vez admitido el mecanismo por el que sustantivos formados a partir de un verbo pueden dar nacimiento a nuevos verbos: visionamentar? ¿Posesionacionar? ¿Explosionamentar? ¿Qué sustantivos darán estos nuevos verbos: visionamentación? ¿Posesionacionamiento? ¿Explosionamentación? ¿Dónde se parará la cadena, si es que llega a pararse?

“¿Qué hacemos con posesionarse?” se pregunta usted en su columna. Fácil: NO USARLO. Nunca. Huir de él, y de las muchas otras aberraciones que hoy se adueñan de nuestro idioma con el beneplácito general, como huímos de pasear en chandal los domingos por la mañana por los caminillos de la urbanización, aunque tampoco esta conducta esté tipificada, como quizás debiera, en el Código Penal; como evitamos gritar en el fútbol insultando al árbitro o a los jugadores más hábiles del equipo contrario, aunque este comportamiento sea un "uso" muy extendido hoy y que amenaza con estarlo más aún mañana; como nos abstenemos de comer palomitas en el cine y de limpiarnos luego las manos en la butaca, aunque la opinión más aceptada proclame estos dudosos placeres como inseparables del de "visionar" películas en los multicines del centro comercial más próximo a nuestro adosado.

Del mismo modo que el comportamiento adecuado no es el que la legislación penal deja impune, sino el que se esfuerzan por observar las personas civilizadas que se respetan a sí mismas y a los demás, el idioma correcto no es el que "admite" la Real Academia, sino el que trata de emplear la gente medianamente instruída que tiene un mínimo de respeto y de interés por la conservación y el correcto desarrollo de un bien común tan fundamental. Ciertamente, las innovaciones léxicas de hoy serán los usos de mañana. Por eso mismo, esforcémonos, quienes podemos, por procurar que esas innovaciones no tengan carácter “delictivo”, y quizás así logremos evitar que nuestro idioma del futuro sea un idioma de delincuentes. Si así lo hacemos, que Dios nos lo premie, y, si no, que nos lo demande.

lunes, 13 de marzo de 2006

Taxonomía práctica

A mi amigo Justiniano le gusta vestir bien y tiene un montón de ropa. Como es muy ordenado se compró un armario enorme y dedicó un par de días a colocar en él toda su vestimenta. En estos estantes las camisas de vestir, en estos las de sport, en estos otros los polos, en aquellos los jerseys de punto fino y en los de debajo, los de punto gordo. Un cajón para los calzoncillos, otro para los calcetines, otro para los pañuelos y el último para los gemelos, los alfileres de corbata y los relojes. En la barra de esta puerta colgó las chaquetas de punto, las tebas y las americanas, en la de la otra los vaqueros, los chinos, los pantalones de pana y los de vestir y, en la de enmedio, los trajes completos. Estos nichos de aquí para las corbatas y estos otros para los cinturones. Y en las barras de abajo, los zapatos. Era un gozo ver el armario abierto, la verdad, y Justiniano encontraba en un momento cualquier cosa que quisiera ponerse e iba siempre hecho un pincel.

Mi amigo tiene debilidad por el color verde, piensa que le sienta bien y cree que le da suerte. Se compra muchas cosas de ese color y, cuando su novia le regala una camisa o una corbata, también suele tirar al verde. Un día descubrió que tenía muchas más cosas verdes que de ningún otro color. Abría el armario y, de entrada, lo veía todo verde.

Como la ropa estaba ya algo justa en el armario, decidió, en un rapto de personalidad, que el armarito supletorio que se le iba haciendo imprescindible lo dedicaría exclusivamente a las prendas de color verde. Es un color muy significativo para él y no le apetecía mezclar su color personal con los otros, más anodinos, que usa todo el mundo. Así que se compró un armario nuevo y emprendió la reorganización.

Tuvo algunos problemas con unos pantalones que no se sabía bien si eran verdes o marrones, y con tres o cuatro camisas en que el verde predominaba, sí, pero no era el único color. También con un jersey azul verdoso, o quizás verde azulado. Le llevó un buen rato decidir cuáles de todos ellos eran verdes y cuáles no. La siguiente vez que los guardó ya no recordaba qué había decidido, y tuvo que pensárselo otra vez. El jersey, en concreto, es un conflicto. Dice que cada día lo guarda en un armario distinto y nunca sabe dónde buscarlo cuando lo quiere usar. Y con el pantalón y las camisas le empieza a pasar tres cuartos de lo mismo.

El armario nuevo es más pequeño, tiene menos estantes y menos cajones, y no ha tenido más remedio que guardar juntas camisas verdes con jerseys verdes, meter en el mismo cajón calzoncillos verdes y calcetines verdes y colgar los chinos verdes al lado del traje de lana inglesa. Verde. En cambio en el armario grande se le quedaron un montón de huecos, y ha decidido usarlos para colgar allí parte de las prendas de abrigo, que ocupaban mucho en el ropero del vestíbulo.

Las corbatas al principio no dieron problemas, porque eran todas de tonos claramente verdosos y las transportó en bloque al armario nuevo. Pero se me ocurrió regalarle por su cumpleaños, que fue el otro día, una más bien rojiza y se la llevó con las otras, al armario de lo verde. No acababa de gustarle la solución, pero tampoco la iba a guardar suelta.

Y los calcetines, la verdad es que ha encontrado más cómodo guardarlos con los calzoncillos, en el armario pequeño, porque los cajones del grande están más difíciles de usar, ahora que la puerta no se puede abrir del todo porque tropieza un poquito con el armario nuevo. Los mete todos allí, ahora, aunque no sean verdes. Los que le caben, claro, porque el cajón es pequeño. Cuando se le llena, los guarda otra vez en el cajón del ropero grande. Los que menos usa. El único problema es que, cuando quiere un par determinado, siempre acaba teniendo que mirar en los dos cajones. Ha dejado de usar algunos solo por no tener que abrir el cajón donde cree que están. De unos cuantos ha perdido la pareja.

De todos modos está encantado con tener un armario especial para su color favorito. Ha teñido de verde la madera y le queda precioso en el vestidor. A veces no recuerda si la camisa de rayitas verdes y rojas está en el grande, con las camisas, o en el pequeño, con lo verde. Y al jersey gordo de ir al campo, que alterna las franjas marrón verdoso con las verde azuladas y las rojo anaranjadas, últimamente le ha perdido la pista. Me dijo que no lo encuentra en ninguno de los dos armarios. Todavía tiene que mirar si está en el del vestíbulo, con el resto de la ropa de abrigo, o en el que tiene en el cuarto del fondo, donde guarda las botas de montaña, las medias de lana y los chubasqueros. Y las camisas de franela a cuadros. (Menos las verdes).

Bueno, que se le ha descolocado un poco el guardarropa y ahora dice que tiene que volver a hacer orden. Está en ello. Ayer se compró otro armario, precioso, pieza única de no sé qué arquitecto de Turín. Le ha dado por el diseño italiano y lleva un par de meses que no se compra nada de otro sitio. Lo va a poner en la otra esquina y va a empezar a guardar en él toda la ropa de marcas italianas. Qué tío, Justiniano. Qué organizado.

lunes, 27 de febrero de 2006

Elogio de la tolerancia

Voy comprendiendo que mi defecto, lo que podríamos llamar mi delito si estuviera tipificado (y esperen ustedes un poco, que igual acaba estándolo) no es tanto el de ejercer inmoderadamente mi libertad de expresión, - que tampoco la ejerzo mucho, porque este blog lo leen cinco amigos y medio y mis cartas a los periódicos no me las publican nunca - como el de opinar. El de tener opiniones, para ser exacto. La manía puntillosa y cargante, amén de perfectamente inútil, de que todo tenga que parecerme bien o mal. O algo. De que todo tenga que parecerme, como si mi parecer le importara a alguien maldita la cosa y no fuera, sencillamente, una impertinencia molesta y, en su modesta medida, perturbadora para el fluido funcionamiento del mundo.

Luego, encima, me empeño en manifestar esas opiniones, y eso, desde luego, es ya el colmo. Pero no es la raiz del mal. Lo inicialmente equivocado es esta invencible tendencia mía a mirar con ojo crítico los fenómenos que el mundo ofrece a mi alrededor y a concebir juicios sobre ellos. De esa actitud básicamente pecaminosa se derivan los vicios secundarios más visibles, pero menos fundamentales, que me hacen tan antipático para las gentes de recto sentir. Como el de escribir estas cosas, por ejemplo.

La actitud opuesta a este irritante prurito mío de opinar, la que debería yo cultivar si no estuviera ya tan enfangado en mis malos hábitos, es, naturalmente, la tolerancia. Mi pecado es un pecado contra la tolerancia. Virtud cívica por excelencia, unánimemente alabada por los innumerables coros de quienes no sustentan otra opinión que la de que sustentar opiniones es de mala educación y, además, cansadísimo.

El Diccionario da varias acepciones distintas del verbo "tolerar", entre ellas la de “permitir algo que no se tiene por lícito, sin aprobarlo expresamente” y la de “sufrir, llevar con paciencia”. En estos dos sentidos yo practico abundantemente la tolerancia. Probablemente porque no me queda más remedio, pero la practico.

Ahora bien, sucede que, pese a ser los que primero recoge el Diccionario, estos dos significados de "tolerar" no son los más extendidos. Hay en ellos una clara sugerencia de que lo tolerado es algo malo: debe ser “sufrido con paciencia”, “no se tiene por lícito”, “no se aprueba expresamente” . De manera que tolerar algo, de acuerdo con estas definiciones, implica juzgarlo, albergar sobre ello una opinión, y, peor aún: una mala opinión. Lo cual es una actitud muy poco tolerante. Incurre de lleno en esa malhadada manía de ir por el mundo pretendiendo dictaminar lo que está bien y lo que está mal.

Porque el significado que de verdad asigna todo el mundo al verbo tolerar, el que ha convertido su ejercicio en una virtud indiscutida e imprescindible, no es ninguno de esos dos, sino el que el DRAE recoge en cuarto lugar: Respetar las ideas, creencias o prácticas de los demás cuando son diferentes o contrarias a las propias.

Echemos mano de nuevo del Diccionario. Según él, "respetar" es, en primer lugar, "tener respeto, veneración, acatamiento". Como parece a todas luces excesivo que la tolerancia hacia las ideas, creencias y prácticas ajenas nos obligue a prestarles veneración ni acatamiento, tendremos que quedarnos solo con el tautológico "respeto", que, además de los consabidos acatamiento y veneración, significa "miramiento, consideración, deferencia". Para ser tolerantes debemos, pues, ser deferentes y considerados con las actitudes del prójimo que no compartimos. (El "miramiento" se define, a su vez, como "respeto", de manera que mejor lo dejamos a un lado antes de seguir dando vueltas sin fin por los circulares caminos del Diccionario)

Como la tolerancia es una virtud universalmente recomendada y la intolerancia un vicio unánimemente condenado, cabe inferir que debemos mostrar consideración y deferencia hacia TODAS las creencias, ideas y prácticas, sin excepción. Ser más deferentes y considerados con unas que con otras, o dejar de serlo con algunas, nos convertiría inmediatamente en intolerantes. Pecado nefando, incívica actitud. Nuestra deferencia y nuestra consideración deben ser universales, incondicionales, previas e indistintas.

Y el único modo de lograr este ideal de tolerancia es, evidentemente, no juzgar en absoluto. ¿Podemos, sin pecar de intolerancia, negar nuestra deferencia y nuestra consideración a la respetable costumbre - por poner un ejemplo - de privar a las mujeres de cierta delicada parte de su anatomía, costumbre que goza de gran predicamento en buena parte del mundo? No podemos. ¿O a la no menos respetable y extendida de reivindicar los derechos de las minorías mediante el asesinato indiscriminado de los que no pertenecen a ellas, y si hay mala suerte, hasta de alguno que sí pertenezca? Tampoco podemos. ¿O, buscando ejemplos más cercanos y menos trágicos, a la inofensiva y común de poner la música a todo volumen a las dos de la madrugada? Seamos consecuentes: dejar de mirar estas conductas con deferencia y con consideración sería claramente intolerante.

¿Podemos, empero, otorgar consideración ni deferencia a tales prácticas una vez que nos hayamos permitido pensar dos minutos seguidos sobre ellas y que, como consecuencia de tal descuido, un juicio, quizás negativo, haya brotado en nuestro magín? Siendo realistas, tampoco parece posible.

¿Qué hacer, pues, para ser tolerantes, como el Dogma nos exige? Es claro: no juzgar. Esta es la regla de oro. No juzgar nada, nunca. No permitirnos la formación de la menor opinión, que podría llevarnos a considerar preferibles unas ideas a otras, unas creencias a otras, unas prácticas a otras. Y quizás hasta a condenar algunas de ellas. Y puede, incluso, Dios no lo permita, que a intentar obstaculizarlas, impedirlas o combatirlas. Qué intolerancia. Qué horror.

Conozco más de dos que observan escrupulosamente esta norma. No la proclaman ni la enuncian, probablemente no son siquiera conscientes de estar cumpliéndola, ni de que sea una norma; eso sería ya algo excesivamente parecido a una opinión. Pero se atienen a ella con rigurosa exactitud. Son ciudadanos modelo, jamás alzan la voz ni se permiten un denuesto o un entusiasmo. Jamás les he oído sostener una sola opinión que vaya más allá de la obviedad sensata, la perogrullada amable o el pacífico lugar común. Y aún estas no llegan a sostenerlas, apenas si a emitirlas prudentemente. Lo más cercano a un juicio en que he podido sorprenderlos es su austero fruncir de labios y su rápido cambio de tema cada vez que me atrevo a dejar ver ante ellos, con la lamentable vehemencia que me caracteriza, que algo me parece bien o mal. Son el paradigma de la tolerancia y, aunque con cierta dificultad, toleran incluso mi intolerable intolerancia.

Yo llego tarde ya para alcanzar esa perfección. Ni siquiera puedo aspirar al satisfactorio nivel de la gran mayoría de mis conciudadanos, que, sin llevar la regla de oro a sus últimas consecuencias, sí eluden cuidadosamente cualquier opinión comprometida sobre asuntos que consideran "serios", con el tolerante argumento de que "hay que estudiarlo más despacio" o de que "habría que escuchar a todas las partes" (y jamás he visto que después de decir esto hagan el menor esfuerzo por estudiar nada ni por escuchar a nadie; muy al contrario, esas son las sentencias con las que dan la cuestión por definitivamente cerrada) y limitan sus opiniones a los terrenos del fútbol, las relaciones personales y las generalidades políticas más indiscutibles. Soy viejo, y la intolerancia y el error han echado en mi fuertes y profundas raíces. No podría ya desprenderme de la funesta manía de opinar, ni aunque quisiera.

Pero lo peor es que, encima, no quiero. No solo peco, sino que me inclino a negar que mi pecado sea tal. No solo no practico la virtud de la tolerancia, sino que cada día me cuesta más trabajo considerarla una virtud. Creo que existe una palabra específica para designar ese refocilamiento en el error, pero no se me viene ahora a las mientes.

El caso es que, sobre la tolerancia, lo primero que se me ocurre siempre decir es aquella boutade impresentable de otro intolerante de mi cuerda, Paul Claudel: "¡Tolerancia! ¡Tolerancia! ¡Para eso ya hay casas!"

lunes, 20 de febrero de 2006

Vamos provocando

No sé qué sacerdote valenciano, que tiene a favor la eximente de estar ya jubilado y probablemente algo chocho, y en contra la agravante de haber sido catedrático de Teología y la de permitirse el lujo de publicar sus estupideces en una hoja arzobispal, se explayó hace poco sobre la “violencia de género”. Que es como se llama ahora a la que practican los individuos de sexo masculino que humillan, maltratan, pegan, infernan la vida y muchas veces acaban matando a sus parejas de sexo femenino. La visión pastoral del problema que el buen cura consideró oportuno hacer llegar a los feligreses incluía opiniones tan evangélicamente iluminadoras como que “más de una vez las víctimas provocan con su lengua”. “El varón, generalmente, no pierde los estribos por dominio, sino por debilidad: no aguanta más – “el pobre”, podía haber añadido – y reacciona descargando su fuerza, que aplasta a la provocadora”.

El escándalo, regocijado en unos casos y consternado en otros, fue tan inmediato y universal como cabía esperar. Ante el alud de críticas el propio Obispo condenó el artículo y desautorizó a su autor. Aunque semejante necedad cuasi criminal se desautorizaba sola. ¿Quién, que no sea un cura retrógrado y machista, digno heredero de la peor tradición oscurantista y misógina de la Iglesia Católica, puede equiparar, como si fueran equivalentes, la débil violencia verbal de la víctima con la brutalidad asesina de su verdugo? ¿Quién puede sugerir en serio que la primera es una "provocación" de la segunda y que, por tanto, en buena medida la justifica y la disculpa?

¿Que quién? Pues, por lo que se ha visto, un montón de gente.

Cuando el que disparata es un pobre cura trasnochado, no, claro; entonces a nadie se le pasa por la cabeza suscribir semejantes barbaridades y es obligado poner al cura a bajar de un burro. Pero si quien dice prácticamente las mismas cosas no es un cura, sino nuestro progresista Presidente del Gobierno; y si la bestialidad que trata de justificar no es la de un matón sádico y machista, sino la de las multitudes musulmanas azuzadas por los imanes; y si la "provocación" no son los reproches o los insultos de una pobre mujer, sino el terrible delito de caricaturizar al Profeta, resulta entonces que sí que hay muchísimos ciudadanos, prominentes intelectuales de izquierda a la cabeza, que aplauden y apoyan la justificación, la enriquecen y la difunden. El disparate indefendible deja de serlo y se convierte en un argumento sesudo y ponderado, una muestra de tolerancia, diálogo y visión de estado.

Porque lo que han dicho el Presidente Rodríguez y su colega turco (que, mira por dónde, también es un fundamentalista religioso, como el teólogo valenciano; pero como él es de la competencia, en su caso no importa), es exactamente lo mismo que decía el cura: los pobres musulmanes no aguantan más y reaccionan descargando su fuerza. Aplastan a los provocadores, claro, y a todo el que pillan por en medio, pero qué van a hacerle ellos, si los provocan las víctimas, que se lo van buscando con su lengua. O con su lápiz. Con su libertad de expresión, en todo caso, que será un derecho, sí, pero, por muy legal que sea, “no es indiferente y debe ser rechazada desde un punto de vista moral y político". La frase es de Zapatero, pero la podría haber firmado el canónigo valenciano. Tiene hasta su mismo estilo, inconfundiblemente clerical. (*)

¡Cómo abominamos todos del clericalismo cuando lo practica un cura de los de toda la vida! ¡Qué éxito tiene, en cambio, cuando sale de la boca sonriente de los “clérigos” de la nueva religión del talante y del diálogo de civilizaciones!

Gunther Grass, otro de los sumos sacerdotes, lo ha dejado bien claro: Occidente es arrogante. Los occidentales tenemos la insolencia de pretender que podemos opinar, escribir y dibujar lo que nos dé la gana, y que tan vituperable incontinencia es nada menos que un derecho: el derecho a la libertad de expresión. Y en vez de pedir perdón humildemente por nuestra provocación y nuestra arrogancia, encima nos enfadamos cuando nos asaltan las embajadas y acaba muriendo gente. No tenemos más que lo que nos merecemos.

Yo soy mucho menos listo, intelectual y progresista que Grass, Zapatero y Saramago, y no lo entiendo. No entiendo por qué, si todos estamos de acuerdo en que lo que escribió el cura es una barbaridad, no todos siguen considerándolo así cuando es Zapatero el que lo dice.

Es más, encuentro más excusas para el disparate del cura que para el del Presidente. El cura es viejecito, clérigo y evidentemente no muy listo, y escribe para los cuatro gatos que leen el "Aleluya". El Presidente es joven, listísimo, laiquísimo y socialistísimo, y le escuchan atentamente toda España, toda Turquía y medio mundo. Del cura casi nadie espera más que los tópicos piadosos de una hoja parroquial; del Presidente yo al menos esperaba que apoyara a las víctimas, defendiera el derecho fundamental atacado y se alineara con sus socios europeos.

Y cuando hablo de las víctimas no me refiero a Mahoma caricaturizado ni a sus fieles ultrajados, fíjense qué falta de sensibilidad intercultural la mía; sino a los muertos en las algaradas, al personal de las embajadas asaltadas, a los países agredidos, al dibujante danés amenazado de muerte, a la libertad de expresión pisoteada. Así de arrogante soy.

Pero es que yo - y unos cuantos más, me parece - no tenemos remedio. Somos arrogantes, provocamos, ejercemos incontinentemente nuestra libertad de expresión. Así no hay musulmán fervoroso ni marido bestia que puedan vivir tranquilos. Así no hay quien saque adelante ni un matrimonio en crisis, ni una alianza de civilizaciones, ni siquiera un mal "proceso de paz". Seguro que también en esto estaban de acuerdo el canónigo valenciano y el Presidente del Gobierno. Y algún obispo vasco que otro, puestos a hablar de curas.

(*) Clerical: 2. adj. Marcadamente afecto y sumiso al clero y a sus directrices. (DRAE)

viernes, 10 de febrero de 2006

Laicismo

Una de las muchas verdades indiscutibles que anidan en el sobreentendido colectivo de los occidentales, en ese depósito de lugares comunes sacrosantos que rara vez nos molestamos en examinar con detenimiento ni en tratar de poner en orden, es el de que todas las religiones son más o menos equivalentes e igualmente dignas de respeto. Usted póngale a un rito, una compulsión, una idea fija o una manía cualquiera la etiqueta de creencia religiosa, y automáticamente la habrá convertido en intocable y la habrá equiparado, consista en lo que consista, con todos los demás fenómenos que hayan merecido esa honrosa clasificación.

En mi opinión esta “verdad indiscutible”, como tantas otras que la acompañan en ese repleto trastero de tópicos bienintencionados a que me refiero, es francamente discutible, y, también como la mayoría de ellas, tiene su origen en una formulación defectuosa de otras afirmaciones, estas sí difícilmente discutibles desde posiciones que quieran basarse en el conjunto de valores y creencias que habitualmente decimos profesar los occidentales más o menos demócratas y bienpensantes.

“Todos los hombres tienen los mismos derechos y merecen el mismo respeto”. Esta sí me parece una afirmación indiscutible. Así como esta otra: “Todos los hombres tienen derecho a profesar la religión que prefieran”. Pero de ninguna de ellas, ni de ninguna combinación entre ellas o con otras de su estilo, puede concluirse, legítimamente, que todas las religiones sean equivalentes, ni parecidas siquiera, ni mucho menos merecedoras de la misma consideración.

Todos los hombres tienen perfecto derecho a ver las películas que prefieran y a leer los libros que les parezcan bien, e incluso a no leer ningún libro ni ver jamás una película. Pero es evidente que eso no hace que todas las películas sean igualmente valiosas, ni que todos los libros hayan contribuido en igual medida a enriquecer la literatura universal, ni que ir o no al cine, o leer o no libros, deba considerarse indiferente para la educación y el bienestar de la gente.

Tampoco se puede discutir el derecho que asiste a cualquiera para elegir libremente entre comerse un donuts, un tortel de Mallorca, o ayunar. Pero es perfectamente posible discutir sobre si es mejor comer que no comer, y sobre si es más sana y más apetitosa la bollería artesanal que la industrial.

La ley, por tanto, debe regular las cosas de modo que se proteja el derecho de cada uno a comer o no, a ir o no al cine y a leer o no libros. Y el de elegir la comida que más le guste, el libro que más le apetezca y la película que más le divierta. Y el de fabricar y vender libros, películas y alimentos libremente, respetando las regulación legal de estas actividades y en sana competencia con todos los demás que fabriquen y vendan esos mismos artículos, u otros diferentes. Y el de opinar libremente sobre qué comida, libro o película se encuentra preferible.

La Ley, en cambio, no debe entrar a decidir sobre si se debe o no comer, leer libros o ir al cine. No debe proscribir ninguna de estas actividades, ni privilegiar a unas sobre otras, ni entrar a establecer cuál de ellas es más conveniente, ni qué libros, películas o alimentos deben fabricarse o consumirse con preferencia a cuáles otros.

Esta actitud objetiva y neutral de la Ley, aplicada al terreno de la religión, es lo que se conoce como laicismo, y es un principio muy sano y expresamente asumido por la mayoría de nuestras sociedades y reflejado en sus legislaciones. Ahora bien, en mi opinión, no siempre bien entendido ni bien aplicado.

Un estado y una sociedad laicos, pienso yo, deben limitarse a respetar por igual todas las manifestaciones religiosas, proteger por igual todos los cultos y asegurarse de que ninguna creencia se impone a nadie, y de que nadie se somete a ningún precepto más que de modo libre y voluntario. Es decir, deben perseguir que se cumplan las afirmaciones que antes di por verdaderas, esas en que se consagran la libertad y la igualdad de derechos de todos los hombres también en este terreno de la religión.

Lo que, en cambio, no deben hacer es convertir lo religioso en una categoría distinta y separada del resto de actividades humanas, ni hacerlo objeto de un trato diferente del que reciba cualquier otro fenómeno, ni para bien ni para mal.

Lo que las creencias religiosas tienen de religioso, de “sagrado” y, por tanto, de sustancialmente diferente de otras actividades humanas, lo tienen precisamente, y solamente, en el ámbito en el que la sociedad y el estado laicos no deben entrar: en la conciencia de los creyentes. Fuera de ese espacio personal y privado no pasan de ser un comportamiento equiparable a cualquier otro, ni más ni menos digno de respeto que el resto de los comportamientos, las actividades y las opiniones. El laicismo consiste, precisamente, en juzgar lo religioso como si no fuera religioso, en ignorar deliberadamente el origen religioso de los comportamientos que se regulan y, en consecuencia, en tratarlos exactamente con los mismos criterios con que se trata la fabricación y consumo de libros, de películas, de alimentos o de partidos de fútbol.

Esto no siempre se hace así. Por ejemplo, proscribir la presencia de símbolos religiosos en edificios oficiales obedece, a mi juicio, a una forma errónea de entender el laicismo. Un crucifijo no tiene significado religioso más que para el creyente. Para quien no cree es una imagen cualquiera, ni más ni menos significativa ni agresiva que un retrato del Rey, las Meninas o un calendario con fotos de señoritas en bikini. Y el Estado laico debe situarse precisamente en la posición de quien no cree, y tratar a todas esas imágenes con el mismo criterio. Eso es el laicismo. Prohibir expresa y solamente la exhibición de imágenes o símbolos religiosos es tratar la religión de modo diferente a como se tratan otras manifestaciones humanas, privilegiarla, aunque sea para mal. Y eso es, exactamente, lo contrario del laicismo. Si a nadie ofende un escudo del Real Madrid en una dependencia pública, a nadie debería ofender un crucifijo, un Buda o una media luna. Si se prohíbe la exhibición de estos, debería hacerse solo como consecuencia de un argumento legal que fuera también aplicable a aquel.

Un velo puede llevarse por motivos religiosos, o por moda, o por disfraz, o por prescripción médica. Cuál sea el motivo por el que cada cual lo lleve es una información que solo se encuentra en el interior de la conciencia de cada cual: justo el lugar en el que una sociedad laica no debe ni plantearse entrar. El Estado, pues, puede prohibir que se use el velo en la escuela pública, por ejemplo, como recientemente ha hecho el francés; pero solo si la prohibición se basa en estimar que el velo es antihigiénico, y atenta contra la normativa de salud pública. O que es discriminatorio, y atenta contra el principio de igualdad de los sexos. O que es feo, y atenta contra el ornato municipal. Lo que nunca debería, a mi juicio, hacer un estado que se proclame laico, es lo que precisamente ha hecho el francés: prohibirlo por ser expresión de una confesión religiosa.

Los sijs varones están obligados por su religión a no afeitarse nunca. ¿Va el Estado francés a prohibir las barbas en la escuela pública? Si mañana fundo yo una religión entre cuyas prescripciones se encuentre la de llevar un foulard morado en torno al cuello ¿pasará al foulard morado a ser una prenda prohibida en las escuelas francesas? ¿Deberán renunciar a llevarlo también los que lo encuentren simplemente cómodo, abrigado o elegante? ¿Habrá que empezar a preguntar a quienes lo llevan los motivos exactos por los que lo hacen? ¿Es eso laicismo, o todo lo contrario?

Uno de mis héroes es un para mí anónimo gobernante británico de la India, del que sólo sé que, al requerirle los notables locales que permitiera el sacrificio de las viudas en la pira funeraria, por tratarse de una exigencia tradicional de sus creencias religiosas, contestó algo parecido a esto: “Me parece muy bien, señores. Entre los ingleses es, en cambio, práctica tradicional la de colgar a los asesinos. ¡Atengámonos todos a nuestras prácticas tradicionales!”

Eso es laicismo.

miércoles, 25 de enero de 2006

Bacilaciones léxicas

Transcribí aquí el otro día la carta que envié hace ya tiempo a Amando de Miguel, en la que le comentaba lo mal que me parecía su tolerancia hacia lo que él considera meras vacilaciones léxicas - y yo alarmantes muestras de la barbarie idiomática creciente - y en la que enunciaba las simples reglas que transgrede quien incurre en tres de las más extendidas: el leísmo, el laísmo y loísmo, y el "delante mío", "encima mía" y crímenes similares.

Unos días después D. Amando acusó en su columna recibo de mi escrito. Con estas palabras (Libertad Digital, 15 de Octubre de 2004) :

"Javier Carrascón Garrido (Madrid) ─presumo que filólogo, pero mucho más docto que el lendakari de Extremadura─ me acompaña una completísima lección sobre el uso del lo, la, le... ...Sin embargo, no estoy muy conforme con la admonición de don Javier de que sobre lo dicho no caben vacilaciones. Don Javier las compara con las posibles "vacilaciones en la estructura de un edificio: Yo no lograría evitar el fundado temor de que se nos acabara cayendo encima”. Mala comparación es esa, don Javier. Precisamente un edificio alto oscila, se mueve, y gracias a eso, normalmente no se derrumba. Si la estructura no oscilara un poquitín, entonces es cuando se derrumbaría al menor soplo de un ventarrón. Vea usted las palmeras cómo resisten los huracanes: moviéndose, vacilando. En cambio, en esas condiciones el vidrio de un ventanal oscila poco y se rompe. Hágame caso, seor filólogo, vacilemos lo justo para no tener que bacilar o bacigalupar demasiado."

A lo cual, tras aclararle que no soy filólogo y mostrar mi sorpresa por que me comparara con el presidente extremeño sin haberle faltado yo en nada, le envié la siguiente respuesta, de la que nunca más se supo, como es lógico, porque tampoco va D. Amando a dedicar su columna a mis expansiones sociolingüísticas, que para eso ya está este blog:

"Me halaga usted y se lo agradezco sinceramente, pero no deja de preocuparme que unos conocimientos básicos que adquirí en el Bachillerato (bien es verdad que en un Bachillerato pre-LOGSE) y que deberían presumírsele a cualquier hispanohablante medianamente instruido, basten para que me suponga usted filólogo. Si tener nociones tan elementales como las mías sobre el correcto uso del español requiere estudios de filología, no me extraña que los bachilleres de a pie hablen como hablan.

No, mi interés por el lenguaje no tiene ninguna relación ni con mi formación académica ni con mi profesión; es el de un hablante común, que utiliza su idioma como herramienta de pensamiento, de comunicación y, desde luego, también de trabajo, y que, por lo mismo, tiene una sana curiosidad sobre el funcionamiento de esta herramienta y cierto empeño en que se mantenga en buen uso.

Si usted trata de ajustar una tuerca del doce con una llave del trece, lo logrará a duras penas y, lo que es más grave, la llave se deformará, cogerá holgura y la siguiente vez no servirá ni para el doce ni para el trece, a lo sumo para darle con ella en la cabeza al que se la cargó. Pregúntele usted a cualquier artesano, y le dirá que en el mantenimiento de las herramientas no caben vías intermedias: o se cuidan, se engrasan, se guardan limpias y ordenadas y se utiliza cada una para la tarea específica para la que se concibió y respetando las instrucciones del fabricante y las reglas del oficio, o acaba uno quedándose sin ellas: el destornillador se queda sin filo por querer usarlo de palanca, la garlopa se embota si no se emplea del modo adecuado y la broca pierde toda eficacia horadante si se la usa para remover el cemento. Al final tenemos una surtida colección de objetos vistosos, pero inútiles.

Con el idioma pasa lo mismo: su mal uso lo deforma, lo estropea y le quita utilidad. Si las palabras dejan de usarse con sus significados precisos, o en la forma correcta (¡la sintaxis!) en que deben emplearse para contener con eficacia esos significados, lo pierden (en el único sitio donde lo tienen, que es en la cabeza de los hablantes), de lo que se siguen dos consecuencias bastante desastrosas: un significado se queda sin el medio de ser expresado, y un significante deja de serlo para convertirse en un ruido, una muletilla, uno más de los cada vez más numerosos sonidos huecos e imprecisos que pasan por palabras en el habla de nuestros políticos, nuestros juristas, nuestros comentaristas deportivos, nuestros expertos en técnicas abstrusas y gran parte - cada vez mayor - de nuestros hablantes corrientes y molientes. Y, con ser grave el menoscabo que sufre el habla, es más grave aún, aunque sea menos notorio, el que sufre el pensamiento: hablamos siempre del idioma como un medio de comunicación, pero, antes que eso, es el instrumento con el que pensamos. Quien domine mal su idioma, pensará mal. No tenemos otro medio de producir y manejar conceptos que las palabras, y si tenemos pocas e inútiles palabras, tendremos pocas y malas ideas.

Es quizás consolador, pero yo pienso que inútil y peligroso, querer presentar este deterioro, sea de las herramientas o del idioma, como una evolución natural, inevitable y hasta deseable. Naturalmente que el idioma evoluciona, y que hoy no hablamos, ni escribimos, como hace cien años. El uso correcto de las herramientas les descubre nuevas utilidades, las necesidades nuevas determinan la invención de nuevas técnicas y nuevos utensilios... tiene que existir, lógicamente, un crecimiento y una renovación de cualquier panoplia de herramientas que sea realmente usada, y, perseverando en mi comparación, también de cualquier idioma que esté realmente vivo.

Pero así como no podemos atribuir al crecimiento natural de un cuerpo humano las deformaciones de columna, ni el desarrollo de tumores, ni la esclerosis de los tejidos, ni siquiera las torceduras de tobillo, por mucho que se trate de “cambios” y que el crecimiento también sea un “cambio”, así tampoco deberíamos celebrar cualquier novedad lingüística como síntoma de la vitalidad del idioma. Hay cambios para crecer y cambios para morir, hay innovaciones que enriquecen y aportan mayor precisión y mayor capacidad de diferenciación y de matiz (y en esto consiste la evolución de un idioma: en pasar del gruñido inicial a la creación de un vocabulario cada vez más amplio y preciso) y hay novedades que hacen “avanzar” justo en el sentido contrario: hacia el comodín indistinto que pretende servir para decir cualquier cosa de cualquier manera y, en consecuencia, no sirve en manera alguna para decir nada. Son esas las que, lejos de hacer crecer un idioma, lo destruyen, o lo deterioran considerablemente.

El único medio de asegurar que las naturales innovaciones en los usos lingüísticos vayan en el sentido adecuado, es decir, aporten mayor capacidad de ideación y de expresión al idioma, es que se produzcan respetando las reglas que han presidido la creación de ese idioma, reglas que no son solo un requisito formal, más o menos omisible y del que solo se deben preocupar los eruditos, sino que, muy al contrario, constituyen la esencia misma, el alma, poniéndonos un poco cursis, de cualquier idioma. Y para que esto suceda es ineludiblemente necesario que estas reglas estén firmemente asentadas en el único lugar donde, insisto, existe realmente el lenguaje: en las mentes de quienes lo emplean.

Mi hijo de seis años es incapaz de enunciar ni una sola norma de las que regulan su modo de hablar. No sabe qué es un sustantivo, ni un verbo copulativo, ni un objeto directo. Ni, añado, falta que le hace. Porque sin conocerlas de un modo consciente ni explícito, las aplica con notable destreza y habla con una corrección que para sí quisieran muchos portavoces de grupos parlamentarios. Con esto, además de hacer notar lo listo que es mi niño, quiero decir que este “asentamiento mental” de las normas no necesita conocimientos especializados ni estudios de gramática, necesita tan solo el hábito de hablar bien. He conocido pastores castellanos analfabetos que empleaban su idioma con una riqueza, una precisión y una elegancia admirables; y todos conocemos, en cambio, periodistas, abogados, políticos e historiadores llenos de títulos universitarios cuya prosa hablada o escrita induce al vómito con gran eficacia, y no solo por lo que dicen, sino sobre todo por cómo lo dicen. Porque el idioma es a la vez fondo y forma, y lo que se dice es inseparable, y está fundamentalmente determinado, por cómo se dice.

Es posible, por tanto, que, como usted me advertía amablemente, convenga que los edificios sean capaces de oscilar ligeramente para que sean verdaderamente seguros frente a los ataques del viento o de los terremotos, pero estas oscilaciones son habitualmente imperceptibles para quienes los habitan, se producen en torno a un punto estable de equilibrio y tienen un límite pasado el cual la estructura se resquebraja, los paramentos se rajan y la construcción se va al carajo, para hablar sin ambages. El edificio del idioma castellano es solidísimo y firmemente asentado, y de momento no parece que vaya a sucederle ninguna catástrofe tan definitiva. Pero un deterioro lento y progresivo es casi tan dañino como el colapso repentino, y puede acabar por provocarlo. Para evitarlo, los hablantes que aún somos conscientes de la importancia de conservar en buen uso nuestro idioma debemos seguir, contra viento y marea, hablando y escribiendo lo mejor que sepamos, proclamando la necesidad de hacerlo así y corrigiendo, cuando la buena educación lo permita, a los que lo maltratan y lo usan de cualquier manera. Aunque sea más cómodo pretender que sus patadas al idioma común no son más que simpáticas “vacilaciones”.

lunes, 23 de enero de 2006

Delante mío

Mi hermano Ricardo tiene un blog aquí al lado, según van ustedes leyendo, a mano derecha, en el que pueden encontrar, además de otras muchas cosas interesantes, un artículo con este mismo título. Como verán cuando lo lean, está dedicado a anatematizar con toda la razón esta expresión horrenda y otras similares, y a afearle la conducta al distinguido sociólogo Amando de Miguel, que en su columna de "Libertad Digital" poco menos que las defiende con el popular argumento de que el idioma es algo vivo que crece y se enriquece gracias a semejantes aberraciones, piadosamente llamadas por él "vacilaciones léxicas". De paso habla bien de mi, lo que no por ser su obligación de hermano mayor es menos de agradecer. Por cierto, no le hagan ustedes ni caso, no es en absoluto cierto que yo sea más hábil que él, ni escribiendo ni en ningún otro campo. Lo que pasa es que yo meto más palabras al hablar y al escribir, me enrollo mucho y parece que hace más bulto. Pero saber, saber, el que realmente sabe es él. Es el listo de la familia, como lo prueba el hecho verídico de que haga relojes, o por lo menos finja arreglarlos con bastante éxito.

El caso es que prácticamente al tiempo y sin habernos puesto de acuerdo escribimos los dos sendas cartas a D. Amando, escandalizados ambos por su culpable tolerancia hacia una expresión que debería estar tipificada en el código penal. La suya la reproduce en su artículo; y, siguiendo sus consejos - con los que siempre me ha ido muy bien - reproduzco aquí la mía, para ilustración y regocijo de mis lectores, a los que tanto quiero. Decía así:

Estimado D. Amando: por mucho que me esfuerzo, y aunque aprecio su buena intención y su “talante”, no consigo compartir su aparente entusiasmo por las “vacilaciones léxicas”. En mi opinión las que usted bondadosamente llama así no son más que el resultado de que un número significativo de hablantes haya dejado de conocer, y por tanto de aplicar, reglas clarísimas que no permiten vacilación alguna. Comprendo que se le haga duro considerar llanamente inculta a una gran parte de castellano hablantes, y que recurra a ese bienintencionado eufemismo de la “vacilación”, pero las cosas son como son. A saber:

1 a) “Lo” y “la” deben usarse siempre que se refieran al objeto directo del verbo. Da igual que sea persona, animal o cosa: si puede ser puesto como sujeto paciente del verbo en pasiva, es decir, si es el objeto directo del verbo en activa, debe ser sustituido por “lo” o por “la”, según su género. NO DEBERÍA HABER EXCEPCIONES. La tolerancia que muestra la Academia a usar “le” como objeto directo cuando se refiere a una persona masculina carece de ningún fundamento, y solo da pie a confusiones, errores y vacilaciones, a mi juicio nada maravillosas. (Insignes hablantes, y hasta escribientes, de nuestro idioma, han sido y son leístas; todos mis respetos hacia ellos, pero el leísmo sigue siendo atroz, incluso cuando son ellos quienes incurren en él. La espléndida traducción de Proust que hizo Salinas esta plagada de “les” donde debería haber “las” o “los”. Cada vez que la leo me duelen los ojos con cada uno de ellos. Mi querida familia política segoviana es tan encantadora como culta, pero cada vez que les oigo decir “le” donde deberían decir “lo” o “la” me cuesta trabajo evitar el respingo)

1 b) En justa correspondencia, “le” SOLO debe usarse, y SIEMPRE debe usarse, para sustituir al objeto indirecto, con total independencia de que se trate o no de una persona, y de cuál sea su género, sexo o inclinación amatoria.

1 Resumen:
“¿Has visto a Pedro?” – “Sí, LO encontré el otro día y LE dije que te llamara.” – “¿Y a Maria?” – “No, no LA he visto desde hace tiempo. O LA han echado o LE han dado unas vacaciones.” – “¿Has decapitado al pollo?” – “No, no LO he decapitado. Solo LE he dado un tajo en el cuello. LO he degollado.”

Como diría Bugs Bunny, esto es todo, amigos. No hay ningún otro criterio para decidir entre “le”, “la” y “lo” y, aplicándolo, no hay lugar a la menor vacilación. Es decir, sí: podemos vacilar entre decirlo bien y decirlo mal. (Y, por cierto, no sé de ningún otro idioma afín al español en que suceda nada parecido. Los franceses y los italianos no consiguen entender qué nos pasa a los españoles con este asunto. Ellos lo tienen clarísimo, no se equivocan jamás en su idioma - ni, cuando lo hablan, en el nuestro - y no se explican por qué nosotros nos equivocamos tanto)

2 a) “Mío”, “mía” y su común apócope “mi” son adjetivos. Como tales solo pueden predicarse de sustantivos. Basta esta sencillísima regla para explicar por qué ninguno de ellos puede acompañar a palabras tales como “delante”, “detrás”, “encima” , “debajo”, “enfrente” o “en contra”. Como todas ellas son adverbios, y no sustantivos, no pueden hacerse acompañar de ningún adjetivo. Para hacer esta imposibilidad más evidente, tienen la amabilidad, como buenos adverbios, de carecer de género, con lo cual recuerdan al hablante distraído su naturaleza y lo disuaden de decir burradas ¿Debajo “mío” o “mía”? ¿Es “debajo” masculino o femenino? ¿”Un debajo” o “una debajo”?¿Ninguna de las dos cosas? ¡Ah, claro, NO es un sustantivo! ¡Por tanto no se le puede acoplar ni “mío” ni “mía”, sólo “de mi”! Este debería ser el proceso lógico de nuestro hablante distraído, si no tuviera el oído estragado por tanta y tan maravillosa vacilación léxica.

2 b) No obstante lo cual hay algunas “locuciones adverbiales” (qué horror, qué cosas podemos llegar a decir), como “al lado”, que, mire usted por dónde, resultan estar formadas con un sustantivo. “Lado” es un honorabilísimo sustantivo de género masculino y, como tal, admite sin el menor problema que se le califique de “mío”, “tuyo”, “suyo” o cualquier otra cualidad adjetiva. Puede, por tanto, decirse “al lado mío” o “a mi lado” con entera corrección, y esto, lejos de ser una excepción a la regla enunciada en 2 a), es, muy al contrario, el resultado lógico de aplicarla estrictamente.

2 Resumen :LOS ADJETIVOS SOLO PUEDEN ACOMPAÑAR A SUSTANTIVOS (por eso no pueden acompañar a “en contra” o a “debajo”) Y SIEMPRE PUEDEN HACERLO (por eso pueden acompañar a “lado”). Una vez más, solo puede vacilar quien no sepa lo que todos deberíamos saber.

Insisto, D. Amando: estimo en lo que se merece su bienhumorada tolerancia, pero las vacilaciones léxicas me parecen, personalmente, tan maravillosas como me lo parecerían las “vacilaciones” de la estructura de un edificio en el que todos viviéramos. Siempre cabría la hipótesis optimista (“
No, es que el edificio está creciendo, por eso se mueve”) pero yo no lograría evitar el fundado temor de que se nos acabara cayendo encima.

domingo, 22 de enero de 2006

Qué quiere usted que le cuente

Yo creía que con lo del otro día había quedado zanjada la cuestión del año cero, pero tus protestas, querido fantasma, me demuestran que no es así, y me obligan a ponerme aún más pesado sobre el asunto.

Habíamos quedado en que el ejemplo de la regla que proponías en tu sesudo comentario ilustraba claramente lo que ya se apuntaba en mi escrito original, a saber, que los números, en cualquier cuenta que se haga, pueden representarse como puntos a lo largo de una línea, y que, en esta representación, las unidades que contamos se corresponden con los tramos entre punto y punto, y no con los puntos mismos. Y que por ello el cero existe, claro que sí, tanto en las reglas, como en los años, como en cualquier otra cuenta. Pero existe como punto, no como tramo, y, por tanto, no como unidad contable. Existe en la regla un punto cero, pero no un centímetro cero. Existe en el tiempo un punto cero, pero no un año cero.

Esto suena irritantemente arbitrario, lo comprendo. ¿Por qué, si hay un punto 1 y un tramo 1, un punto 2 y un tramo 2... hay, en cambio, sólo un punto 0, pero no un tramo 0?

Respuesta a bulto y genérica: porque el 0 es un número raro – propiamente hablando no es un número, porque los números expresan cantidades y el cero indica, precisamente, que no hay cantidad alguna – lleno de singularidades y que justamente por eso tardó en ser “inventado” y en emplearse como tal número. Tanto tardó que tú, por ejemplo, como estamos viendo, todavía no lo acabas de usar del todo bien, cosa que probablemente no te pasa con el tres, ni con el quince mil trescientos ochenta y cuatro, ni con ningún otro de los números corrientes que sí expresan cantidades.

Respuesta más específica y detallada:

En esta representación gráfica de que hablamos, en que a cada punto se le asigna un número -y aquí sí entra el cero, porque esto todavía no es contar; estamos hablando aún de puntos, todavía no de tramos; estamos fabricando la regla, no midiendo con ella - cada tramo - cada unidad - recibe el nombre del punto en que termina. El tramo 1 (el centímetro 1, el año 1) es el que empieza en el punto 0 y acaba en el punto 1. El tramo 2, el que empieza en el punto 1 y acaba en el punto 2...

Hasta aquí es fácil, intuyo que el problema viene con las rayitas de la regla a la izquierda del cero, con los años de antes de Cristo, con los euros que no solo no tienes sino que debes... con los números negativos, vaya.

Y viene el problema porque probablemente me dirás: el primer tramo situado a la izquierda del cero, (el centímetro –1, el año 1 a.C), que empieza en el punto –1 y acaba en el punto 0, deberá, por tanto, como todos los demás, recibir el nombre del punto en que termina, y ser llamado tramo 0. Ya tenemos un tramo 0. ¡Sí que existía!

Pues no, señor. El punto cero se define, precisamente, por ser el punto a partir del cual se cuenta. (¡Ojo! A partir del cual se cuenta, no por el que se empieza a contar. No es el primer tramo de la cuenta, es el punto en el que empieza el primer tramo de la cuenta) Los números positivos se cuentan a partir del cero en dirección creciente, y los números negativos se cuentan, también a partir del cero, en dirección contraria, decreciente. (El –2 es menor que el –1. Si debes dos euros tienes menos dinero que si solo debes uno. Si todavía estás en el año 2 a.C has vivido menos tiempo que si estas ya en el 1 a.C)

Que contemos a partir del cero también los números negativos quiere decir que el primer tramo a la izquierda del cero NO empieza en el punto 1 y acaba en el punto 0, sino al revés: empieza en el punto 0 y acaba en el punto -1. Y, por tanto, debe llamarse, como todos, igual que el punto en que termina: tramo –1.

Y esto sigue siendo cierto en el caso de los años, porque aunque el año 1 a.C comenzó, históricamente, en el punto –1 y acabó en el punto 0, aquí no estamos hablando de la dirección en que transcurrió efectivamente el año real, sino de la dirección en que lo contamos en nuestra cabeza, que es exactamente la contraria. Perdóname si insisto, pero es fundamental: el punto cero se define, precisamente, por ser el punto a partir del cual contamos, tanto hacia un lado como hacia el otro, y si no contáramos a partir de él, ya no podríamos llamarlo punto cero.

Y el pobre punto cero, como en él, por definición, empiezan dos tramos (el tramo 1 y el tramo –1), pero no acaba ninguno, tampoco tiene ningún tramo que se llame igual que él. Es el único punto de la regla que no da nombre a ningún centímetro, el único punto del tiempo que no da nombre a ningún año... el único número, en definitiva, que no se corresponde con ninguna unidad, lo que concuerda muy adecuada y matemáticamente con la naturaleza del número que le hemos asignado, que es la ausencia de unidades. Cero unidades. Ninguna unidad.

Esta singularidad del punto cero quizás resulte más fácil de entender si pensamos en un largo tramo de valla metálica sujeta al suelo con postes. Para sujetar UN trozo de valla hacen falta DOS postes, uno en cada extremo del trozo. Para sujetar DOS tramos, hacen falta TRES postes... Siempre hay un poste más que trozos de valla, un punto más que tramos. Si a cada trozo de valla le hacemos corresponder un poste comprobamos que hay siempre un poste que se queda sin trozo, un punto al que no corresponde ningún tramo. Ese que sobra es el punto cero, el poste a partir del cual hemos empezado a contar

Aunque no lo parezca - porque las monedas, los hijos y los sacos de harina no van pegados unos a otros formando un todo continuo, como los centímetros en la regla, los años en el tiempo o los trozos de valla en la valla - lo que acabo de explicar es exactamente igual de aplicable cuando lo que contamos son monedas, hijos, sacos de harina o cualesquiera otras cosas, sean o no fácilmente divisibles (y digo fácilmente porque TODAS las cosas son divisibles, excepto, creo, los quanta de energía y los protones y electrones; la única diferencia está en los destrozos que sea necesario producir para dividirlas. Y mentalmente, ni siquiera hay que hacer destrozos. Yo puedo perfectamente considerar en mi cabeza la décima parte de una oveja, o la milésima parte de un piso de cuatro habitaciones, sin que ni piso ni oveja sufran menoscabo apreciable).

En esta cuenta de monedas, niños o sacos, como en cualquier otra, los puntos a los que asignamos números como paso previo a la cuenta propiamente dicha, no se corresponden con las unidades que contamos, sino con las separaciones entre unidad y unidad, es decir, con los momentos lógicos en que consideramos completa una unidad y aún no hemos empezado a considerar la siguiente. Con los postes de la valla, vaya, en los que ya se ha acabado el tramo de valla anterior y aún no ha comenzado el siguiente

Decimos que tenemos cinco euros cuando ya hemos tenido en cuenta, completos, los cinco primeros euros, y todavía no hemos empezado a tener en cuenta ni un poquito del sexto. Y esos cinco euros podemos definirlos en nuestra cabeza – que es donde tiene lugar el acto de contar – como los cinco tramos lógicos comprendidos entre los seis momentos lógicos a los que hemos asignado los seis números que van del 0 al 5. El euro número 1 es el tramo lógico comprendido entre el momento lógico 0 (cuando aún no hemos contado ningún euro) y el momento lógico 1 (cuando ya hemos contado un euro, y aún nada más que uno). El euro número 2 es el tramo lógico comprendido entre el momento lógico 1 (ya un euro y aún nada más que uno) y el momento lógico 2 (ya dos euros y aún nada más que dos).

Y todo ello porque también cuando contamos euros, hijos y cuadros de Goya sigue siendo verdad que a lo que en primer lugar asignamos números no es a las unidades, sino a las separaciones entre unidad y unidad; y que solo después de esta operación mental, instantánea e inconsciente, cuya plasmación física más visible es la confección de la regla con la que luego mediremos, empieza la verdadera cuenta, la medición, que consiste en asignar a cada unidad el número de la separación entre esa unidad y la siguiente, el número del momento lógico en que consideramos a esa unidad ya completa y todavía no hemos empezado a tener en cuenta la que viene después.

Por eso no hay ninguna unidad a la que debamos asignar el número cero: porque el momento lógico cero no separa ninguna unidad de la siguiente, dado que es, por definición, el momento en el que aún no hemos considerado ninguna unidad y en el que empezamos a tener en cuenta la primera, sin que exista ninguna anterior de la que separarla. Y por eso el número cero no nos hace falta para contar, y los romanos y los griegos, (que no es que no lo conocieran, sino que no le habían puesto nombre, es decir, que no sabían que lo conocían) contaban exactamente igual que nosotros, y llegaban a los mismos resultados.

Por eso no hay un euro al que debamos llamar euro cero, ni un hijo al que debamos llamar hijo cero, como no hay ningún centímetro cero, ni ningún año cero. Por eso, al contar, no empezamos por cero, como bien sabía Dionisio. Por eso el cero es un número raro, y sólo empezó a utilizarse conscientemente muchos siglos después que todos los demás.

No es que Dionisio no lo usara porque aún no se conocía, como tanto se ha dicho, sino justo al revés. Aún no se conocía porque ni a Dionisio ni a nadie le había hecho falta hasta entonces para contar, ni se la ha hecho después. Hace falta para otras cosas. Para contar, no.

Insisto, contar es una operación mental, no física, que tiene lugar en nuestra cabeza y en ningún otro sitio. Esta ubicación privilegiada nos permite pegar unas a otras las monedas como si fueran años, separar unos años de otros como si fueran monedas, dividir mentalmente en diez, doce, cien o un millón de partes los hijos y los cuadros de Goya como si fueran euros, considerar agrupaciones de cien monedas de céntimo como si fueran una única y sólida moneda de euro, hacer que los años transcurran, a efectos de su cuenta, comenzando por su final cronológico, si es ese final el que hemos decidido tomar como punto de partida de la cuenta y al que, por tanto, hemos asignado el número cero... En nuestra cabeza, de momento y en tanto Carod Rovira no ordene a Maragall que ordene a Zapatero que disponga otra cosa, podemos hacer lo que nos dé la gana.

Y lo que en ella hacemos cuando contamos es reducir cualquier objeto contable, sólido o líquido, material o ideal, fraccionable o no, fraccionado o no, al concepto abstracto de unidad, y tras haberlo hecho, contar unidades, asignando a cada una el número que, en nuestra regla mental, corresponde al momento lógico que la separa de la siguiente.

Contar unidades. Siempre contamos unidades, nunca ninguna otra cosa. Contamos tramos enteros entre punto y punto, y, para hacerlo, nos da exactamente igual lo que suceda dentro del tramo: si puede o no dividirse en partes menores, si está efectivamente dividido o si no lo está.

Si puede ser dividido, e incluso si efectivamente lo está, lo único que pasará es que, cuando se nos hayan acabado los tramos completos, cuando lo que nos quede, o su representación sobre la famosa recta, ya no alcance la distancia entera entre un punto y el siguiente; cuando ya no queden más años enteros, o más euros enteros, y sí solo pedazos de ellos menores que lo que hasta ese momento estábamos tomando como unidad, entonces daremos por acabada la cuenta de los años o de los euros y comenzaremos una nueva cuenta, de fracciones de euro o de año. Simplemente, cambiaremos de unidad. Y volveremos a empezar a contar unidades, que es lo único que sabemos contar. O mejor dicho, que es en lo que automáticamente convertimos cualquier cosa por el mero hecho de decidir contarla. Solo que esta vez las unidades que contemos serán meses o céntimos. Pero las contaremos exactamente igual que contábamos los años o los euros, porque contar es siempre la misma operación, siempre son unidades lo que contamos – representen lo que representen – y siempre las contamos de la misma forma: 1, 2, 3...

Si después de este fárrago espantoso -suponiendo que lo hayas aguantado hasta aquí - sigues pensando que en la regla hay un centímetro cero o en el tiempo un año cero; o que debería haberlos y que el hecho de que no los haya supone una quiebra lógica de las matemáticas; o que lo correcto sería que empezáramos a contar los años por el cero aunque no lo hagamos así con el resto de las cosas; o que saber que un euro puede dividirse en cien céntimos o un año en treinta y un mil quinientos millones de milésimas de segundo influye en algo sobre la manera en que debemos contar las monedas de euro o los años... entonces no solo es que tú no tienes remedio como alumno de matemáticas, sino que tampoco yo lo tengo como profesor, y es mejor que los dos nos dediquemos a cualquier otra cosa.

Lo que, por si acaso, procedo a hacer en este mismo momento.