Voy comprendiendo que mi defecto, lo que podríamos llamar mi delito si estuviera tipificado (y esperen ustedes un poco, que igual acaba estándolo) no es tanto el de ejercer inmoderadamente mi libertad de expresión, - que tampoco la ejerzo mucho, porque este blog lo leen cinco amigos y medio y mis cartas a los periódicos no me las publican nunca - como el de opinar. El de tener opiniones, para ser exacto. La manía puntillosa y cargante, amén de perfectamente inútil, de que todo tenga que parecerme bien o mal. O algo. De que todo tenga que parecerme, como si mi parecer le importara a alguien maldita la cosa y no fuera, sencillamente, una impertinencia molesta y, en su modesta medida, perturbadora para el fluido funcionamiento del mundo.
Luego, encima, me empeño en manifestar esas opiniones, y eso, desde luego, es ya el colmo. Pero no es la raiz del mal. Lo inicialmente equivocado es esta invencible tendencia mía a mirar con ojo crítico los fenómenos que el mundo ofrece a mi alrededor y a concebir juicios sobre ellos. De esa actitud básicamente pecaminosa se derivan los vicios secundarios más visibles, pero menos fundamentales, que me hacen tan antipático para las gentes de recto sentir. Como el de escribir estas cosas, por ejemplo.
La actitud opuesta a este irritante prurito mío de opinar, la que debería yo cultivar si no estuviera ya tan enfangado en mis malos hábitos, es, naturalmente, la tolerancia. Mi pecado es un pecado contra la tolerancia. Virtud cívica por excelencia, unánimemente alabada por los innumerables coros de quienes no sustentan otra opinión que la de que sustentar opiniones es de mala educación y, además, cansadísimo.
El Diccionario da varias acepciones distintas del verbo "tolerar", entre ellas la de “permitir algo que no se tiene por lícito, sin aprobarlo expresamente” y la de “sufrir, llevar con paciencia”. En estos dos sentidos yo practico abundantemente la tolerancia. Probablemente porque no me queda más remedio, pero la practico.
Ahora bien, sucede que, pese a ser los que primero recoge el Diccionario, estos dos significados de "tolerar" no son los más extendidos. Hay en ellos una clara sugerencia de que lo tolerado es algo malo: debe ser “sufrido con paciencia”, “no se tiene por lícito”, “no se aprueba expresamente” . De manera que tolerar algo, de acuerdo con estas definiciones, implica juzgarlo, albergar sobre ello una opinión, y, peor aún: una mala opinión. Lo cual es una actitud muy poco tolerante. Incurre de lleno en esa malhadada manía de ir por el mundo pretendiendo dictaminar lo que está bien y lo que está mal.
Porque el significado que de verdad asigna todo el mundo al verbo tolerar, el que ha convertido su ejercicio en una virtud indiscutida e imprescindible, no es ninguno de esos dos, sino el que el DRAE recoge en cuarto lugar: Respetar las ideas, creencias o prácticas de los demás cuando son diferentes o contrarias a las propias.
Echemos mano de nuevo del Diccionario. Según él, "respetar" es, en primer lugar, "tener respeto, veneración, acatamiento". Como parece a todas luces excesivo que la tolerancia hacia las ideas, creencias y prácticas ajenas nos obligue a prestarles veneración ni acatamiento, tendremos que quedarnos solo con el tautológico "respeto", que, además de los consabidos acatamiento y veneración, significa "miramiento, consideración, deferencia". Para ser tolerantes debemos, pues, ser deferentes y considerados con las actitudes del prójimo que no compartimos. (El "miramiento" se define, a su vez, como "respeto", de manera que mejor lo dejamos a un lado antes de seguir dando vueltas sin fin por los circulares caminos del Diccionario)
Como la tolerancia es una virtud universalmente recomendada y la intolerancia un vicio unánimemente condenado, cabe inferir que debemos mostrar consideración y deferencia hacia TODAS las creencias, ideas y prácticas, sin excepción. Ser más deferentes y considerados con unas que con otras, o dejar de serlo con algunas, nos convertiría inmediatamente en intolerantes. Pecado nefando, incívica actitud. Nuestra deferencia y nuestra consideración deben ser universales, incondicionales, previas e indistintas.
Y el único modo de lograr este ideal de tolerancia es, evidentemente, no juzgar en absoluto. ¿Podemos, sin pecar de intolerancia, negar nuestra deferencia y nuestra consideración a la respetable costumbre - por poner un ejemplo - de privar a las mujeres de cierta delicada parte de su anatomía, costumbre que goza de gran predicamento en buena parte del mundo? No podemos. ¿O a la no menos respetable y extendida de reivindicar los derechos de las minorías mediante el asesinato indiscriminado de los que no pertenecen a ellas, y si hay mala suerte, hasta de alguno que sí pertenezca? Tampoco podemos. ¿O, buscando ejemplos más cercanos y menos trágicos, a la inofensiva y común de poner la música a todo volumen a las dos de la madrugada? Seamos consecuentes: dejar de mirar estas conductas con deferencia y con consideración sería claramente intolerante.
¿Podemos, empero, otorgar consideración ni deferencia a tales prácticas una vez que nos hayamos permitido pensar dos minutos seguidos sobre ellas y que, como consecuencia de tal descuido, un juicio, quizás negativo, haya brotado en nuestro magín? Siendo realistas, tampoco parece posible.
¿Qué hacer, pues, para ser tolerantes, como el Dogma nos exige? Es claro: no juzgar. Esta es la regla de oro. No juzgar nada, nunca. No permitirnos la formación de la menor opinión, que podría llevarnos a considerar preferibles unas ideas a otras, unas creencias a otras, unas prácticas a otras. Y quizás hasta a condenar algunas de ellas. Y puede, incluso, Dios no lo permita, que a intentar obstaculizarlas, impedirlas o combatirlas. Qué intolerancia. Qué horror.
Conozco más de dos que observan escrupulosamente esta norma. No la proclaman ni la enuncian, probablemente no son siquiera conscientes de estar cumpliéndola, ni de que sea una norma; eso sería ya algo excesivamente parecido a una opinión. Pero se atienen a ella con rigurosa exactitud. Son ciudadanos modelo, jamás alzan la voz ni se permiten un denuesto o un entusiasmo. Jamás les he oído sostener una sola opinión que vaya más allá de la obviedad sensata, la perogrullada amable o el pacífico lugar común. Y aún estas no llegan a sostenerlas, apenas si a emitirlas prudentemente. Lo más cercano a un juicio en que he podido sorprenderlos es su austero fruncir de labios y su rápido cambio de tema cada vez que me atrevo a dejar ver ante ellos, con la lamentable vehemencia que me caracteriza, que algo me parece bien o mal. Son el paradigma de la tolerancia y, aunque con cierta dificultad, toleran incluso mi intolerable intolerancia.
Yo llego tarde ya para alcanzar esa perfección. Ni siquiera puedo aspirar al satisfactorio nivel de la gran mayoría de mis conciudadanos, que, sin llevar la regla de oro a sus últimas consecuencias, sí eluden cuidadosamente cualquier opinión comprometida sobre asuntos que consideran "serios", con el tolerante argumento de que "hay que estudiarlo más despacio" o de que "habría que escuchar a todas las partes" (y jamás he visto que después de decir esto hagan el menor esfuerzo por estudiar nada ni por escuchar a nadie; muy al contrario, esas son las sentencias con las que dan la cuestión por definitivamente cerrada) y limitan sus opiniones a los terrenos del fútbol, las relaciones personales y las generalidades políticas más indiscutibles. Soy viejo, y la intolerancia y el error han echado en mi fuertes y profundas raíces. No podría ya desprenderme de la funesta manía de opinar, ni aunque quisiera.
Pero lo peor es que, encima, no quiero. No solo peco, sino que me inclino a negar que mi pecado sea tal. No solo no practico la virtud de la tolerancia, sino que cada día me cuesta más trabajo considerarla una virtud. Creo que existe una palabra específica para designar ese refocilamiento en el error, pero no se me viene ahora a las mientes.
El caso es que, sobre la tolerancia, lo primero que se me ocurre siempre decir es aquella boutade impresentable de otro intolerante de mi cuerda, Paul Claudel: "¡Tolerancia! ¡Tolerancia! ¡Para eso ya hay casas!"
Luego, encima, me empeño en manifestar esas opiniones, y eso, desde luego, es ya el colmo. Pero no es la raiz del mal. Lo inicialmente equivocado es esta invencible tendencia mía a mirar con ojo crítico los fenómenos que el mundo ofrece a mi alrededor y a concebir juicios sobre ellos. De esa actitud básicamente pecaminosa se derivan los vicios secundarios más visibles, pero menos fundamentales, que me hacen tan antipático para las gentes de recto sentir. Como el de escribir estas cosas, por ejemplo.
La actitud opuesta a este irritante prurito mío de opinar, la que debería yo cultivar si no estuviera ya tan enfangado en mis malos hábitos, es, naturalmente, la tolerancia. Mi pecado es un pecado contra la tolerancia. Virtud cívica por excelencia, unánimemente alabada por los innumerables coros de quienes no sustentan otra opinión que la de que sustentar opiniones es de mala educación y, además, cansadísimo.
El Diccionario da varias acepciones distintas del verbo "tolerar", entre ellas la de “permitir algo que no se tiene por lícito, sin aprobarlo expresamente” y la de “sufrir, llevar con paciencia”. En estos dos sentidos yo practico abundantemente la tolerancia. Probablemente porque no me queda más remedio, pero la practico.
Ahora bien, sucede que, pese a ser los que primero recoge el Diccionario, estos dos significados de "tolerar" no son los más extendidos. Hay en ellos una clara sugerencia de que lo tolerado es algo malo: debe ser “sufrido con paciencia”, “no se tiene por lícito”, “no se aprueba expresamente” . De manera que tolerar algo, de acuerdo con estas definiciones, implica juzgarlo, albergar sobre ello una opinión, y, peor aún: una mala opinión. Lo cual es una actitud muy poco tolerante. Incurre de lleno en esa malhadada manía de ir por el mundo pretendiendo dictaminar lo que está bien y lo que está mal.
Porque el significado que de verdad asigna todo el mundo al verbo tolerar, el que ha convertido su ejercicio en una virtud indiscutida e imprescindible, no es ninguno de esos dos, sino el que el DRAE recoge en cuarto lugar: Respetar las ideas, creencias o prácticas de los demás cuando son diferentes o contrarias a las propias.
Echemos mano de nuevo del Diccionario. Según él, "respetar" es, en primer lugar, "tener respeto, veneración, acatamiento". Como parece a todas luces excesivo que la tolerancia hacia las ideas, creencias y prácticas ajenas nos obligue a prestarles veneración ni acatamiento, tendremos que quedarnos solo con el tautológico "respeto", que, además de los consabidos acatamiento y veneración, significa "miramiento, consideración, deferencia". Para ser tolerantes debemos, pues, ser deferentes y considerados con las actitudes del prójimo que no compartimos. (El "miramiento" se define, a su vez, como "respeto", de manera que mejor lo dejamos a un lado antes de seguir dando vueltas sin fin por los circulares caminos del Diccionario)
Como la tolerancia es una virtud universalmente recomendada y la intolerancia un vicio unánimemente condenado, cabe inferir que debemos mostrar consideración y deferencia hacia TODAS las creencias, ideas y prácticas, sin excepción. Ser más deferentes y considerados con unas que con otras, o dejar de serlo con algunas, nos convertiría inmediatamente en intolerantes. Pecado nefando, incívica actitud. Nuestra deferencia y nuestra consideración deben ser universales, incondicionales, previas e indistintas.
Y el único modo de lograr este ideal de tolerancia es, evidentemente, no juzgar en absoluto. ¿Podemos, sin pecar de intolerancia, negar nuestra deferencia y nuestra consideración a la respetable costumbre - por poner un ejemplo - de privar a las mujeres de cierta delicada parte de su anatomía, costumbre que goza de gran predicamento en buena parte del mundo? No podemos. ¿O a la no menos respetable y extendida de reivindicar los derechos de las minorías mediante el asesinato indiscriminado de los que no pertenecen a ellas, y si hay mala suerte, hasta de alguno que sí pertenezca? Tampoco podemos. ¿O, buscando ejemplos más cercanos y menos trágicos, a la inofensiva y común de poner la música a todo volumen a las dos de la madrugada? Seamos consecuentes: dejar de mirar estas conductas con deferencia y con consideración sería claramente intolerante.
¿Podemos, empero, otorgar consideración ni deferencia a tales prácticas una vez que nos hayamos permitido pensar dos minutos seguidos sobre ellas y que, como consecuencia de tal descuido, un juicio, quizás negativo, haya brotado en nuestro magín? Siendo realistas, tampoco parece posible.
¿Qué hacer, pues, para ser tolerantes, como el Dogma nos exige? Es claro: no juzgar. Esta es la regla de oro. No juzgar nada, nunca. No permitirnos la formación de la menor opinión, que podría llevarnos a considerar preferibles unas ideas a otras, unas creencias a otras, unas prácticas a otras. Y quizás hasta a condenar algunas de ellas. Y puede, incluso, Dios no lo permita, que a intentar obstaculizarlas, impedirlas o combatirlas. Qué intolerancia. Qué horror.
Conozco más de dos que observan escrupulosamente esta norma. No la proclaman ni la enuncian, probablemente no son siquiera conscientes de estar cumpliéndola, ni de que sea una norma; eso sería ya algo excesivamente parecido a una opinión. Pero se atienen a ella con rigurosa exactitud. Son ciudadanos modelo, jamás alzan la voz ni se permiten un denuesto o un entusiasmo. Jamás les he oído sostener una sola opinión que vaya más allá de la obviedad sensata, la perogrullada amable o el pacífico lugar común. Y aún estas no llegan a sostenerlas, apenas si a emitirlas prudentemente. Lo más cercano a un juicio en que he podido sorprenderlos es su austero fruncir de labios y su rápido cambio de tema cada vez que me atrevo a dejar ver ante ellos, con la lamentable vehemencia que me caracteriza, que algo me parece bien o mal. Son el paradigma de la tolerancia y, aunque con cierta dificultad, toleran incluso mi intolerable intolerancia.
Yo llego tarde ya para alcanzar esa perfección. Ni siquiera puedo aspirar al satisfactorio nivel de la gran mayoría de mis conciudadanos, que, sin llevar la regla de oro a sus últimas consecuencias, sí eluden cuidadosamente cualquier opinión comprometida sobre asuntos que consideran "serios", con el tolerante argumento de que "hay que estudiarlo más despacio" o de que "habría que escuchar a todas las partes" (y jamás he visto que después de decir esto hagan el menor esfuerzo por estudiar nada ni por escuchar a nadie; muy al contrario, esas son las sentencias con las que dan la cuestión por definitivamente cerrada) y limitan sus opiniones a los terrenos del fútbol, las relaciones personales y las generalidades políticas más indiscutibles. Soy viejo, y la intolerancia y el error han echado en mi fuertes y profundas raíces. No podría ya desprenderme de la funesta manía de opinar, ni aunque quisiera.
Pero lo peor es que, encima, no quiero. No solo peco, sino que me inclino a negar que mi pecado sea tal. No solo no practico la virtud de la tolerancia, sino que cada día me cuesta más trabajo considerarla una virtud. Creo que existe una palabra específica para designar ese refocilamiento en el error, pero no se me viene ahora a las mientes.
El caso es que, sobre la tolerancia, lo primero que se me ocurre siempre decir es aquella boutade impresentable de otro intolerante de mi cuerda, Paul Claudel: "¡Tolerancia! ¡Tolerancia! ¡Para eso ya hay casas!"