miércoles, 28 de junio de 2006

De la difícil conversión de pesetas en duros

Un verano de principios de los setenta -tenía yo doce o trece años- pasaba unos días en Galicia y estaba una tarde mirando el escaparate de una tienda pontevedresa de artesanía típica donde se exhibían hórreos en miniatura, parejas de aldeanos gallegos tallados en madera y cosas por el estilo cuando se me acercó una pareja ya mayor, esta de carne y hueso, y, con un tremendo acento gallego y grandes dificultades para expresarse en castellano, la mujer me pidió que les dijera cuánto costaba una de las piezas expuestas, una talla de madera policromada, de buen tamaño, que representaba un hogar, con los útiles de cocina colgados alrededor. Pensando que la vista no les alcanzaba para leer la etiqueta con el precio, se lo leí. Sesenta pesetas. Pero su problema no era ese.

- Y eso ¿cuánto es en duros? – me preguntaron.

Eché la cuenta, les dije el resultado, consideraron gravemente mi respuesta, cuchicheando entre sí en gallego, y se les iluminó la cara: ellos lo habían comprado más barato en otro sitio, me comunicaron triunfalmente. Y se fueron tan contentos, cogidos del brazo.

El episodio me dejó ya entonces, a pesar de lo joven que era, extrañamente conmovido. Yo pensaba que las cosas que se vendían en esas tiendas eran para turistas y forasteros en general. Que unos aborígenes, de no muchos posibles, a juzgar por su aspecto, se hubieran gastado, tras echar sus cuentas, semejante dineral en un objeto inútil y meramente ornamental – y, a mi juicio, absolutamente horroroso – me produjo una especie de enternecimiento que ni entonces ni ahora sé explicar muy bien.

Sigue asaltándome la misma ternura cuando pienso en aquellos dos paisanines, incapaces de manejar con soltura el idioma y la moneda con que se entendía el resto de la gente, incapaces siquiera de calcular cuántos duros eran sesenta pesetas, pero apoyados, frente al mundo crecientemente complicado y hostil, cada uno en el brazo del otro y ambos en su vida común, quizá humilde pero evidentemente feliz, embellecida por el llar de madera pintada en cuya adquisición habían decidido un día emplear casi doce duros.

Dinero bien gastado.

martes, 13 de junio de 2006

SONETE (*)

¿Qué vas a hacer, si miras al país
y ves cómo camina para atrás;
si, cuanto más te fijas, está más
de irse a freir puñetas en un tris;

si el porvenir está peor que gris
- si ahora la buena es ETA, tú dirás... -
y los que, mientras, marcan el compás
son una panda de chisgarabís?

¿Qué vas a hacer: volverlo del revés?
¿Buscar follones cada tres por dos?
¿Meterte hasta las cejas en el pus?

Yo creo que es mejor salir por pies,
al desmadre local decir adiós
e irse a otros pagos, a jugar al mus.


(*) Un sonete es una composición poética que consta de catorce versos endecasílabos distribuidos en dos cuartetos y dos tercetos, pero tan mala que no alcanza la categoría de soneto.

Lo que no le impide tener razón, a veces.