martes, 4 de julio de 2006

Carta abierta a VIPS

El fin de semana pasado comimos mi familia y yo en el VIPS, un restaurante por el que mi hijo siente una fuerte inclinación platónica que tratamos de complacer en la medida (escasa) en que hacerlo resulta compatible con nuestro bienestar general. Tras la experiencia, dirigí a las oficinas del Grupo VIPS y al Club VIPS la siguiente carta:

Estimados señores: Ayer, 2 de Julio de 2006, hice la última de mis visitas, cada vez más raras, a uno de sus establecimientos, concretamente al situado en el centro Comercial Sexta Avenida de Majadahonda (Madrid). Temo que será la última que durante mucho tiempo vaya a hacer a cualquiera de ellos, porque cada vez que voy a uno veo agravarse los motivos por los que hace tiempo ya que empecé a frecuentarlos cada vez menos.

Paso a pormenorizarles los motivos de mi disgusto, por si les resultaran de interés:

1º- Me irrita profundamente su política de hacer figurar los precios sin el IVA. El 95 % de sus clientes somos consumidores finales, que no repercutimos ni declaramos IVA y que no tenemos, por tanto, ninguna posibilidad de desgravárnoslo. Para nosotros el IVA es una parte más, como cualquier otra, del precio total que hemos de pagar, que es el que realmente nos interesa. No nos importa cuál es el precio sin IVA, como no nos importa saber cuál es el precio de coste, ni la parte de él que debe imputarse al personal o a los proveedores, ni ningún otro detalle de su gestión financiera interna. Lo que queremos saber, y debería figurar claramente en la carta y en la publicidad, es el precio final, lo que de verdad vamos a tener que pagar. Y eso es precisamente lo que no nos dicen. No puedo interpretar su desagradable costumbre de sustituir esta información, que están obligados a dar, por el precio sin IVA, más que como un torpe intento de engañar a los clientes desavisados, haciéndoles creer, a primera vista, que sus precios son más baratos de lo que son. Es una maniobra que me resulta tremendamente antipática y molesta, y uno de los motivos, desgraciadamente no el único ni el más grave, de que me haya propuesto frecuentarles en el futuro lo menos posible.

2º- En los últimos años sus precios han ido subiendo muy significativamente, hasta el punto de que VIPS ha dejado de ser el restaurante de precios razonables que era antes. Esto no sería tan grave y podría resultar hasta explicable si no fuera porque, al mismo tiempo, la calidad ha descendido en la misma o mayor medida en la que aumentaban los precios.

Ayer mi mujer pidió una Ensalada Toscana, por la que pagó algo menos de 9 euros (su irritante práctica de no incluir el IVA en el precio anunciado me impide recordar la cifra exacta, que obliga a usar la calculadora para determinarla). Se anunciaba como una mezcla de lechugas con pollo, bacon y queso de Gorgonzola. En la práctica llevaba una insípida lechuga iceberg, un poco de grelos, canónigos o hierba semejante, algunos pedazos de pollo absolutamente desabridos, diminutos tropezones de bacon achicharrado y varios pegotes, no puedo llamarlos de otro modo, de una masa sospechosamente pegajosa y de sabor agrio sin el más remoto parecido no ya con el queso de Gorgonzola, sino con ninguna clase conocida de queso. Se añadían, además, unos cuantos pedazos de grasiento pan frito y numerosos trozos de un tomate de la calidad más inferior, de textura y sabor desagradables, cosas ambas de las que nada se decía en la carta. (¿Por qué, si van a poner pan frito y tomate, no lo avisan? A mi mujer no le gusta mucho el tomate, aunque lo come, cuando no es tan malo; y, como está a régimen, no come pan. De haber sabido que ambos estaban entre los ingredientes, no habría pedido esa ensalada). El resultado era un plato por el que no se puede, decentemente, cobrar más de tres euros, del que se avergonzaría el más triste restaurante de barrio madrileño y del que mi mujer tuvo que dejarse más de la mitad.

Yo pedí algo creo recordar que de precio ligeramente inferior... una pechuga de pollo a la plancha con ensalada. Bien: el mismo pollo del que sólo el aspecto permite saber que es pollo, porque no sabe absolutamente a nada (a sal, si le echas sal), la misma lechuga iceberg y el mismo tomate pésimo. Para lograr ponerle un poco de aceite y vinagre al conjunto, a fin de que, al menos, supiera a aceite y vinagre, tuve que pedirle el taller al camarero y esperar un buen rato a que me lo trajera, porque, al parecer, ignoraba que cuando se sirve una ensalada hay que traer al tiempo lo necesario para aliñarla, y que el deseo de no tomar a palo seco la lechuga y el tomate no es una extravagancia de gourmets maniáticos, imposible de prever. Pero del servicio ya hablaré luego. El asunto es que tampoco este plato, tal como me lo sirvieron a mí, es digno de ser servido, ni en el VIPS de hace unos años ni en el último chiringuito de playa. Y que, desde luego, es absolutamente escandaloso cobrar por él los siete u ocho euros que me cobraron.

Mi hijo de ocho años fue el único que casi se terminó su plato, un filete de pollo con
corn flakes, o cosa semejante. Pero se lo terminó porque le obligamos su madre y yo, que estamos muy interesados en que coma algo al mediodía, aunque sea una porquería, no porque le gustara lo más mínimo. Y no puedo reprochárselo. El filete de pollo era tan seco e insípido como el de mi plato y como el de la ensalada de mi mujer, pero estaba, además, cubierto de una costra coriácea, pardusca, áspera y, una vez más, sin el menor sabor, que lo hacía bastante dificil de atacar. Comerse tal cosa, pobre hijo mío, debió resultarle muy parecido a masticar la suela de sus zapatos. Lo sé porque lo probé. En cuanto a las patatas fritas, que son su pasión, se volvieron a la cocina prácticamente íntegras. ¿Cómo han logrado ustedes que ni las patatas fritas, una cosa que está buena hasta en el McDonalds, sepan a nada en sus restaurantes? Es un misterio que yo renuncio a aclarar, pero que espero, en su propio interés, que investiguen y, si es posible, corrijan ustedes.

Ah, seré justo. La salsa de tomate no se la comió, pero porque nunca le ha gustado, ni esa ni ninguna. Me la comí yo, y fue lo único que me supo a algo de toda la comida. Aunque, con todo, es también notoriamente peor que era hace unos años. Y la tortita con nata estaba, al parecer, bastante buena. No la probé, porque estoy a régimen. Pero me alegra saber que hay, al menos, una cosa de VIPS que sigue siendo como yo la recordaba.

No pedí café, porque sé - y en esto sí que no han cambiado ustedes, viene pasando hace años - que lo que en VIPS se sirve bajo ese nombre es una agüita ligeramente oscura y ligeramente amarga que quizás en EEUU pueda pasar por café solo, pero en España, desde luego, no. Admito que sobre gustos no hay nada escrito, aunque me parecería mejor que también se tuvieran en cuenta los míos. Pero qué se le va a hacer, tomé café en otro sitio y así, además, lo pude acompañar de un pitillito.

Lamenté constatar, además, que han desaparecido de la carta platos apetecibles, sustanciosos y baratos, como el “payés”, los huevos fritos con chorizo, el “filete minuto” o el filete a la milanesa. Los han sustituído fantasías orientales o italianas, bajas en calorías y que, en la carta, aseguran tener sabores exóticos – aunque me cuesta, si juzgo por lo que yo comí, creer que tengan sabor de ninguna clase -. Están ustedes en su derecho de tratar de “educar” a su clientela para que no coma esas ordinarieces que yo echo de menos, pero tendrán que aceptar que algunos clientes ya mayorcitos nos neguemos a que nos eduquen y nos vayamos a otro sitio a comer nuestros huevos con chorizo.

3º.- Llegamos a eso de las dos de la tarde. El restaurante estaba bastante vacío, las mesas ocupadas no llegaban a la cuarta parte. (Por cierto, no llegó a llenarse en la hora y pico que pasamos en él. Recuerdo ese mismo restaurante hace unos años, lleno a rebosar y con cola en la puerta. ¿Se dan ustedes cuenta de que se están cargando lo que era un negocio floreciente? ¿Se han preguntado por qué muchos antiguos clientes los visitamos cada vez menos, o hemos dejado de hacerlo por completo?) Una señorita muy amable nos condujo a la mesa, nos dejó las cartas y desapareció. No volvimos a saber nada de ella, ni de nadie más, en el siguiente cuarto de hora. Se ocupó la mesa de al lado. Todos esperábamos, con expectación, que viniera un camarero a tomarnos nota. Pero ni a tomarnos nota, ni a ninguna otra cosa. Tardaron más de quince minutos en venir a preguntar qué deseábamos, y, naturalmente, preguntaron – y sirvieron – antes a la mesa de al lado, que había llegado tres o cuatro minutos después, que a la nuestra.
Peccata minuta.

Que un camarero tarde en tonarte nota molesta siempre, pero cuando le estás viendo correr como loco de mesa en mesa y tratar de servir todo lo deprisa posible a más gente de la que puede atender, lo disculpas y, todo lo más, desvías tu enfado hacia la dirección, por ahorrar en el servicio. No era este el caso. De vez en cuando pasaba algún camarero, sirviendo a los que habían llegado antes, y le hacíamos desesperadas señas, nosotros y la mesa de al lado. O las ignoraba mirando fijamente un punto del infinito - táctica que debe ser la primera en que adiestran ustedes a sus empleados, porque la aplican todos con maestría – o, si condescendía a advertirlas, nos indicaba cortésmente que no era él quien debía atendernos, sino “su compañera”. ¿Qué compañera? ¡Ah...! Otra, siempre otra. Quizás la que nos había acomodado, que se afanaba en el mostrador de una esquina distante, ocupándose de cuestiones sin duda mucho más importantes que atender a unos clientes que llevaban esperando más de diez minutos, con el restaurante semi vacío... Y que, naturalmente, no miró en nuestra dirección ni una sola vez, no fuera a ser que viéramos que nos había visto y que no tuviera entonces más remedio que acudir. Al final, quien nos atendió fue un tipo apresurado y displicente sin uniforme de camarero, con todo el aire de haber aprovechado que tenía que hacer por allí cosas verdaderamente importantes para, de paso, tomar nota de lo nuestro. Lo hizo mirando al infinito, pensando probablemente en sus graves y urgentes responsabilidades, interrumpidas por nuestra culpa.

Siempre me ha irritado que me atiendan mal en un restaurante, porque creo que el precio que pago no incluye solo la comida, sino también el servicio, y no entiendo por qué he de pagar lo mismo por un plato servido pronta y amablemente que por el mismo plato obtenido a base de bregar, hacer aspavientos y esperar crecientemente enfadado a que por fin se fije en mí un camarero agobiado. En este caso la espera, aunque injustificable, molesta y descortés, no fue excesivamente larga. Pero unida a todo lo demás, me temo mucho que bastará para que no vuelvan ustedes a contar con mi clientela en una larga temporada. Creanme que soy el primero en lamentarlo y reciban un cordial saludo.

Cuatro días después he recibido el siguiente correo electrónico:

Estimado Sr. Carrascon: En repuesta a su e-mail donde nos comenta los hechos ocurridos en nuestro establecimiento Vips del C. C. Sexta Avenida en Majadahonda (Madrid), en cuanto al motivo de su queja causa por la mala atención recibida, el servicio lento y la comida mal preparada, le pedimos sinceras disculpas por los inconvenientes que le haya podido ocasionar. En nuestra empresa formamos al personal para que realicen sus funciones de la mejor forma posible, buscando en todo momento la satisfacción del cliente. Lamentablemente en este caso no se sintieron bien atendidos. Por ello, se lo notificaremos al Director de operaciones para que se tomen las medidas necesarias, y evitar que este tipo de situaciones se repitan. Reciba un cordial saludo. Servicio de Atención al Cliente.

En el que, convendrán ustedes conmigo, se aprecia una clara intención de ser bien educados, pero muy poca alarma por mi disgusto y prácticamente ninguna disposición a reconocer que algo vaya mal y deba ser cambiado. Nótese, por ejemplo, que el problema no es que nos atendieran mal, sino que no nos sentimos bien atendidos. Cosas nuestras, muy respetables y que ellos lamentan, pero nuestras.

Pues nada, aquí se las cuento a ustedes, para que ya no sean solo nuestras.