lunes, 27 de febrero de 2006

Elogio de la tolerancia

Voy comprendiendo que mi defecto, lo que podríamos llamar mi delito si estuviera tipificado (y esperen ustedes un poco, que igual acaba estándolo) no es tanto el de ejercer inmoderadamente mi libertad de expresión, - que tampoco la ejerzo mucho, porque este blog lo leen cinco amigos y medio y mis cartas a los periódicos no me las publican nunca - como el de opinar. El de tener opiniones, para ser exacto. La manía puntillosa y cargante, amén de perfectamente inútil, de que todo tenga que parecerme bien o mal. O algo. De que todo tenga que parecerme, como si mi parecer le importara a alguien maldita la cosa y no fuera, sencillamente, una impertinencia molesta y, en su modesta medida, perturbadora para el fluido funcionamiento del mundo.

Luego, encima, me empeño en manifestar esas opiniones, y eso, desde luego, es ya el colmo. Pero no es la raiz del mal. Lo inicialmente equivocado es esta invencible tendencia mía a mirar con ojo crítico los fenómenos que el mundo ofrece a mi alrededor y a concebir juicios sobre ellos. De esa actitud básicamente pecaminosa se derivan los vicios secundarios más visibles, pero menos fundamentales, que me hacen tan antipático para las gentes de recto sentir. Como el de escribir estas cosas, por ejemplo.

La actitud opuesta a este irritante prurito mío de opinar, la que debería yo cultivar si no estuviera ya tan enfangado en mis malos hábitos, es, naturalmente, la tolerancia. Mi pecado es un pecado contra la tolerancia. Virtud cívica por excelencia, unánimemente alabada por los innumerables coros de quienes no sustentan otra opinión que la de que sustentar opiniones es de mala educación y, además, cansadísimo.

El Diccionario da varias acepciones distintas del verbo "tolerar", entre ellas la de “permitir algo que no se tiene por lícito, sin aprobarlo expresamente” y la de “sufrir, llevar con paciencia”. En estos dos sentidos yo practico abundantemente la tolerancia. Probablemente porque no me queda más remedio, pero la practico.

Ahora bien, sucede que, pese a ser los que primero recoge el Diccionario, estos dos significados de "tolerar" no son los más extendidos. Hay en ellos una clara sugerencia de que lo tolerado es algo malo: debe ser “sufrido con paciencia”, “no se tiene por lícito”, “no se aprueba expresamente” . De manera que tolerar algo, de acuerdo con estas definiciones, implica juzgarlo, albergar sobre ello una opinión, y, peor aún: una mala opinión. Lo cual es una actitud muy poco tolerante. Incurre de lleno en esa malhadada manía de ir por el mundo pretendiendo dictaminar lo que está bien y lo que está mal.

Porque el significado que de verdad asigna todo el mundo al verbo tolerar, el que ha convertido su ejercicio en una virtud indiscutida e imprescindible, no es ninguno de esos dos, sino el que el DRAE recoge en cuarto lugar: Respetar las ideas, creencias o prácticas de los demás cuando son diferentes o contrarias a las propias.

Echemos mano de nuevo del Diccionario. Según él, "respetar" es, en primer lugar, "tener respeto, veneración, acatamiento". Como parece a todas luces excesivo que la tolerancia hacia las ideas, creencias y prácticas ajenas nos obligue a prestarles veneración ni acatamiento, tendremos que quedarnos solo con el tautológico "respeto", que, además de los consabidos acatamiento y veneración, significa "miramiento, consideración, deferencia". Para ser tolerantes debemos, pues, ser deferentes y considerados con las actitudes del prójimo que no compartimos. (El "miramiento" se define, a su vez, como "respeto", de manera que mejor lo dejamos a un lado antes de seguir dando vueltas sin fin por los circulares caminos del Diccionario)

Como la tolerancia es una virtud universalmente recomendada y la intolerancia un vicio unánimemente condenado, cabe inferir que debemos mostrar consideración y deferencia hacia TODAS las creencias, ideas y prácticas, sin excepción. Ser más deferentes y considerados con unas que con otras, o dejar de serlo con algunas, nos convertiría inmediatamente en intolerantes. Pecado nefando, incívica actitud. Nuestra deferencia y nuestra consideración deben ser universales, incondicionales, previas e indistintas.

Y el único modo de lograr este ideal de tolerancia es, evidentemente, no juzgar en absoluto. ¿Podemos, sin pecar de intolerancia, negar nuestra deferencia y nuestra consideración a la respetable costumbre - por poner un ejemplo - de privar a las mujeres de cierta delicada parte de su anatomía, costumbre que goza de gran predicamento en buena parte del mundo? No podemos. ¿O a la no menos respetable y extendida de reivindicar los derechos de las minorías mediante el asesinato indiscriminado de los que no pertenecen a ellas, y si hay mala suerte, hasta de alguno que sí pertenezca? Tampoco podemos. ¿O, buscando ejemplos más cercanos y menos trágicos, a la inofensiva y común de poner la música a todo volumen a las dos de la madrugada? Seamos consecuentes: dejar de mirar estas conductas con deferencia y con consideración sería claramente intolerante.

¿Podemos, empero, otorgar consideración ni deferencia a tales prácticas una vez que nos hayamos permitido pensar dos minutos seguidos sobre ellas y que, como consecuencia de tal descuido, un juicio, quizás negativo, haya brotado en nuestro magín? Siendo realistas, tampoco parece posible.

¿Qué hacer, pues, para ser tolerantes, como el Dogma nos exige? Es claro: no juzgar. Esta es la regla de oro. No juzgar nada, nunca. No permitirnos la formación de la menor opinión, que podría llevarnos a considerar preferibles unas ideas a otras, unas creencias a otras, unas prácticas a otras. Y quizás hasta a condenar algunas de ellas. Y puede, incluso, Dios no lo permita, que a intentar obstaculizarlas, impedirlas o combatirlas. Qué intolerancia. Qué horror.

Conozco más de dos que observan escrupulosamente esta norma. No la proclaman ni la enuncian, probablemente no son siquiera conscientes de estar cumpliéndola, ni de que sea una norma; eso sería ya algo excesivamente parecido a una opinión. Pero se atienen a ella con rigurosa exactitud. Son ciudadanos modelo, jamás alzan la voz ni se permiten un denuesto o un entusiasmo. Jamás les he oído sostener una sola opinión que vaya más allá de la obviedad sensata, la perogrullada amable o el pacífico lugar común. Y aún estas no llegan a sostenerlas, apenas si a emitirlas prudentemente. Lo más cercano a un juicio en que he podido sorprenderlos es su austero fruncir de labios y su rápido cambio de tema cada vez que me atrevo a dejar ver ante ellos, con la lamentable vehemencia que me caracteriza, que algo me parece bien o mal. Son el paradigma de la tolerancia y, aunque con cierta dificultad, toleran incluso mi intolerable intolerancia.

Yo llego tarde ya para alcanzar esa perfección. Ni siquiera puedo aspirar al satisfactorio nivel de la gran mayoría de mis conciudadanos, que, sin llevar la regla de oro a sus últimas consecuencias, sí eluden cuidadosamente cualquier opinión comprometida sobre asuntos que consideran "serios", con el tolerante argumento de que "hay que estudiarlo más despacio" o de que "habría que escuchar a todas las partes" (y jamás he visto que después de decir esto hagan el menor esfuerzo por estudiar nada ni por escuchar a nadie; muy al contrario, esas son las sentencias con las que dan la cuestión por definitivamente cerrada) y limitan sus opiniones a los terrenos del fútbol, las relaciones personales y las generalidades políticas más indiscutibles. Soy viejo, y la intolerancia y el error han echado en mi fuertes y profundas raíces. No podría ya desprenderme de la funesta manía de opinar, ni aunque quisiera.

Pero lo peor es que, encima, no quiero. No solo peco, sino que me inclino a negar que mi pecado sea tal. No solo no practico la virtud de la tolerancia, sino que cada día me cuesta más trabajo considerarla una virtud. Creo que existe una palabra específica para designar ese refocilamiento en el error, pero no se me viene ahora a las mientes.

El caso es que, sobre la tolerancia, lo primero que se me ocurre siempre decir es aquella boutade impresentable de otro intolerante de mi cuerda, Paul Claudel: "¡Tolerancia! ¡Tolerancia! ¡Para eso ya hay casas!"

lunes, 20 de febrero de 2006

Vamos provocando

No sé qué sacerdote valenciano, que tiene a favor la eximente de estar ya jubilado y probablemente algo chocho, y en contra la agravante de haber sido catedrático de Teología y la de permitirse el lujo de publicar sus estupideces en una hoja arzobispal, se explayó hace poco sobre la “violencia de género”. Que es como se llama ahora a la que practican los individuos de sexo masculino que humillan, maltratan, pegan, infernan la vida y muchas veces acaban matando a sus parejas de sexo femenino. La visión pastoral del problema que el buen cura consideró oportuno hacer llegar a los feligreses incluía opiniones tan evangélicamente iluminadoras como que “más de una vez las víctimas provocan con su lengua”. “El varón, generalmente, no pierde los estribos por dominio, sino por debilidad: no aguanta más – “el pobre”, podía haber añadido – y reacciona descargando su fuerza, que aplasta a la provocadora”.

El escándalo, regocijado en unos casos y consternado en otros, fue tan inmediato y universal como cabía esperar. Ante el alud de críticas el propio Obispo condenó el artículo y desautorizó a su autor. Aunque semejante necedad cuasi criminal se desautorizaba sola. ¿Quién, que no sea un cura retrógrado y machista, digno heredero de la peor tradición oscurantista y misógina de la Iglesia Católica, puede equiparar, como si fueran equivalentes, la débil violencia verbal de la víctima con la brutalidad asesina de su verdugo? ¿Quién puede sugerir en serio que la primera es una "provocación" de la segunda y que, por tanto, en buena medida la justifica y la disculpa?

¿Que quién? Pues, por lo que se ha visto, un montón de gente.

Cuando el que disparata es un pobre cura trasnochado, no, claro; entonces a nadie se le pasa por la cabeza suscribir semejantes barbaridades y es obligado poner al cura a bajar de un burro. Pero si quien dice prácticamente las mismas cosas no es un cura, sino nuestro progresista Presidente del Gobierno; y si la bestialidad que trata de justificar no es la de un matón sádico y machista, sino la de las multitudes musulmanas azuzadas por los imanes; y si la "provocación" no son los reproches o los insultos de una pobre mujer, sino el terrible delito de caricaturizar al Profeta, resulta entonces que sí que hay muchísimos ciudadanos, prominentes intelectuales de izquierda a la cabeza, que aplauden y apoyan la justificación, la enriquecen y la difunden. El disparate indefendible deja de serlo y se convierte en un argumento sesudo y ponderado, una muestra de tolerancia, diálogo y visión de estado.

Porque lo que han dicho el Presidente Rodríguez y su colega turco (que, mira por dónde, también es un fundamentalista religioso, como el teólogo valenciano; pero como él es de la competencia, en su caso no importa), es exactamente lo mismo que decía el cura: los pobres musulmanes no aguantan más y reaccionan descargando su fuerza. Aplastan a los provocadores, claro, y a todo el que pillan por en medio, pero qué van a hacerle ellos, si los provocan las víctimas, que se lo van buscando con su lengua. O con su lápiz. Con su libertad de expresión, en todo caso, que será un derecho, sí, pero, por muy legal que sea, “no es indiferente y debe ser rechazada desde un punto de vista moral y político". La frase es de Zapatero, pero la podría haber firmado el canónigo valenciano. Tiene hasta su mismo estilo, inconfundiblemente clerical. (*)

¡Cómo abominamos todos del clericalismo cuando lo practica un cura de los de toda la vida! ¡Qué éxito tiene, en cambio, cuando sale de la boca sonriente de los “clérigos” de la nueva religión del talante y del diálogo de civilizaciones!

Gunther Grass, otro de los sumos sacerdotes, lo ha dejado bien claro: Occidente es arrogante. Los occidentales tenemos la insolencia de pretender que podemos opinar, escribir y dibujar lo que nos dé la gana, y que tan vituperable incontinencia es nada menos que un derecho: el derecho a la libertad de expresión. Y en vez de pedir perdón humildemente por nuestra provocación y nuestra arrogancia, encima nos enfadamos cuando nos asaltan las embajadas y acaba muriendo gente. No tenemos más que lo que nos merecemos.

Yo soy mucho menos listo, intelectual y progresista que Grass, Zapatero y Saramago, y no lo entiendo. No entiendo por qué, si todos estamos de acuerdo en que lo que escribió el cura es una barbaridad, no todos siguen considerándolo así cuando es Zapatero el que lo dice.

Es más, encuentro más excusas para el disparate del cura que para el del Presidente. El cura es viejecito, clérigo y evidentemente no muy listo, y escribe para los cuatro gatos que leen el "Aleluya". El Presidente es joven, listísimo, laiquísimo y socialistísimo, y le escuchan atentamente toda España, toda Turquía y medio mundo. Del cura casi nadie espera más que los tópicos piadosos de una hoja parroquial; del Presidente yo al menos esperaba que apoyara a las víctimas, defendiera el derecho fundamental atacado y se alineara con sus socios europeos.

Y cuando hablo de las víctimas no me refiero a Mahoma caricaturizado ni a sus fieles ultrajados, fíjense qué falta de sensibilidad intercultural la mía; sino a los muertos en las algaradas, al personal de las embajadas asaltadas, a los países agredidos, al dibujante danés amenazado de muerte, a la libertad de expresión pisoteada. Así de arrogante soy.

Pero es que yo - y unos cuantos más, me parece - no tenemos remedio. Somos arrogantes, provocamos, ejercemos incontinentemente nuestra libertad de expresión. Así no hay musulmán fervoroso ni marido bestia que puedan vivir tranquilos. Así no hay quien saque adelante ni un matrimonio en crisis, ni una alianza de civilizaciones, ni siquiera un mal "proceso de paz". Seguro que también en esto estaban de acuerdo el canónigo valenciano y el Presidente del Gobierno. Y algún obispo vasco que otro, puestos a hablar de curas.

(*) Clerical: 2. adj. Marcadamente afecto y sumiso al clero y a sus directrices. (DRAE)

viernes, 10 de febrero de 2006

Laicismo

Una de las muchas verdades indiscutibles que anidan en el sobreentendido colectivo de los occidentales, en ese depósito de lugares comunes sacrosantos que rara vez nos molestamos en examinar con detenimiento ni en tratar de poner en orden, es el de que todas las religiones son más o menos equivalentes e igualmente dignas de respeto. Usted póngale a un rito, una compulsión, una idea fija o una manía cualquiera la etiqueta de creencia religiosa, y automáticamente la habrá convertido en intocable y la habrá equiparado, consista en lo que consista, con todos los demás fenómenos que hayan merecido esa honrosa clasificación.

En mi opinión esta “verdad indiscutible”, como tantas otras que la acompañan en ese repleto trastero de tópicos bienintencionados a que me refiero, es francamente discutible, y, también como la mayoría de ellas, tiene su origen en una formulación defectuosa de otras afirmaciones, estas sí difícilmente discutibles desde posiciones que quieran basarse en el conjunto de valores y creencias que habitualmente decimos profesar los occidentales más o menos demócratas y bienpensantes.

“Todos los hombres tienen los mismos derechos y merecen el mismo respeto”. Esta sí me parece una afirmación indiscutible. Así como esta otra: “Todos los hombres tienen derecho a profesar la religión que prefieran”. Pero de ninguna de ellas, ni de ninguna combinación entre ellas o con otras de su estilo, puede concluirse, legítimamente, que todas las religiones sean equivalentes, ni parecidas siquiera, ni mucho menos merecedoras de la misma consideración.

Todos los hombres tienen perfecto derecho a ver las películas que prefieran y a leer los libros que les parezcan bien, e incluso a no leer ningún libro ni ver jamás una película. Pero es evidente que eso no hace que todas las películas sean igualmente valiosas, ni que todos los libros hayan contribuido en igual medida a enriquecer la literatura universal, ni que ir o no al cine, o leer o no libros, deba considerarse indiferente para la educación y el bienestar de la gente.

Tampoco se puede discutir el derecho que asiste a cualquiera para elegir libremente entre comerse un donuts, un tortel de Mallorca, o ayunar. Pero es perfectamente posible discutir sobre si es mejor comer que no comer, y sobre si es más sana y más apetitosa la bollería artesanal que la industrial.

La ley, por tanto, debe regular las cosas de modo que se proteja el derecho de cada uno a comer o no, a ir o no al cine y a leer o no libros. Y el de elegir la comida que más le guste, el libro que más le apetezca y la película que más le divierta. Y el de fabricar y vender libros, películas y alimentos libremente, respetando las regulación legal de estas actividades y en sana competencia con todos los demás que fabriquen y vendan esos mismos artículos, u otros diferentes. Y el de opinar libremente sobre qué comida, libro o película se encuentra preferible.

La Ley, en cambio, no debe entrar a decidir sobre si se debe o no comer, leer libros o ir al cine. No debe proscribir ninguna de estas actividades, ni privilegiar a unas sobre otras, ni entrar a establecer cuál de ellas es más conveniente, ni qué libros, películas o alimentos deben fabricarse o consumirse con preferencia a cuáles otros.

Esta actitud objetiva y neutral de la Ley, aplicada al terreno de la religión, es lo que se conoce como laicismo, y es un principio muy sano y expresamente asumido por la mayoría de nuestras sociedades y reflejado en sus legislaciones. Ahora bien, en mi opinión, no siempre bien entendido ni bien aplicado.

Un estado y una sociedad laicos, pienso yo, deben limitarse a respetar por igual todas las manifestaciones religiosas, proteger por igual todos los cultos y asegurarse de que ninguna creencia se impone a nadie, y de que nadie se somete a ningún precepto más que de modo libre y voluntario. Es decir, deben perseguir que se cumplan las afirmaciones que antes di por verdaderas, esas en que se consagran la libertad y la igualdad de derechos de todos los hombres también en este terreno de la religión.

Lo que, en cambio, no deben hacer es convertir lo religioso en una categoría distinta y separada del resto de actividades humanas, ni hacerlo objeto de un trato diferente del que reciba cualquier otro fenómeno, ni para bien ni para mal.

Lo que las creencias religiosas tienen de religioso, de “sagrado” y, por tanto, de sustancialmente diferente de otras actividades humanas, lo tienen precisamente, y solamente, en el ámbito en el que la sociedad y el estado laicos no deben entrar: en la conciencia de los creyentes. Fuera de ese espacio personal y privado no pasan de ser un comportamiento equiparable a cualquier otro, ni más ni menos digno de respeto que el resto de los comportamientos, las actividades y las opiniones. El laicismo consiste, precisamente, en juzgar lo religioso como si no fuera religioso, en ignorar deliberadamente el origen religioso de los comportamientos que se regulan y, en consecuencia, en tratarlos exactamente con los mismos criterios con que se trata la fabricación y consumo de libros, de películas, de alimentos o de partidos de fútbol.

Esto no siempre se hace así. Por ejemplo, proscribir la presencia de símbolos religiosos en edificios oficiales obedece, a mi juicio, a una forma errónea de entender el laicismo. Un crucifijo no tiene significado religioso más que para el creyente. Para quien no cree es una imagen cualquiera, ni más ni menos significativa ni agresiva que un retrato del Rey, las Meninas o un calendario con fotos de señoritas en bikini. Y el Estado laico debe situarse precisamente en la posición de quien no cree, y tratar a todas esas imágenes con el mismo criterio. Eso es el laicismo. Prohibir expresa y solamente la exhibición de imágenes o símbolos religiosos es tratar la religión de modo diferente a como se tratan otras manifestaciones humanas, privilegiarla, aunque sea para mal. Y eso es, exactamente, lo contrario del laicismo. Si a nadie ofende un escudo del Real Madrid en una dependencia pública, a nadie debería ofender un crucifijo, un Buda o una media luna. Si se prohíbe la exhibición de estos, debería hacerse solo como consecuencia de un argumento legal que fuera también aplicable a aquel.

Un velo puede llevarse por motivos religiosos, o por moda, o por disfraz, o por prescripción médica. Cuál sea el motivo por el que cada cual lo lleve es una información que solo se encuentra en el interior de la conciencia de cada cual: justo el lugar en el que una sociedad laica no debe ni plantearse entrar. El Estado, pues, puede prohibir que se use el velo en la escuela pública, por ejemplo, como recientemente ha hecho el francés; pero solo si la prohibición se basa en estimar que el velo es antihigiénico, y atenta contra la normativa de salud pública. O que es discriminatorio, y atenta contra el principio de igualdad de los sexos. O que es feo, y atenta contra el ornato municipal. Lo que nunca debería, a mi juicio, hacer un estado que se proclame laico, es lo que precisamente ha hecho el francés: prohibirlo por ser expresión de una confesión religiosa.

Los sijs varones están obligados por su religión a no afeitarse nunca. ¿Va el Estado francés a prohibir las barbas en la escuela pública? Si mañana fundo yo una religión entre cuyas prescripciones se encuentre la de llevar un foulard morado en torno al cuello ¿pasará al foulard morado a ser una prenda prohibida en las escuelas francesas? ¿Deberán renunciar a llevarlo también los que lo encuentren simplemente cómodo, abrigado o elegante? ¿Habrá que empezar a preguntar a quienes lo llevan los motivos exactos por los que lo hacen? ¿Es eso laicismo, o todo lo contrario?

Uno de mis héroes es un para mí anónimo gobernante británico de la India, del que sólo sé que, al requerirle los notables locales que permitiera el sacrificio de las viudas en la pira funeraria, por tratarse de una exigencia tradicional de sus creencias religiosas, contestó algo parecido a esto: “Me parece muy bien, señores. Entre los ingleses es, en cambio, práctica tradicional la de colgar a los asesinos. ¡Atengámonos todos a nuestras prácticas tradicionales!”

Eso es laicismo.