jueves, 20 de diciembre de 2007

"Los Encartelados"

Franz Schubert - Trío en Mi bemol Mayor "Notturno" D. 897 (Op. 148)
Menahem Pressler (Piano), Daniel Guilet (Violín), Bernard Greenhouse (Cello)



A mis once o doce años – bueno, y antes también – tenía yo la santa costumbre, cuando me aburrían o se me acababan las lecturas previstas para mi edad, de llevar a cabo discretas incursiones de caza en los cuartos de mis hermanos mayores, a ver qué pillaba. Imagino que todos lo hemos hecho, el mundo se nos va ensanchando a base de estas cosas. (Por un medio muy parecido me enteré, a los siete años, de la verdad sobre los Reyes Magos. Me callé cuidadosamente el descubrimiento, fundamentalmente en honor a mi hermano pequeño y también con la esperanza de que, no haciéndolo público, la noche de Reyes conservara su magia, que en aquel momento vi tambalearse peligrosamente. Mi discreción fue premiada y aún hoy, cercano a la cincuentena, sigo disfrutándo esa noche casi con la misma maravillosa zozobra que entonces.)
Bueno, a lo que iba: en una de estas razzias literarias cayó en mis manos un librillo delgado y raro cuya lectura me duró muy poco, aunque no así sus efectos. Estaba publicado en París, traído de allí por algún amigo viajero de mi hermano, y el autor ocultaba su nombre por motivos obvios. Se llamaba “Los encartelados - Novela programa” y trataba de cómo un ciudadano de Trujiberia - trasunto evidente de la España tardo franquista, o sea, la de entonces mismo - salía un domingo a la calle con sendos carteles pegados en pecho y espalda en los que pedía, con letras bien gordas, que el Mariscalísimo Tranco, Jefe del Estado por la gracia de Dios, convocara elecciones libres para ser democráticamente sustituído en su puesto. Al peticionario lo detenían rápidamente, claro, pero su ejemplo cuajaba y en unos pocos meses la costumbre de correr los domingos por la mañana delante de la policía tranquista, con carteles pidiendo elecciones a la jefatura del Estado, arraigaba entre los trujibéricos. Se había puesto en marcha el movimiento de los encartelados, con tal pujanza que el libro acababa justo antes de un mensaje televisado de su Excelencia, en el que se dirigía a sus súbditos para comunicarles que... FIN.
La historia estaba contada desde el punto de vista de un estudiante universitario de clase media, que iba iniciándose en los misterios de la vida adulta, concienciación política incluída, al mismo tiempo que en toda Trujiberia, gracias a los encartelados, se dibujaba poco a poco la esperanza, frágil pero real, de acabar con el tranquismo por medios pacíficos. Una nota a modo de epílogo comunicaba la intención del autor de llevar a cabo el experimento en el Madrid real en fecha inminente. Nunca hasta hace muy poco tuve noticia de si lo hizo efectivamente, ni de qué pasó después, aunque es evidente que la optimista apuesta de la novela no se cumplió.
Era un libro ingenuo y simpático, escrito con buen humor y buena intención, y a pesar de su relativa ligereza - que me permitió digerirlo sin dificultad - sirvió para que en mi sesera preadolescente comenzaran a colocarse de un modo racional y útil los datos dispersos e intuitivos que hasta entonces tenía sobre política en general y sobre la de mi país en particular. Gracias a él, entre otras cosas, inicié el camino mental para encontrar mi propia opinión sobre el franquismo, la democracia y otros grandes conceptos políticos, cosa que para un doceañero de familia franquista de clase media madrileña y colegio de curas, a finales de los sesenta, no era tan fácil como ahora parece. No lo he vuelto a leer desde entonces, pero aún lo recuerdo, clara señal de que me impresionó.
* * * * *
Por el mismo tiempo o poco después mi hermana mayor, estudiante de Historia del Arte, manejaba asiduamente en sus estudios un útil instrumento llamado Historímetro. Por lo poco que recuerdo, era una especie cuadro sinóptico desplegable en el que venían colocados en líneas paralelas los principales acontecimientos de la historia de la Humanidad en las distintas civilizaciones, las distintas partes del mundo y los distintos campos de la cultura, de modo que de un solo vistazo podías colocarte en la cabeza qué pasaba en Rusia mientras en Francia mandaba Carlomagno, o en qué andábamos los españoles mientras Confucio difundía sus preceptos. Los entusiasmos de mi hermana, Dios la bendiga, son siempre expansivos y contagiosos, así que a sus hermanos pequeños, los que más a mano le quedábamos, nos fue imposible no enterarnos de que el historímetro aquel era un invento estupendo y utilísimo, y hasta llegamos a hacernos expertos en su manejo y consulta. La verdad es que estaba muy bien pensado, y sigue resultándome sorprendente que nadie hubiera ideado antes una cosa tan sencilla y tan eficaz, y que yo no haya vuelto a oir hablar de él. Quizás sigan usándolo los estudiantes de historia. Nunca me enteré de quién era su autor.
* * * * *
Y por fin, hace un par de años, es decir, treinta y muchos después de todo lo que he contado, un amigo común me presentó en El Escorial a José Luis, con el que enseguida hice buenas migas. La conversación rodó por un montón de temas y acabó recalando en un libro muy gordo que José Luis llevaba debajo del brazo. Se llamaba "Repertorio de caminos de la Hispania Romana", y tanto el título como su aspecto en general resultaban poco invitadores a la lectura para un profano como yo. Sin embargo José Luis me aseguró que, al contrario de lo que pudiera parecer, se trataba de un libro interesantísimo y francamente ameno. Como al final de nuestra larga conversación tuvo la amabilidad de regalarme aquel ejemplar, puedo atestiguar de primera mano que decía la verdad. Aunque nunca antes de empezar a leerlo me habían interesado ni tanto así las vías romanas de la Península, me enganchó desde la primera línea, como suele suceder cuando se lee lo que alguien inteligente ha escrito sobre un tema que conoce profundamente y que le apasiona. Se lo recomiendo a ustedes vivamente, creo que pueden comprarlo aquí.
José Luis me aseguró que el autor, Gonzalo Arias, al que conocía personalmente, era aún más interesante que su libro, con serlo este mucho. "Es un tío - me contó, después de algunas anécdotas - que a finales de los sesenta, en pleno franquismo, salió a la calle un buen día con unos carteles pidiendo elecciones democráticas..." Un remoto recuerdo despertó entonces en mi cabeza y, bastante atónito, no pude evitar interrumpirle: "¡No me digas que me estás hablando del autor de Los Encartelados!" "¡No me digas que lo has leído!" - me respondió él, más atónito todavía.
Pues sí señor, lo había leído y mi asombro al comprobar que su autor era un ser de carne y hueso, que habitaba el mismo mundo real que yo, no habría sido mayor si José Luis me hubiera comentado que un amigo suyo, muy aficionado a la lectura y que vivía retirado en un pueblo manchego, había decidido un día salir por los caminos a deshacer entuertos y a buscar aventuras como las de sus libros...
Y fue así como, casi cuarenta años después de haber leído aquel librito que tanto me impresionó y me ayudó a pensar, vine a enterarme de quién era su autor y de cómo, efectivamente, había puesto en práctica personalmente el comienzo del argumento, lo que le valió, según supe luego, una condena penal.

Me enteré, primero a través de José Luis y luego investigando en Internet, de muchas más cosas: en primer lugar - nuevo choque - de que Arias era, además, el autor de aquel Historímetro tan útil y bien pensado del que mi hermana decía maravillas. De que su contribución a aclarar y completar los itinerarios de las vías romanas en Hispania, y, con ellos, la ubicación exacta de muchas ciudades romanas mal localizadas o sin localizar, era sustancial y constituía uno de las primeros y más autorizados libros de consulta sobre la materia. De que el boletín "El Miliario Extravagante", que durante muchos años y hasta ahora mismo impulsó, dirigió y nutrió de contenido, primero desde Francia y luego, ya en democracia, desde España, se había convertido, a pesar del rechazo inicial de las instancias académicas, en una publicación prestigiosa y de consulta obligada para historiadores y arqueólogos. Y de que, al tiempo que todo este trabajo intelectual, había realizado una tarea muy importante de activismo y divulgación de la no violencia activa, primero contra el franquismo, luego contra el post franquismo más bárbaro y luego - también hasta ahora mismo, a sus ochenta y tantos años - contra distintas cuestiones, no menos importantes por pasar casi desapercibidas, como el hostigamiento español a los "llanitos" gibraltareños.

En fin, mucho mejor que yo se lo explica la propia página de Gonzalo Arias. Mi intención era solo contarles a ustedes de la existencia de este español admirable, verdadero ejemplo, para mí, de lo que podrían ser la actividad política y la participación ciudadana honradas, eficaces y compatibles con un trabajo profesional serio y útil; y de los extraños modos por los que yo mismo he llegado a tener noticias suyas.

lunes, 17 de diciembre de 2007

FELIZ NAVIDAD

IMPUDICIA FAMILIAR NAVIDEÑA


Cuatro villancicos - Familia Carrascón, 1972


Me he permitido felicitarles a ustedes la Navidad con un documento histórico. Lo que suena cuando se aprieta el triangulito negro es una grabación doméstica de cuatro villancicos cantados por mi familia, hecha en cassette en la Navidad de 1972. Advertidos quedan, nada más fácil que no apretarlo. Quienes de ustedes tengan, a pesar de esta advertencia, la paciencia de escucharla tendrán que disculpar la pésima calidad del sonido - me refiero a la parte atribuíble al aparato, qué decir de la achacable a los intérpretes - las interrupciones y los abruptos principios y finales. Ni mi familia ni la tecnología a su alcance dábamos más de sí en 1972, y los treinta y cinco años transcurridos desde entonces no han contribuído a mejorar el resultado.

Siguiendo con las excusas, haré constar que la grabación fué del todo improvisada y espontánea, decidida sobre la marcha una mañana de vacaciones en que dió la casualidad de que todos estábamos en casa y no teníamos nada mejor que hacer. Los tres más jóvenes - Josefina, Guillermo y yo - teníamos bastante costumbre de cantar juntos - largas horas de viaje en el 600 - y algún repertorio común. Ricardo siempre ha acompañado a la guitarra todo lo que le echen, pero fué una incorporación ocasional, como las de Luis y mi padre. A este último no creo haberle oído cantar en muchas más ocasiones que esta. Es un milagro que haya quedado grabada.

En el primero de los villancicos, "Les violes grinyolen", se puede apreciar en primer lugar la hermosa voz de contralto de mi hermana Josefina. Hoy sigue empleándola con gran éxito en coros de mucho prestigio. La sigue el bajo, mi hermano Luis, el primogénito y, a continuación, Guillermo, el benjamín. Luego entra mi padre, ligeramente retrasado, aunque enseguida recupera el ritmo; y remata con "la trompeta" quien esto escribe, un servidor de ustedes. Vaya vocecita de crío tenía a mis catorce años. Acompaña a la guitarra el segundo mayor, Ricardo, que siempre fue más dado a los alardes instrumentales que a los vocales. De la algarabía que se produce cuando ya estamos todos cantando al tiempo no les digo nada, escúchenla ustedes mismos, si se atreven. Creo que es a eso a lo que se llama armonía familiar.

El segundo, "Aurtxo polita", nos permite disfrutar de las voces solistas de Josefina y Guillermo cantando en un excelente vascuence. Yo hago un oportuno "Aaaa" un poco más abajo y Luis nos refuerza más abajo todavía con lo que buenamente se le va ocurriendo, que le queda muy bien. Ricardo sigue dándole a la guitarra.

(Habrán notado ustedes, por cierto, nuestra sensibilidad, absolutamente precursora, hacia las distintas lenguas del Estado. Madrileños sí éramos, pero no se nos podía acusar de centralistas; más bien un auténtico rompeolas de las Españas. Por lo menos sonábamos bastante parecido a uno. Con muchas olas).

Sobre el tercero, "Camiñaba a Virxe", bien podríamos correr un piadoso velo, pero a estas alturas del strip tease no nos van a sobrevenir los pudores. Luis, Ricardo y mi padre dejan abandonados a su suerte a los tres hermanos menores, que hacemos lo que podemos. Castellanizamos de mala manera la letra gallega - se nos debió acabar la vena preautonómica - y mantenemos el tipo con más brío que brillo por los complicados caminos de Egipto para Belén. Se aprecia la buena voluntad. (Voz cantante: Guillermo y yo. "Bom bom bom": Josefina).

Y con el cuarto, "Pastorcico non te aduermas" (Anónimo, s. XVI), nos resarcimos un poco los mismos tres. Permítanme señalarles la notable afinación de la voz de soprano - Guillermo, doce añitos - y la meritoria seguridad con que los tres encajamos nada menos que tres voces distintas, cada una con sus entradas, en una hermosa demostración contrapuntística. Que no es porque yo lo diga.

En fin, ya ven ustedes qué cosas guardo por los cajones, y lo que disfruto con ellas. Muchas gracias por acompañarme en esta regresión a mi adolescencia más insortable, y feliz Navidad a todos.

martes, 11 de diciembre de 2007

A propósito de la Navidad


We wish you a Merry Christmas - Columbus Boychoir

Todas las Navidades, año tras año, constato un estado de opinión bastante contradictorio entre mis amigos y conocidos creyentes. (Otro día hablaremos de esta palabra tan útil, "creyente") Por un lado, encontramos muy normal - como ven ustedes me incluyo: soy creyente y me considero un buen amigo mío - que media humanidad, calendarios oficiales incluídos, haya hecho suyas a todos los efectos unas celebraciones específicamente cristianas. Nos parece de perlas que Navidad y Reyes sean días no laborables y que los niños tengan vacaciones escolares, y no tenemos nada que objetar a que se engalane el dominio público municipal, las radios transmitan villancicos, los servicios de Correos se colapsen con las felicitaciones y el mundo, en general, se transforme durante mes y pico en un parque temático de la buena voluntad de escaparate y la ternura de peluche vestidas de invierno, del que solo los muy forofos y los menores de doce años no acaban un poco hartos. Y no solo no nos extraña que esto pase en nuestros paises de tradición cristiana - a pesar de que son estados aconfesionales con un gran porcentaje de población agnóstica o adepta de otras religiones - sino que ni siquiera nos sorprende enterarnos de que lo mismo ocurre en Japón o en Israel, donde los cristianos son y siempre han sido una pequeña minoría. La Navidad se ha convertido en una fiesta universal, al menos del mundo occidental, y los creyentes hemos aceptado esto como un fenómeno natural y obligado. No faltaría entre nosotros quien se molestara si dejara de ser así.

Pero al mismo tiempo queremos reservarnos el derecho de ponernos melindrosos en cuanto a la forma exacta en que el resto del mundo celebra "nuestras" fiestas. "Los abetos son un símbolo pagano", "Papá Noel no fué a adorar al Niño Jesús", "Las iluminaciones de las calles no tienen contenido religioso", "Un Concejal de IU dice que es la Fiesta del Solsticio de Invierno", "En un Colegio Público han puesto un Belén sin Niño, ni Virgen, ni San José, ni Portal"... Comentamos estas cosas francamente escandalizados y molestos, como si con ellas estuvieran quitándonos algo que se nos debiera, o faltándonos al respeto.

Salvando las distancias, es un comportamiento que me recuerda mucho al de los famosos de la telebasura cuando, tras forrarse con la venta de exclusivas sobre su vida privada, gimotean contra los periodistas del corazón y reclaman respeto para su intimidad.

El razonamiento es muy sencillo: si queremos que todo el mundo celebre la Navidad, tendremos que resignarnos a que deje de ser una fiesta religiosa, porque en su gran mayoría ese "todo el mundo" ya no tiene ni desea la menor relación con nuestra religión. Mientras que si lo que queremos es preservar su carácter de celebración religiosa, tendríamos no sólo que aceptar, sino que fomentar activamente que dejara de ser una vaga celebración universal de las buenas intenciones teóricas y del más desenfrenado consumo práctico, y se redujera al ámbito privado y personal, sin vacaciones, sin cenas de empresa y sin iluminaciones municipales.

Pretender las dos cosas a la vez no es ni realista, ni siquiera justo. No es defendible ni desde el punto de vista laico, ni desde el creyente. Y nos deja en un antipático papel de plañideras, o de reina madre desplazada, al que tengo la creciente impresión de que los cristianos estamos aficionándonos con preocupante entusiasmo, en esta cuestión y en otras mucho más importantes.

martes, 4 de diciembre de 2007

Memoria histórica


Salvador Bacarisse - Concertino Op. 72 - Allegro - (Guitarra: N. Yepes)

En 1936 mi tío Luis, hermano de mi madre, dos años mayor que ella, tenía 19 años. No militaba en ningún partido, no tenía la menor actividad política, aunque la familia era conocida en el barrio - no eran tampoco un caso raro, en la calle Castelló, de Madrid - por ser de derechas. Sin un duro, pero de derechas, o sea, “gente de orden”, que iba a misa, usaba corbata y sombrero y a la que la recién llegada República asustaba con tanta iglesia quemada y tanta algarada callejera. ( “Yo a los que no entiendo es a estos que no tienen dinero y van a misa” - oyeron que comentaba una vecina a otra, un Domingo, al ver pasar a mi madre y mi abuela con su misal y su velo. “Con esto, con esto es con lo que hay que acabar” - respondió, sesuda, la interlocutora.) No sé en que fecha, poco después del 18 de Julio, dos milicianos fueron a buscar a mi tío a casa. Meses antes, en una huelga de tranviarios, se había apuntado como voluntario para conducir un tranvía, que le hacía mucha ilusión. Nunca le llamaron y no llegó a conducirlo, pero su nombre quedó en alguna lista y no hizo falta más para que se lo llevaran. No volvieron nunca a saber de él, oficialmente. Extraoficialmente algún alma caritativa les hizo saber, meses después, que había visto su nombre en una relación de “paseados”. Nadie sabe en la familia dónde está enterrado, si lo está. A su hermana pequeña, que lo adoraba, se le retiró la regla ese mismo día. Durante tres años. Le volvió el mismo día en que las tropas de Franco entraron en Madrid. Durante años y años, hasta ser yo lo bastante mayor como para que pudiera hablarme de ello, soñó periódicamente que su hermano Luis entraba por las puertas de casa gritando alegremente: “¡Soy yo! ¡No me han matado!”. Cuarenta años después aún se le quebraba la voz y se le humedecían los ojos al hablar de ello, las raras veces en que consentía en hacerlo para, rápidamente, cambiar de tema y volver a enfrentar la vida con la alegría, la energía y la generosidad con que lo hizo hasta su muerte.

En 1936 mi abuelo Francisco Carrascón, padre de mi padre, cuyo nombre llevo, era un viudo de sesenta años. Muy beato - seminarista rebotado, organista de tres iglesias madrileñas y compositor de música sacra - y, me imagino, bastante monárquico por la cuenta que le tenía - era profesor de música de los hijos de una Infanta - no sé de él que tuviera otras ideas políticas, cuestión en la que jamás entró ni para bueno ni para malo. Pero alguna amenaza para la República debía representar el buen señor, porque tras el golpe de Julio fue detenido y encarcelado, creo que en la Modelo de Madrid. No sé qué tal soportaría el encierro, pero no lo soportó por mucho tiempo. En una de las “sacas” de presos con que, justicieramente, respondían algunos milicianos a los bombardeos franquistas, se lo llevaron y lo fusilaron. Nunca hemos sabido dónde fue enterrado. Sus dos hijos, funcionarios recién ingresados ambos, también sin militancia ni actividad política conocida, tuvieron el tiempo justo tras la detención de su padre para refugiarse en la Embajada de Chile, donde se pasaron los tres años de guerra jugando al mah jong y tallando piezas de ajedrez, actividades no muy apasionantes pero siempre preferibles a seguir la suerte de su padre.

Estas historias las he sabido ya muy mayor, sin apenas detalle, contadas a regañadientes por mis padres. Jamás nos hablaron de la muerte de mi tío ni de mi abuelo, ninguno de los dos, las poquísimas veces que lo hicieron, más que como de un dato remoto y lamentable de un mundo felizmente desaparecido, al que más valía no volver ni con el pensamiento. Los dos, cada uno por su lado - se conocieron tras la guerra - habían renunciado en su momento a averiguar la menor circunstancia de las que rodearon la muerte de sus familiares. Nunca nos dijeron a ninguno de sus hijos, ni creo que lo supieran, ni siquiera la agrupación política a que pertenecían los milicianos de ninguno de los dos casos. A mi abuela materna, tras la guerra, un sobrino policía vino a ofrecerle investigar quiénes habían sido los directos responsables de la muerte de su hijo. Ella se negó en redondo a que lo hicieran diciendo que lo único que deseaba era que Dios los perdonara como lo hacía ella, fueran quienes fueran. Y ahí quedó todo.

Mi madre conservó toda la vida un fervor incondicional por Franco, perfectamente compatible - era una paradójica de mi cuerda, como les contaba hace días - con su antimilitarismo visceral, y con su tácita admisión, solo confesada bajo intensa presión, de que se trataba de un generalote cazurro y sanguinario. Mi padre, más frío y más intelectual, evolucionó antes que ella hacia posiciones teóricas moderadamente democráticas y moderadamente antifranquistas. Recuerdo oirle comentar socarronamente, mientras contemplaba los floridos parterres de El Pardo, lo sorprendente de que Franco permitiera que crecieran pensamientos junto a las mismas tapias de su palacio, agudeza que mi madre escuchaba con cierta reprobación y mi hermano pequeño y yo, que ya empezábamos a tener edad para apreciar las alusiones políticas, con sorprendido regocijo.

Mis hermanos y yo crecimos, comenzamos a tener una mirada propia sobre el mundo en general y sobre España en particular, comenzamos a pensar por nuestra cuenta. Unos antes y otros después, unos más y otros menos, todos fuimos haciéndonos naturalmente antifranquistas y naturalmente izquierdosos. En casa se hablaba y se discutía sobre todos los temas, con rigor intelectual, con libertad y con acaloramiento; naturalmente, también sobre política. Nuestros padres, particularmente mi madre, que era la más vehemente y extrovertida, contestaban nuestros argumentos con sus argumentos, nuestras razones con las suyas. Jamás se puso en duda nuestro derecho a tener opiniones, jamás se zanjó una discusión apelando a la autoridad o a la disciplina. Jamás se perdió el respeto al contrario, ni el cariño y el mutuo aprecio dejaron de presidir ni el más apasionado de los enfrentamientos. Y nunca, ni una sola vez, asomaron los muertos a la disputa. Por enconada que fuera la discusión, a ninguno de nuestros padres - ni a nosotros; es ahora cuando me doy cuenta de ello por primera vez - se les ocurrió jamás que el recuerdo de los asesinados, ni el dolor por su muerte, tuviera nada que ver con lo que se estaba debatiendo, ni fuera un argumento ni una referencia esgrimible cuando de lo que se hablaba era de ideas.

Ambos aceptaron la transición a la democracia con naturalidad. De mi madre me consta, de mi padre, a quien dejé de ver por entonces por motivos que no hacen al caso, lo sé por referencias. Mi madre, de derechas de toda la vida y franquista por adhesión personal inquebrantable, votó a quien le pareciera y convivió alegremente con sus hijos, votantes del PSOE y de cosas aún peores a sus ojos. Jamás perdió el respeto por nuestra independencia personal, ni dejó de celebrar y fomentar que pensáramos por nuestra cuenta, ni perdió el cariño ni la paciencia frente a nuestras impertinencias de adolescentes idealistas. La recuerdo la noche del 28 de Octubre de 1982, despidiéndonos alegremente cuando nos íbamos a la calle, a celebrar la victoria del PSOE, por evitar la cual probablemente llevaba rezando las últimas semanas.

Me viene a la cabeza todo esto, inevitablemente, cuando oigo hablar de la recuperación de la memoria histórica. Y es un motivo más para agradecer y añorar a mis padres que, como tantos españoles de su generación, sobrevivivieron a cuarenta años de dictadura franquista, tras haber sobrellevado otros cinco de república para ellos no menos agresiva, hostil y totalitaria, conservando y transmitiéndonos, a pesar de todos sus pesares, la decencia elemental, el respeto a sí mismos y al prójimo, el amor a la verdad, la tolerancia y la alegría de vivir. No deseo a nadie mejor memoria histórica que esa.

miércoles, 21 de noviembre de 2007

Brassens de nuevo

Decía De Quincey que, si empiezas por permitirte un asesinato, comienzas a despeñarte por una inevitable pendiente de vicios que te acaba conduciendo a faltar a la buena educación y a dejar las cosas para el día siguiente. Yo inicié un deterioro similar el día que me permití publicar aquí una de mis traducciones de Brassens y, se veía venir, ha llegado el momento en que no puedo resistirme más a mis bajos instintos. Una vez que el tigre prueba la carne humana, no hay vuelta atrás. Voy a asestarles a ustedes otra de mis versiones.

No protesten, otros enseñan las fotos de sus hijos o de su viaje a Tailandia. Cada cual tiene sus debilidades.

Esta era particularmente complicada, porque tenía los versos muy cortos. Miren, por favor, qué bonita me quedó:

TÍO PASCUAL

Sí, Tío Pascual,
obró usted mal
- las cosas, como son -
al enredar
y encizañar
la boda de Asunción.
Estuvo ustez
basto y soez,
y debo confesar
que nos dejó,
gústele o no,
mucho que desear.

Cuando Asunción,
con devoción,
llena de tierno amor,
se disponí-
a a dar el “sí”
ante el Altar Mayor,
¿qué idea se
le vino a usté
para ir y así, sin más,
darle un pelliz-
co a la infeliz
en la parte de atrás?

Agresión tal,
es natural,
provocó su furor.
Se volvió y ¡zas!,
pegó al de atrás,
un pobre coadjutor.
Pero en lugar
de contestar,
“¡Mecachis!” – exclamó.
Y el cura di-
jo: “¡No es así!
¡Responda sí o no!”

Cuando Asunción,
con emoción,
toda dulce y gentil,
ponía bien
sus datos en
el Registro Civil,
¿no tuvo ustez,
Pascual, pardiez,
otra idea mejor
que la vulgar
de pellizcar
su parte posterior?

Tan torpe acción,
es de cajón,
irritó a la mujer.
Se volvió, pues,
y dio un revés
a un inocente ujier.
Y respondien-
do al parabién
que le ofrecía el Juez,
se oyó su voz,
bronca y feroz,
gritar: “¡Me cago en diez!”

Por mucho que
su culo esté
gordo como un tonel,
eso no da
derechos a
dar pellizcos en él.
Así que ustez,
para otra vez
que se case Asunción,
no cuente con
la invitación.
Las cosas, como son.
TONTON NESTOR

Tonton Nestor,
Vous eûtes tort,
Je vous le dis tout net.
Vous avez mis
La zizanie
Aux noces de Jeannette.
Je vous l'avoue,
Tonton, vous vous
Comportâtes comme un
Mufle achevé,
Rustre fieffé,
Un homme du commun.

Quand la fiancée,
Les yeux baissés,
Des larmes pleins les cils,
S'apprêtait à
Dire "oui da !"
À l'officier civil,
Qu'est-c' qui vous prit,
Vieux malappris,
D'aller, sans retenue,
Faire un pinçon
Cruel en son
Éminence charnue ?

Se retournant
Incontinent,
Ell' souffleta, flic-flac !
L' garçon d'honneur
Qui, par bonheur,
Avait un' tête à claque,
1Mais au lieu du
"Oui" attendu,
Ell' s'écria : "Maman"
Et l' mair' lui dit :
"Non, mon petit,
Ce n'est pas le moment."

Quand la fiancée,
Les yeux baissés,
D'une voix solennelle
S'apprêtait à
Dire "oui da !"
Par-devant l'Éternel,
Voilà, méchef,
Que, derechef,
Vous osâtes porter
Votre fichue
Patte crochue
Sur sa rotondité.

Se retournant
Incontinent,
Elle moucha le nez
D'un enfant d'choeur
Qui, par bonheur,
Était enchifrené,
Mais au lieu du
"Oui" attendu,
De sa pauvre voix lasse,
Au tonsuré
Désemparé,
Elle a dit "merde", hélas !

Quoiqu'elle usât,
Qu'elle abusât
Du droit d'être fessue,
En la pinçant,
Mauvais plaisant,
Vous nous avez déçus.
Aussi, ma foi,
La prochain' fois
Qu'on mariera Jeannette,
On s' pass'ra d'vous,
Tonton, je vous,
Je vous le dit tout net.

sábado, 17 de noviembre de 2007

Mi particular homenaje a Brassens

Hoy hace exactamente veintiseis años y diecinueve días que murió Georges Brassens. Se cumplen también sesenta años y siete días más – los que vivió – desde la fecha en que nació, el día 22 de Octubre de 1921. Unos aniversarios tan redondos me parecen ocasión tan buena como cualquier otra para dedicar mi particular homenaje a este poeta y cantante francés, a mi juicio el más significativo de los chansonniers (sin por eso quitar ningún mérito a Chévalier, Trénet, Moustaky, Brel, Ferré y Le Forestier, entre otros, todos ellos muy santos de mi devoción). Pero a Brassens yo le debo innumerables horas de placer, buena parte de mi conocimiento de la lengua francesa y más de una buena amistad nacida y consolidada en torno al común disfrute de sus canciones. Y le debo sobre todo un matiz muy importante en mi propia visión del mundo que, sin el sedimento que desde mis dieciocho años, en que supe de él por primera vez , fueron dejando en mí sus letras anarquistas, escépticas, cachondas, tiernas y algo brutales, y sus melodías sencillas y profundamente francesas, sería sin duda un poco más rígida, un poco más aburrida y un poco menos humana.

No tengo ni idea de cuánto es de fácil en este momento encontrar en las tiendas discos de Brassens. Tengo la impresión de que está bastante pasado de moda, o más bien por encima de ella, pero como en realidad lo ignoro todo – con gran tranquilidad de espíritu – sobre lo que está de moda en cuestión de música, no sé si aún hay o no alguien que siga oyéndolo. Yo sí, desde luego, con frecuencia y con placer, y hasta cantándolo cuando estoy razonablemente seguro de no ser oído por orejas extrañas.

Deben de ser pocos los amantes de Brassens que han resistido la tentación de traducir alguna de sus canciones. Personalmente creo que nadie lo ha hecho mejor, en español, que Javier Krahe. "Marieta" y "La tormenta" me parecen dos modelos insuperables e insuperados de cómo traducir una canción, consiguiendo en el propio idioma algo equivalente al original en el fondo y en la forma y que, además, encaja en la misma melodía y puede ser cantado sin que chirríe, como, a mi juicio y con todos mis respetos, chirrían las traducciones brassenianas que he escuchado a Paco Ibáñez y a algún otro, menos cargados de acierto que de entusiasmo y buena intención.

Tampoco yo resistí la tentación y el ejemplo de Krahe, lejos de desalentarme, me animó a hacer mis propios pinitos. Hace años ya que me puse a ello y logré acabar mis propias versiones de cinco canciones de Brassens, de las que debo confesar que me siento muy orgulloso. Tanto que les cuelgo aquí una de ellas, acompañada de la versión original, para que puedan irme bajando los humos.

Escuchen "Le nombril des femmes des agents de police" cantada en francés por Brassens y vean luego - o mientras, como prefieran,- qué letra tan apropiada le puse yo en español.


EL OMBLIGO

Verle el ombligo a la mujer
de un poli, no es una conquista
que proporcione un gran placer
ni requiera ser un artista.
Un hombre conocía yo
que, a pesar de ello, padecía
porque nunca el ombligo vio
de la mujer de un policía.

“Soy viejo ya” – solía decir –
“y en todos estos largos años
he visto ombligos a elegir,
de todas clases y tamaños.
Muchos ombligos disfruté
de mujeres de gran valía,
pero ninguno de ellos fue
de la mujer de un policía.”

“Mi padre vio el de la mujer
de un guardia civil, e, inclusive,
llegó el ombligo a conocer
de la mujer de un detective.
Mi hermano el de la novia vio
de un Jefe de Comisaría
¡y ni siquiera he visto, yo,
el de la mujer de un policía!”

Tan tristes quejas escuchó
la digna esposa de un madero,
que, generosa, resolvió:
“Tu pena consolarte quiero.
No es justo que te quedes sin
hallar remedio en tu agonía.
¡Te mostraré el ombligo, al fin,
de la mujer de un policía!”

“¡Gracias a Dios por tu bondad!”
-clamó el buen viejo, agradecido.-
“¡El Cielo atiende mi ansiedad!
¡Mi sueño al fin será cumplido!”
Y se aplicó con prontituz
a investigar la anatomía
y el ombligo sacar a luz
de la mujer del policía.

Mas cuando al fin la conclusión
iba a alcanzar de sus afanes,
la mucha edad y la emoción
dieron al traste con sus planes.
Ante el abdomen redentor
lo fulminó una apoplejía.
Nunca el ombligo vio, ¡ay, dolor!,
de la mujer de un policía.
LE NOMBRIL

Voir le nombril d'la femm' d'un flic
N'est certain'ment pas un spectacle
Qui, du point d'vue de l'esthétiqu'
Puiss' vous élever au pinacle
Il y eut pourtant, dans l'vieux Paris
Un honnête homme sans malice
Brûlant d'contempler le nombril
D'la femm' d'un agent de police

"Je me fais vieux, gémissait-il
Et, durant le cours de ma vie
J'ai vu bon nombre de nombrils
De toutes les catégories
Nombrils d'femm's de croqu'-morts, nombrils
D'femm's de bougnats, d'femm's de jocrisses
Mais je n'ai jamais vu celui
D'la femm' d'un agent de police"

"Mon père a vu, comm' je vous vois
Des nombrils de femm's de gendarmes
Mon frère a goûté plus d'une fois
D'ceux des femm's d'inspecteurs les charmes
Mon fils vit le nombril d'la souris
D'un ministre de la Justice
Et moi, j'n'ai même pas vu l'nombril
D'la femm' d'un agent de police"

Ainsi gémissait en public
Cet honnête homme vénérable
Quand la légitime d'un flic
Tendant son nombril secourable
Lui dit: "Je m'en vais mettre fin
A votre pénible supplice
Vous fair' voir le nombril enfin
D'la femm' d'un agent de police"

"Alleluia ! fit le bon vieux
De mes tourments voici la trêve !
Grâces soient rendues au Bon Dieu
Je vais réaliser mon rêve !"
Il s'engagea, tout attendri
Sous les jupons d'sa bienfaitrice
Braquer ses yeux sur le nombril
D'la femm' d'un agent de police

Mais, hélas ! il était rompu
Par les effets de sa hantise
Et comme il atteignait le but
De cinquante ans de convoitise
La mort, la mort, la mort le prit
Sur l'abdomen de sa complice
Il n'a jamais vu le nombril
D'la femm' d'un agent de police

miércoles, 14 de noviembre de 2007

Me modernizo

Soy torpe, pero constante; y parece que tengo una cierta intuición, y mucha suerte. Gracias a todo lo cual, he conseguido, contra todo pronóstico, mío al menos, añadir en mis entradas un cacharrito que permite escuchar música. Iré poniendo la que más me apetezca en mis entradas antiguas, a ratos perdidos. De momento, la inmediatamente anterior está amenizada por una cueca de Los Chalchaleros, que permite hacerse una idea de por qué me gusta tanto todo lo argentino. Ustedes la disfruten.

(Ahora que caigo, las cuecas son chilenas, y "Changuito lustrador", inequívocamente, una cueca. Pero, desde luego, tanto los chalchas como la palabra "chango" son, igual de inequívocamente, argentinos, y el Santiago de que habla tiene más pinta de ser Santiago del Estero, en Argentina, que Santiago de Chile. Investigaremos.)

lunes, 12 de noviembre de 2007

Realmente paradójico

"Libre te quiero" - Amancio Prada, A. García Calvo


Por qué nunca consigo ser de los míos.

No es un secreto, ni la monarquía como institución teórica ni la concretamente existente en España, titular a la cabeza, me inspiran grandes simpatías, sino todo lo contrario. No tengo la menor intención ni deseo de llegar a ser nunca jefe del Estado, pero me ofende intelectualmente que se me prive de la posibilidad de serlo. Y lo mismo que con eso, que es el meollo del asunto, me pasa con el resto de las características del invento. Me parece indefendible que solo un ciudadano goce, por derechos de nacimiento, de un montón de circunstancias que, en la práctica, la verdad es que no deseo en absoluto para mí ni para ningún ciudadano normal. (Por el sencillo motivo de que, directamente, no puedo considerar normal a ningún ciudadano que desee para sí tales cosas.)

O eso me había pasado hasta anteayer, en que por primera vez el titular de la corona ejerció una de sus prerrogativas - una, por cierto, que yo no sabía que tenía, pero si la ejerció y no pasó nada debe de ser que sí, que la tenía - que le envidié profundamente: la de ser maleducado, contundentemente maleducado, con un sujeto que lleva años pidiendo a voces que alguien sea contundentemente maleducado con él.

La intervención del rey Juan Carlos en la Cumbre Iberoamericana fue para mí inaugural en varios aspectos: como ya he dicho, fue la primera vez que envidio al rey algo que hace por ser rey y que yo, por no serlo, no podré hacer nunca. Fue también la primera vez en que Juan Carlos hace algo que despierte en mí cierta simpatía personal; nunca hasta ahora me había encontrado ni el menor vestigio de ese juancarlismo que se supone que profesamos mayoritariamente los españoles, y lo que en general se celebra como sus rasgos de bonhomía a mí, o me dejaba frío, o me molestaba positivamente. Y fue, además, la primera vez en que he tenido motivos para pensar que el rey se implica personalmente en el cumplimiento de sus funciones. Lo siento, pero siempre he tenido la impresión de que lo que hace como rey le importa más bien poco, y de que mientras lee discursos o estrecha manos tiene la cabeza puesta en sus pistas de esquí, su yate o sus otras regias ocupaciones que siento no recordar en este momento. Constatar que se estaba enterando de lo que allí se hablaba hasta el punto de no reprimirse e intervenir de forma tan adecuada en cuanto al fondo como improcedente en cuanto a la forma ha sido para mí, lo confieso, una sorpresa. No es que me vaya a hacer juancarlista de repente, y desde luego mis enormes objeciones, tanto a la institución como a quien la encarna, siguen en pie; pero como lo valiente no quita lo cortés, dejo constancia de una pequeña, parcial e intrascendente, pero sorprendente, caída de mi particular caballo republicano.

En cambio en otros aspectos la actuación de Juan Carlos no solo no tuvo nada de inaugural para mí, sino que vino a confirmar una especie de rutina establecida en mis relaciones con la cosa pública. No sé cómo enunciarla, pero sé que existe y la reconozco en cuanto se me presenta, lo que sucede con bastante frecuencia.

Más o menos es así: cada vez que algo me parece bien, resulta ser una excepción, una cosa irregular e imprevista, que va contra las reglas establecidas y contra el orden que en pura lógica debería desprenderse de mis propias convicciones. Este caso, por ejemplo: para que el rey tenga una intervención pública que merezca mi aplauso ha tenido que faltar a todas las normas conocidas no solo de la diplomacia, sino de la mera buena educación, y comportarse de un modo que yo no puedo defender como correcto, por ejemplo, ante mi hijo de nueve años. Y no solo eso: para que alguien haya podido pararle los pies en público a ese matón impresentable, cosa que encuentro bien deseable, ese alguien ha tenido que estar investido de unas prerrogativas y gozar de una situación personal de las que, teóricamente, no deseo que esté investido ni goce nadie. Solo un rey podía mandar callar a Chávez, y para hacerlo ha tenido que faltar a los buenos modales; y yo, que no deseo que haya reyes ni que se falte a los buenos modales, estoy encantado de que le haya mandado callar. ¿Qué hago ahora, me cuentan?

Claro que, como digo, es una situación en la que me encuentro con frecuencia desde hace tiempo. Les pongo otros ejemplos: detesto cordialmente al gobierno del señor Rodríguez Zapatero y juzgo que su gestión, en líneas generales, es la más dañina, estúpida e indefendible que ha padecido este país en los últimos treinta años. Eso, por un lado. Y por otro soy católico convencido, miembro activo de la Iglesia. La Iglesia española y el gobierno del señor Zapatero están bastante enfrentados sobre numerosos y diferentes asuntos. Y, sistemáticamente, en cada uno de estos enfrentamientos concretos, me encuentro mucho más de acuerdo con la postura del gobierno que me repugna que con la de la Iglesia a la que pertenezco. Me parece estupendo que, por fin, se haya regulado el matrimonio entre homosexuales, y no logro entender en qué afecta esta regulación a mis creencias ni a las de la Iglesia, ni qué tiene ella que opinar sobre una legislación civil a la que hasta ahora ha ignorado hasta el punto de casar por la iglesia a una notoria divorciada, Leticia Ortiz , alegando que a la Iglesia los matrimonios civiles, disueltos o no, le traen al fresco. Me parece estupendo que la Religión haya dejado de ser una asignatura obligatoria, y tampoco entiendo que nadie pretenda que lo sea, menos aún en nombre de la fe, que es una cuestión personal e invaluable, académicamente hablando. Pero lo que menos entiendo de todo es que quienes hasta ayer pretendían que sus particulares creencias tuvieran rango de asignatura aprobable o suspendible, se rasguen ahora las vestiduras y monten la marimorena porque el gobierno establezca una asignatura de nombre y propósitos tan inobjetables como "Educación para la ciudadanía". Me parecería lógico que protestaran contra determinados contenidos, si no se ajustaran a su idea de lo que se le debe enseñar a los ciudadanos, pero es que lo que les escandaliza es, simplemente, que exista la materia, ya antes de saber cuál va a ser exactamente su contenido. Personalmente me imagino que será una inanidad más, tan perfectamente inútil como el cuarenta por ciento de las bobadas que ahora aprenden los niños en los colegios, pero montar por ello semejante zapatiesta, alegando encima principios morales y democráticos - que jamás esgrimieron, por cierto, contra la mucho más escandalosa "Formación del Espíritu Nacional" de mi infancia - me parece por completo fuera de lugar y, desde luego, ajeno y hasta opuesto a nada que tenga que ver con mi fe.

Y así vamos, no consigo encontrar manera de ubicarme en este panorama, que si tiendo a considerar desconcertado es, probablemente, porque el desconcertado soy yo.

Asistí, por otro ejemplo, a una manifestación convocada para protestar contra el propósito de negociar con ETA de que por entonces estaba dando muestras evidentes el gobierno. Vencí para ello, con gran esfuerzo, mi tendencia natural a no juntarme con otros ciudadanos en número superior a diez o doce, sacrifiqué temporalmente mis prevenciones teóricas contra las emociones colectivas y mi indisimulable sensación de que hay muchas formas mejores de hacer el ridículo que pasear en masa por las calles gritando consignas, y, en atención a lo importante del asunto y a lo grave del comportamiento del gobierno, allá fui como un bendito. Naturalmente, tardé cosa de media hora en arrepentirme. Seguía pareciéndome mal que el Gobierno quisiera negociar con ETA, pero el espectáculo de los que decían compartir conmigo este punto de vista puestos en acción logró con bastante rapidez que deseara no compartir con ellos ni una sola cosa más, ni la condena al gobierno, ni las calles de Madrid, ni un mal café, así me invitaran. De un modo muy poco cívico, pero en estricta defensa de mi dignidad personal, de mi salud mental y de mi futuro penal - o, alternativamente, de mi integridad física - abandoné el acto y me desvié por callejuelas laterales, meditando si existiría en algún lugar alguien que pensara algo medianamente parecido a lo que yo pienso, que sin embargo, me parece clarísimo y de sentido común. Sin duda me equivoco, claro está. No puede ser que seamos mi mujer y yo los únicos que acertemos siempre.

La cosa me viene de antiguo. Aún recuerdo lo cerca que estuve de apostatar formalmente cuando cometí el error de asistir a la concentración - de jóvenes cristianos, o de familias cristianas, no sé bien: de algo cristiano, desde luego - para ver a Juan Pablo II en el Bernabéu, durante su visita del lejano año 82. Todo el público asistente o pueblo fiel - y era muchísimo pueblo, créanme - parecía estar feliz y embargado de un fervor religioso - o pontificio, o meramente verbenil, vaya usted a saber - que, misteriosamente para mí, se manifestaba en el prurito incontenible de agitar palomitas de papel y en el de corear initerrumpidamente un irritante pareado sobre lo que quería todo el mundo al Papa. Al cual, claro está, le fué imposible decir nada coherente durante más de dos minutos seguidos. Cada vez que el pobre anciano abría la boca para hablar, la muchedumbre prorrumpía en berridos fervorosos, y todos parecían encontrar que aquel programa de actos colmaba por completo sus aspiraciones. Menos yo. Una vez más, me fui a la media hora, tratando de encontrar, en un furibundo soliloquio por las desiertas calles de El Viso, algún buen motivo para seguir formando parte de una institución cuyos más sesudos pensadores estimaban que actos como aquel eran una forma aceptable de evangelizar o de dar testimonio de la presencia de la Iglesia en la sociedad. Dios, que es misericordioso, me ha ido dando alguno que otro, desde entonces, y aquí sigo. Creyente y católico, pero francamente descolocado. De todas las multitudes que despiertan mi repugnacia ético-estética, que son la práctica totalidad de las multitudes, la de los cristianos militando activamente es desde entonces, probablemente, la que mejor y más deprisa lo logra. ¿Me dicen ustedes qué puedo hacer?

Por no hablar de mi traumática experiencia con la guerra de Las Malvinas. Demócrata convencido y, en aquellos tiempos juveniles, fervientemente izquierdoso, Margaret Thatcher era para mí más o menos la personificación del Capitalismo malvado. Y Argentina, el país por el que más simpatías he sentido desde pequeño y que, de una forma puramente platónica - por su folclore, por sus escritores, por su acento, por Mafalda, por Cortázar, por Borges, por Les Luthiers, por Eduardo Falú, por Los Chalchaleros... qué sé yo por qué, si nunca he estado allí - más cercano emocionalmente he sentido de todos los extranjeros. Y van los generales argentinos y, contra todo derecho internacional, cometen un acto de fuerza que encuentro injustificable y ocupan las Malvinas manu militari, sustituyendo al hacerlo una apacible y británica democracia rural por una dictadura militar criminal y ensangrentada. Y va la Thatcher y hace exactamente lo que yo pienso que hay que hacer: responder a la agresión, reponer el Derecho vulnerado y recuperar las Malvinas. Creo que fui el único de todo mi amplio y variado entorno que, contra todo pronóstico y para mi propia estupefacción, fué desde el principio partidario de los ingleses y celebró su victoria. (Años después me he enterado de que a mi futura mujer le pasó lo mismo: Dios nos cría y nosotros nos juntamos). Allí estaba yo, defendiendo, sin poderlo evitar, una incursión neocolonialista de la odiosa Thatcher contra mis amados argentinos.

Es mi destino, por lo visto; no hay manera de que consiga estar de acuerdo con los que están de acuerdo conmigo, ni de que logre discrepar decente y absolutamente, como deben discrepar las personas coherentes, de la gente de la que discrepo. Mis amigos hace tiempo que dejaron por imposible la tarea de adivinar qué voy a salir opinando de un fenómeno concreto cualquiera, y yo mismo no puedo ayudarles gran cosa.

A mi madre, a la que, salvando las diferencias, le pasaba una cosa parecida, le inventaron mis hermanos un partido político para su uso particular: las Falanges Comunistas del Niño Jesús. Un día de estos voy a pedir la militancia.


Los Chalchaleros - "Changuito lustrador"

miércoles, 24 de octubre de 2007

MURDERKING Y YO

El siguiente texto manuscrito se encontraba entre los papeles personales de Enrique Wolf, ex inspector de la Policía argentina y, tras su temprano retiro del Cuerpo, exitoso hombre de negocios, que falleció en su mansión bonaerense a finales de 1969. Sus albaceas juzgaron piadoso retirarlo del escritorio personal del difunto, donde lo habían encontrado, y conservarlo en algún otro lugar no accesible a los ojos de su desconsolada viuda. Arroja sobre el espinoso caso Murderking, que tanto renombre alcanzó en los años cuarenta, una luz lo suficientemente sorprendente como para que me haya parecido interesante publicarlo aquí.



MURDERKING Y YO

Hasta Enero de 1942 no tuve con el caso Murderking más contacto que cualquier otro lector de periódicos argentino. Los sucesos de antes de la guerra han quedado teñidos en nuestra memoria, por comparación con los horrores bélicos que les sucedieron, de un tono amable que suaviza incluso los crímenes, convirtiéndolos en una de esas novelas policíacas en las que el mismo asesino parece formar parte natural de aquel mundo ordenado y armonioso que el vendaval bélico se llevó para siempre; pero unos años antes todos nos habíamos estremecido con las hazañas del misterioso criminal que marcaba con su alias la frente de sus víctimas, aunque, como tantas otras noticias que nos llegaban de la vieja Europa, aquellas truculencias parecieran quedar muy lejos de la entonces floreciente y optimista República Argentina.

Acabábamos de volver de Misiones, de celebrar con mis padres la Navidad y el Año Nuevo, como veníamos haciendo desde que murió la madre de Estela y su padre tomó la costumbre de irse de viaje no bien veía acercarse las temidas fiestas navideñas. Mi difunta suegra había actuado siempre como un colchón amortiguador entre su marido y yo, pero, muerta ella hacía ya seis años, mis relaciones con el padre de mi mujer se habían ido deteriorando y él era cada vez menos capaz de disimular el desagrado que yo le provocaba. Nada le gustaba en mí: ni mi origen alemán, ni mi profesión de policía, ni la lamentable modestia de mi sueldo de funcionario. Su deseo habría sido casar a su única hija con alguno de sus aristocráticos y millonarios amigos del Círculo Vascongado, y nunca acabó de aceptar la preferencia que ella mostró hacia mi oscura persona, la de un humilde inmigrante provinciano, que era además policía, profesión que él detestaba, y oriundo de Alemania, nación a la que aborrecía. Como consecuencia mi relación con él era uniformemente tormentosa y mi propio matrimonio no pasaba por su mejor momento, lo que me empujaba a refugiarme en el trabajo con especial dedicación para eludir el ambiente frío y poco propicio de mi casa.

De modo que acudí con alivio a la llamada de mi jefe, el Comisario Hoffmann, cuando recién llegado de mi viaje me convocó a su despacho para dedicarme una de las arengas germanófilas que en los últimos tiempos constituían su principal tema de conversación.

- El Reich va a ganar la guerra, Lobito, como te tengo muy dicho – comenzó. Debo advertir que el Comisario me conocía desde chico, entré de su mano en la Policía y, cuando no había testigos, me tuteaba.- El Reich está ganando ya la guerra, aunque el gobierno argentino no quiera enterarse, y nosotros, como buenos alemanes, tenemos que echarle una manita, aunque no más sea para que cuando los nazis gobiernen el mundo nos toque algo del pastel. De modo que escuchá atentamente lo que voy a decirte...

En resumidas cuentas, lo que mi jefe quería de mí era que, con la mayor discreción y sin necesidad de que la superioridad se enterara de lo que, por el momento, no le incumbía, me dirigiera inmediatamente al Banco Germano, donde tenía su oficina un tal señor König, un pez gordo, me explicó, que entraba y salía de la Embajada Alemana como de su casa y tenía, además, muy buenas relaciones con algunos oficiales jóvenes y prometedores de nuestro ejército. Este señor tenía una historia que contarme y yo tenía que escucharla con atención y dejar cualquier otra tarea para dedicarme, hasta nueva orden, a la que él me encomendara. Todo lo que me contase, así como mi visita y el hecho mismo de que le conociera y trabajara para él, debía quedar en el más riguroso de los secretos.

König era un tipo acostumbrado a mandar y que respiraba plata y suficiencia, pero me recibió cortésmente, me aseguró que Hoffmann le había hablado muy bien de mí y me pidió que considerara todo lo que iba a contarme como estrictamente confidencial.

- ¿Qué sabe usted del caso Murderking? – me preguntó.

- Poca cosa – respondí. – Lo que salió en los periódicos... Hubo unos crímenes en algunos países europeos y en Japón, creo recordar... El asesino marcaba a sus víctimas con la palabra “Murderking” y las iniciales de los asesinados también coincidían con las letras de este nombre... Poca cosa más.

- Salvo que lo cuenta usted como si fuera cosa pasada – me respondió - el caso es en líneas generales como lo acaba de describir. Le han faltado algunos detalles: el asesino actúa solo los primeros de cada año, por ejemplo. Y su sexto y por el momento último crimen, el correspondiente a la segunda R de MURDERKING, fue cometido anteayer, en un hotel de Berlín. La víctima era compatriota nuestra; quiero decir, argentina: la bailarina de tango Sofía Ragennati. ¿La conocía usted?

Negué con la cabeza. Nunca había oído hablar de ella.

- Hay otros detalles – prosiguió König – que usted no puede conocer, porque nunca trascendieron al público. Le haré un rápido resumen de lo que hasta ahora sabemos: Murderking cometió su primer crimen hace exactamente cinco años, en un parque de Viena. Asesinó a un matón de los bajos fondos vieneses, un vagabundo que se ganaba malamente la vida dando palizas por cuenta de quien le pagara por ello. Días antes de su muerte había sido detenido tras una de las muchas peleas callejeras entre nacionalsocialistas y socialistas que se producían en Austria antes de que el Anschluss pusiera en orden las cosas. Un socialista resultó muerto y se acusó a nuestro hombre, aunque acabaron poniéndole en libertad: no había pruebas y, por otra parte, ya entonces la policía austriaca era bastante proclive a las posturas nacionalsocialistas. El caso es que cuando fue asesinado nadie dio mucha importancia a la palabra inglesa,“Murderking”, que marcaba su frente, su muerte se consideró una represalia de los rojos, y pasó a formar parte, en nuestra propaganda, de la panoplia de víctimas de la barbarie bolchevique.

- Una especie de Horst Wessel austriaco – sugerí. Me miró con expresión adusta y comprendí que acababa de meter la pata al comparar a un buscavidas cualquiera con el protomártir de los nazis.

- Algo así – asintió fríamente. - Al año siguiente fue asesinada en Varsovia la baronesa Ilsa von Uldenschadt. Quizá este nombre no le diga nada, pero en Alemania tanto ella como el barón, su marido, eran bastante conocidos. Fueron de los primeros aristócratas en afiliarse al NSDAP, y unos propagandistas entusiastas del nuevo estado. La baronesa se jactaba de estar casada con Alemania: el título de su marido, si se fija usted, está formado con las mismas letras de la palabra Deutschland, cambiadas de orden. Este nuevo asesinato renovó la atención sobre el del año anterior. El mismo asesino, la misma marca en la frente... y para nosotros, una coincidencia más: las dos víctimas eran, en alguna medida, simpatizantes del nacionalsocialismo, aunque de esto último nada dijeron los periódicos. Pero nuestros agentes comenzaron a interesarse por el misterioso y anglófono Rey de los Asesinos.

El 1 de Enero de 1939 se produjo un nuevo crimen: el cadáver del vicecónsul alemán en Tokio, Doctor Reichtöser, apareció degollado en un parque de la capital japonesa con la fatídica marca en la frente. Algún periodista advirtió entonces lo que tanto nosotros como la policía japonesa habríamos preferido no hacer público: las iniciales de las tres víctimas eran, en el mismo orden, las tres primeras letras del nombre con que firmaba el asesino. Se desató la fiebre, ya sabe usted lo que esas cosas le gustan a la gente. Todos los periódicos del mundo se hicieron eco del caso y empezaron a aventurar las hipótesis más peregrinas. Felizmente, nadie subrayó las conexiones con el III Reich de las tres víctimas, ni otro detalle interesante...

- Que el apellido Reichtöser está formado con las mismas letras que la palabra Osterreich - aventuré. König me lanzó una mirada penetrante, y me divirtió notar un brillo de respeto en sus ojos.

- Efectivamente - dijo. - Como el de la baronesa, también el nombre del vicecónsul estaba compuesto con las mismas letras que el de un país. Ello nos hizo volver al primer muerto con atención renovada: era hijo de albaneses emigrados a principios de siglo a la capital del imperio austrohúngaro, y había sido inscrito al nacer con el nombre de Enver Moecix...

- ¡México! - exclamé. Mi interlocutor me miró, sorprendido. No podía saber que una de mis aficiones, la única, por cierto, que compartí con mi suegro, es la de resolver crucigramas, acrósticos, jeroglíficos y acertijos en general. Lejos de servir para acercarnos, esta manía en común tan solo había sido hasta entonces motivo de sordas pugnas por ver quién se adueñaba antes del periódico del día y dejaba al otro sin crucigrama que resolver.

- México, en efecto - repuso König, y me pareció que su voz expresaba cierto fastidio. - Como usted ha advertido con notable rapidez, las tres víctimas de Murderking tenían nombres que eran los de un país, con las letras cambiadas de orden.

Comprenderá usted que esto abría una nueva línea de investigación. Hasta entonces pensábamos que el interés del asesino era hostigar de algún modo a Alemania y a su nuevo régimen. Ahora resultaba que lo que le había llevado a elegir a sus víctimas era el hecho enteramente fortuito de que con sus nombres se podía componer el de un país cualquiera...

Me pareció percibir un leve matiz de disgusto en el tono de König. Debía considerar un desprecio al Reich por parte del asesino el que no escogiera sus víctimas sólo por su relación con el Partido Nazi. Las veleidades acrósticas de Murderking, evidentemente, le habían hecho perder puntos en su estima.

- Al año siguiente, - prosiguió - y estamos ya en 1940, con la guerra empezada, Murderking se trasladó al Brasil. En pleno centro de Saô Paulo asesinó y marcó en la frente con su nombre a una ciudadana brasilera, Doncilia Dos Santos, casada con un alemán, Konrad Dangeln, que trabajaba en nuestra Embajada, formalmente como agregado cultural y, en realidad, organizando y coordinando a todos los agentes alemanes en el Brasil. De esto último nada se dijo, pero advertirá usted que se repetía la misma ambivalencia de los casos anteriores: por un lado el nombre de la víctima contenía las mismas letras que el de un país, en este caso England, y su inicial correspondía a la cuarta letra de la firma del asesino, la D. Por el otro, la asesinada tenía una evidente relación con el estado alemán. El cambio de continente y el reciente estallido de la guerra hicieron que este nuevo crimen pasara casi del todo desapercibido. Para el gran público, como lo demuestra la narración que usted mismo acaba de hacer, el caso Murderking era agua pasada, historias de antes de la guerra. Pero nuestros servicios siguieron investigando... - König hizo una pausa.

- Y descubrieron... - le alenté.

- Nada en absoluto - respondió. - Ni la más leve sombra de pista, ni el menor rastro. La verdadera personalidad de Murderking, así como sus móviles, continuaban en el mismo misterio que cuatro años antes. La policía brasilera, como antes la japonesa, la polaca y la austriaca, no logró avanzar ni un ápice en el esclarecimiento del crimen, que pasó como los anteriores a engrosar el crecido número de asesinatos que todos los años quedan sin resolver en una gran ciudad. Y nuestro servicio secreto, aunque dedicó al caso muchas horas y muchos hombres, tampoco logró ningún descubrimiento digno de mención.

En Enero de 1941, hace un año, Murderking acudió de nuevo a la cita. Esta vez lo hizo en Londres, y la víctima fue un tal doctor Everard Elliot, un oscuro mediquillo sin pacientes, un soñador fracasado y desconocido salvo por...

- ¿Elliot? - le interrumpí. - Con las letras de Elliot no se puede componer el nombre de ningún país.

- No se puede, efectivamente - corroboró König, reprimiendo a duras penas un gesto de impaciencia ante mi costumbre de desbaratar con mis interrupciones sus bien meditadas explicaciones. - Pero, por algún motivo que nuestros agentes en Londres aún no han conseguido averiguar, no fue ese el nombre que publicaron los periódicos. El doctor Elliot, como le digo, era un soñador que llevaba años ocupándose del estudio de las razas humanas y de los medios para preservar su pureza. Su verdadero campo era la genética y la eugenesia, y a principios de los años treinta obtuvo cierta notoriedad como fundador de un movimiento que propugnaba un racismo aséptico y cientifista. El movimiento llevaba el pretencioso nombre de "English Front for Natural Affirmation of Racial Characters". EFNARC. Nunca pasó de los diez o doce afiliados. Pero fueron estas siglas, que como habrá advertido empiezan con la E, quinta letra del nombre fatídico, y con las que puede formarse la palabra France, las que trascendieron al público como nombre del finado. Los periódicos que publicaron la noticia - fueron pocos, en una Inglaterra volcada en el esfuerzo bélico y castigada intensamente por nuestros bombardeos - dieron por asesinado a un tal doctor Efnarc.

- ¿Tenía Elliot alguna relación con Alemania? - pregunté con cierta timidez, porque era evidente que mis intervenciones impacientaban más que complacían a mi arrogante anfitrión.

- En 1935 había publicado en una revista médica un artículo en el que elogiaba la política antisemita del nuevo Estado Alemán y defendía nuestras tesis racistas. Hubo un pequeño escándalo, el Colegio de Médicos consideró su expulsión, pero al final no tomaron ninguna medida. Ese mismo año pronunció algunas conferencias en Berlín, invitado por nuestra Embajada, y al estallar la guerra el Foreing Office le abrió una investigación, que se cerró con una seria advertencia y poca cosa más. Nosotros nunca lo tomamos en serio y, por lo que sabemos, tampoco los ingleses. Pero parece que nuestro misterioso asesino no era de la misma opinión.

Opté por permanecer en un prudente silencio.

- Y este año, hace dos días, Murderking ha vuelto a actuar, esta vez en el mismo corazón del Reich y ante las propias narices de la Gestapo, la mejor policía del mundo. En la pensión berlinesa donde se alojaba desde que la guerra la sorprendió de gira por Europa, ha estrangulado y puesto su marca a nuestra compatriota, la pobre Sofía Ragennati, cuyos únicos crímenes eran bailar el tango bastante mal, mantener con un oficial de la Gestapo un lío que duraba ya algunos meses y tener un apellido que empieza por R y con cuyas letras se puede escribir la palabra “Argentina”.

Por cómo utilizaba König la primera persona del plural no había manera de saber si se refería con ella a nosotros, los alemanes, o a nosotros, los argentinos. Parecía considerarse parte de las dos naciones con igual naturalidad y, de hecho, en nuestra conversación, que había empezado en español, habíamos pasado a usar el alemán sin que yo recordara exactamente cuándo ni por iniciativa de quién.

- De manera - resumió - que tenemos, hasta ahora, seis muertos, todos ellos relacionados en mayor o menor medida con la Alemania nacionalsocialista, todos ellos identificados, por distintos motivos, por nombres que tienen las mismas letras que el de algún país, y todos ellos con una inicial igual a la letra que ocupa, en la palabra MURDERKING, el mismo lugar que su muerte en la serie de crímenes que este sujeto viene firmando desde hace seis años - y después de esta frase, que en español resulta un poco complicada pero que en alemán le salió regia, se quedó mirándome fijamente.

- Los países a que se refieren los apellidos de las víctimas ¿guardan alguna relación con los países en que se cometen los crímenes? - inquirí aplicadamente, porque esta vez sí parecía esperar que yo dijera algo.

- Contéstese usted mismo. Los países a que aluden los apellidos son, hasta ahora, México, Alemania, Austria, Inglaterra, Francia y Argentina. Y los países en que ha actuado, Austria, Polonia, Japón, Brasil, Inglaterra y Alemania. Como ve hay tres - Alemania, Austria e Inglaterra - que se encuentran en los dos grupos, otros tres - México, Francia y Argentina - que se obtienen de los nombres de alguna víctima, pero en los que no ha habido asesinatos, y otros tres - Polonia, Japón y Brasil - en los que ha habido crímenes, pero que no tienen relación con el nombre de ninguno de los muertos. Nuestros criptólogos más expertos se han afanado por encontrar alguna pauta, algún orden oculto en estas dos series de nombres, que nos permitiera anticipar los movimientos del asesino y prever, al menos, el país en que actuará la siguiente vez. No lo han conseguido. Parece totalmente aleatorio. Alemania, por ejemplo, se ha convertido en escenario de uno de los asesinatos cuatro años después de que su nombre se asociara al de una víctima. Inglaterra, solo un año después. Austria, dos años después...

- Por su modo de hablar - observé - se diría que espera usted que, antes o después, cada uno de los países anunciados por el apellido de alguna de las víctimas acabe presenciando la muerte de otra.

- Así es, inspector. Y también al contrario. Esa es la única conjetura que los expertos han podido establecer con cierta seguridad. Todos los países en que Murderking comete un crimen servirán, en algún momento, para componer el apellido de la víctima de una de sus actuaciones, todos los apellidos de sus víctimas acabarán por referirse al país escenario de uno de sus crímenes. O esa es, al menos, la hipótesis con arreglo a la que trabajamos. Por eso estamos hablando usted y yo. En primer lugar queremos averiguar todo lo posible sobre la señorita Ragennati, y eso debe hacerse aquí, donde nació y vivió, y solo pueden hacerlo ustedes, la Policía argentina. Y, además, necesitamos que mantengan los ojos abiertos porque creemos que el asesinato de esta señorita significa que, algún primero de Enero de aquí al de 1946, Murderking actuará en la República Argentina, posiblemente en Buenos Aires. Hasta ahora solo ha actuado en las capitales. Y ese será el momento en que usted lo detendrá y resolverá por fin el misterio.

La verdad es que, así expuesto, parecía un plan no solo razonable, sino francamente atractivo. El éxito, el reconocimiento público, la gloria... la admiración de Estela, la capitulación de su padre, que por fin tendría que reconocer mi valía... y, desde luego, el ascenso, la promoción profesional, la anhelada independencia económica...

- ¿Por qué 1946? - pregunté con la mejor expresión de inteligencia concentrada que mi cara fue capaz de adoptar. Me miró con mal disimulado desdén.

- Murderking está componiendo su nombre con las iniciales de sus víctimas. Va por la segunda R y le faltan cuatro letras, a año por letra. El uno de Enero de 1946, si no logramos detenerlo antes, matará a alguien cuyo apellido empiece por G, y habrá acabado la escritura de su alias y, presumiblemente, también su serie de asesinatos. No sabemos qué hará entonces, pero no es de imaginar que empiece a escribir sus memorias...

Esta vez mi silencio, adecuadamente humilde, pareció por fin complacerle.

- Confío en usted, inspector Wolf - concluyó. - No nos defraude a Alemania ni a mí, y nosotros no le defraudaremos a usted. Y recuerde que todo lo que hemos hablado, y su misma visita a esta oficina, deben quedar en absoluto secreto para todo el mundo excepto Hoffmann, usted y yo. - Y con estas prometedoras palabras, me acompañó amable pero firmemente hasta la puerta del lujoso despacho.

Al día siguiente de esta entrevista todos los periódicos porteños publicaban en primera página la feliz noticia: La última víctima del misterioso Murderking era argentina, el Rey de los Asesinos había escrito la segunda R de su nombre con la muerte de una compatriota... Quien hubiera hecho llegar la noticia a la prensa la había documentado copiosamente. Los periodistas repasaban la nómina de crímenes desde 1937 hasta la fecha, aderezada con las suposiciones más absurdas y las explicaciones más extravagantes, y el tono general era de franca satisfacción por que al fin la Argentina se alineara en algo con las principales potencias mundiales. Los diarios aliadófilos dejaban suponer que a Ragennati la había asesinado la policía de Hitler, los germanófilos subrayaban las condolencias de las autoridades nazis y la disposición de la policía alemana a resolver el caso en estrecha colaboración con la argentina...

König telefoneó a la comisaría hecho una furia, Hoffmann me llamó a su despacho para echarme la bronca y me costó Dios y ayuda convencer a ambos de que yo no había tenido nada que ver con la difusión de la noticia.

- ¡Vean los diarios! - concluí, acalorado. - Nadie nos nombra ni a König ni a mí, nadie dice nada de que los muertos sean simpatizantes del nazismo, ni de que sus apellidos compongan los nombres de ningún país.

Eso acabó de calmarlos, y además era verdad. Los periódicos no mencionaban nuestros nombres ni ninguno de aquellos dos importantes detalles, y no era fácil que, leyéndolos, nadie pudiera adivinarlos: Moecix se convertía en Moebius y era un asesino a sueldo de los bolcheviques, Reichtöser era el embajador suizo y se apellidaba Richtofen, y Uldenschadt se escribía con hache, justo al lado de donde se aseguraba que su inicial era la U de Murderking. En cambio el doctor Efnarc aparecía con su verdadero apellido, la señora Dangeln con el de soltera y el de la pobre Sofía pasaba a ser Ragenatti, con la que, por otra parte, según averigüé poco después, había sido la ortografía original del apellido de su abuelo calabrés, antes de que, por ignorancia o como homenaje a su nueva patria, decidiera añadirle una N y suprimirle una T. El habitual trabajo concienzudo del periodismo nacional.

Personalmente estaba encantado con todo aquel ruido. Cuanta más expectación levantara el caso, más gloria obtendría el que lo resolviera. Y me había formado el firme propósito de que quien lo resolviera fuera yo. Dediqué una semana a averiguar hasta los más remotos antecedentes de la bailarina, que hice llegar a König en un primoroso informe de veintitantos folios mecanografiados por ambas caras. Movilicé a todos mis confidentes en un eficaz esfuerzo por mostrar al Comisario que estaba peinando Buenos Aires en busca de indicios de la presencia de Murderking. Comencé a buscar en las listas del Censo nombres que empezaran por K, I, N o G y con cuyas letras pudiera escribirse Nippon, Brasil o Polska. No encontré ninguno. Hoffmann estaba impresionado.

- Sos un fenómeno, Lobito - aseguraba feliz, rodeando mi mesa a grandes zancadas. - Tenés a König comiéndote en la mano, tenés. Ni la Gestapo ni el Scotlandyard, al Murder lo vas a cazar vos solito. ¡Quién fuera joven!

En realidad no parecía haber mucho más que hacer, y pasado el primer revuelo, las aguas volvieron a su cauce, tanto en los periódicos como en el trabajo y en casa. También mi suegro había vuelto de sus viajes, y cada vez resultaba más insoportable su presencia, y más difícil aceptar que, sin la asignación que él hacía llegar a Estela, mis ingresos habrían sido francamente insuficientes para mantenernos en el tren de vida a que nos habíamos acostumbrado.

La Navidad de 1942, por primera vez en muchos años, la celebramos Estela y yo solos en nuestra casa de Buenos Aires. Expliqué a los viejos que tenía mucho trabajo y que ya iríamos a Misiones más adelante. Mi suegro volvía a estar fuera, como siempre por esas fechas, lo que permitió que mi mujer se mostrara algo más cariñosa que de costumbre. Yo le aseguré que tenía entre manos un caso muy importante que iba a cambiar nuestra suerte, pero que había que tener paciencia. Ella me hizo notar que paciencia era lo único de lo que andaba sobrada. “Por el momento”, precisó. Luego me preguntó, como hacía a menudo, cuándo me subían el sueldo.

El día 2 de Enero de 1943, a primera hora de la mañana, me presenté sin ser llamado en la oficina de König, que me recibió con cierta sorna.

- Aún no le tocó, inspector - me saludó. - Este año Murderking ha decidido quedarse en Europa, en Hungría, para ser exactos. Ayer se cargó en Budapest a un colega de usted, oficial de la policía política de nuestro amigo el Mariscal Horthy. Un tal Zoltan Klopsa, partidario a ultranza de que Hungría siga apoyando al Eje en su cruzada anticomunista. Como verá, se sigue confirmando nuestra hipótesis. Cinco años después de actuar en Polonia ha encontrado una víctima germanófila con un apellido que tiene las mismas letras que Polska y empieza por K. La policía húngara está tan despistada como nosotros. Vea si se le ocurre alguna buena idea y no deje de contármela. Ah, y tenga usted también un Próspero Año. - Todo esto me lo dijo en español. Observé que sus modales se iban acriollando a medida que a Hitler empezaban a torcérsele las cosas.

Lo cierto es que se me ocurrieron varias buenas ideas. En primer lugar me ocupé personalmente, aunque con la debida discreción, de que el público argentino no se olvidara de las andanzas de nuestro asesino. Todos los periódicos publicaron la noticia del nuevo crimen, convenientemente purgada por mi mano de los detalles que prefería guardar para mí y adornada con otros, menos verídicos pero más pintorescos, que mantuvieran vivo el interés. Luego me encerré tres días seguidos en mi despacho, a emborronar papeles, consultar enciclopedias y pensar intensamente. Cuando salí, mis ideas estaban más claras y me encontraba francamente animado.

Con los naturales altibajos, mantuve este mismo espíritu los dos años siguientes. Me mostraba insólitamente amable con el padre de Estela, aguantaba sus desplantes y gastaba su plata con filosófica resignación, lo que me granjeó una relación con mi mujer novedosamente fluida. En el trabajo seguí bandeándome como de costumbre. Hoffmann resoplaba con cada nuevo revés de los alemanes, y de tiempo en tiempo se desahogaba conmigo en largas y furibundas diatribas contra los traidores emboscados, los políticos mentirosos, los tibios vendepatrias... Yo a todo le decía que sí, porque a Hoffmann no se le puede llevar la contraria, pero distaba mucho de compartir sus puntos de vista. Nunca tuve su fe inconmovible en la victoria alemana, y tampoco me importaba gran cosa que el Führer ganara o perdiera la guerra. Aunque soy y me siento argentino, tengo tanto apego por mi nación de origen como el que más, pero, y esto no se lo conté nunca a mi jefe, el abuelo de mi madre era un respetado miembro de la comunidad judía de Munich...

El 1 de Enero de 1944 Murderking mató y marcó en Ciudad de México a Sara Ibrals, hija y única discípula de un rabino de la capital azteca que dos años antes había estado a punto de ser linchado por sus feligreses cuando proclamó en la sinagoga que Hitler era un instrumento de Dios enviado para castigar a Israel por su infidelidad, y que los buenos judíos debían someterse a él y secundar sus designios. La noticia me la dio König con patente desgana. Parecía haber perdido gran parte de su ímpetu y estar pensando en otra cosa. No se interesó por mis progresos en el caso, ni yo se los habría contado aunque me hubiera preguntado. Fue la última vez que lo vi.

Un año después, el 2 de Enero de 1945, hojeando los diarios franceses que mi suegro, recién vuelto de Europa en uno de los primeros vuelos transoceánicos, había traído consigo, me enteré del asesinato de Claude Noppin, un apache indeseable, el menor de cuyos numerosos y notorios vicios había sido el de colaborar, provechosamente para él, con las autoridades alemanas de ocupación. En el caos de represalias y ajustes de cuentas que era el París recién liberado su muerte habría pasado desapercibida si no fuera por la marca de Murderking en su frente.

Me aseguré con discreta eficacia de que los periodistas airearan convenientemente ambos crímenes y mantuvieran la expectación que existía en torno a Murderking desde que tuvo la amabilidad de honrar a la Argentina con sus atenciones profesionales. No tuve que esforzarme mucho: la nación entera seguía emocionada todo el asunto y hasta se empezó a rodar una película sobre él, con estreno anunciado a bombo y platillo para el día del esperado crimen final. Nunca llegué a verla, pero tengo entendido que acababa con una persecución a tiros del asesino, un malvado agente nazi, por entre las lápidas de la Chacarita.

Por mi parte hacía más de dos años que creía tener todos los datos que necesitaba, y las dos últimas muertes, que colocaban las correspondientes cruces en las casillas vacantes de Brasil, Japón, México y Francia, solo vinieron a confirmarme lo que ya estaba bastante seguro de saber. Emprendí con calma una última tarea de comprobación, y volví a dedicar largas horas de trabajo al paciente escrutinio de las listas de todos los colegios electorales de Buenos Aires, de los roles de pasajeros de todos los barcos que llegaban al puerto, de los huéspedes de todos los hoteles rioplatenses y de las relaciones de cuantos entraban al país por los distintos puestos fronterizos. Estaba seguro de no equivocarme, pero no quería dejar ningún cabo suelto. Mi jefe me miraba como si me hubiera vuelto loco.

- ¿Todavía seguís con esa mierda? Resistió Stalingrado, desembarcaron los aliados en Normandía, la Argentina le declaró la guerra a Alemania ¿te enteraste? y hasta creo que se la va a ganar... König debe de andar sacándole brillo a la momia del Duce, y vos, dale con la macana esta del Murderking. No hay quien te entienda, Lobito. ¿No tenés nada mejor que hacer? - Yo asentía distraídamente, sumido en mis largas listas de apellidos. - Harás lo que te salga'el bolo, como siempre, pero si querés saber quién es a la final el asesino, yo que vos me iba al cine - acababa por decirme, y se alejaba de mi mesa tarareando: “Yo te daré, te daré, patria hermosa, te daré una cosa, una cosa que empieza por P. ¡Perón!” El pobre Hoffmann siempre necesitó agarrarse a algún entusiasmo político para sobrellevar el tedio infinito que le producía tener que trabajar.

El 1 de Enero de 1946 yo estaba desde primera hora bien alerta en la puerta de la sala privada donde se estrenaba la película que tan oportunamente había venido a secundar mis planes. Tenía buenos motivos para creer que era allí donde tendría lugar el último acto de aquel drama del que en mi fuero interno me consideraba ya protagonista. Todas las salidas del edificio estaban vigiladas, y yo seguro de que esta vez Murderking no se iba a escapar.

Creo que fui el único a quien el disparo no tomó por sorpresa. Cuando se encendió la luz esperaba encontrar, como efectivamente encontré, muerto a Don Ignacio Gozmasagarry, ilustre consejero y accionista principal de la productora y de otras diez o doce prósperas empresas. Había tenido tiempo de sobra para asegurarme de que en toda la Argentina no había en aquel momento ningún otro ciudadano con las letras de cuyo apellido pudiera escribirse la inverosímil palabra, Magyarorszag, con que los húngaros denominan a su país.

Lo que no me esperaba es que la pistola que acababa de ser disparada humeara aún en la propia mano del cadáver. Estaba seguro de que Gozmasagarry iba a ser la víctima, pero ni se me había pasado por la imaginación que fuera a resultar, además, el asesino...

Murderking se rió de mí hasta el final. No pude detenerlo, y solo después de muerto logré desenmascararlo. Finalmente resultó que mi difunto suegro tenía razón, yo era un fracaso como policía.

En cambio, como empresario y hombre de negocios, administrando la considerable fortuna que dejó en herencia a su única hija, mi mujer, la encantadora Estela Wolf, de soltera Estela Gozmasagarry, no creo haberme desempeñado desde entonces del todo mal...


NOTA DEL AUTOR:

Mi tío Guillermo, hermano de mi padre, se trasplantó a la Argentina a principio de los cuarenta. Allí se gano la vida de diversos y originales modos. Uno de ellos –imagino que no el más sustancioso- el componer, para no recuerdo qué periódico bonaerense, lo que llamaba "Problemas exactos al margen de las matemáticas", pequeños enigmas que los lectores debían resolver de una a otra semana. En mi casa conservo una buena colección de ellos, cerca de treinta. Eran pasatiempos muy del gusto de la época, que exigían del lector cierta cultura y una buena dosis de ingenio. De los treinta, yo no he logrado resolver, a ratos perdidos, más que cinco o seis. La trama básica de este relato es el planteamiento de uno de estos problemas, que, literalmente, decía así:


Los jefes de policía de todo el mundo estaban preocupados. Desde hacía varios años el día 1º de enero se cometía, indefectiblemente, un crimen misterioso en algún lugar de la tierra, y las víctimas eran siempre marcadas en la frente con la firma del asesino: “MURDERKING”

El primer cadáver había sido hallado el 1º de enero de 1937 en los jardines de Schönbrunn. Era el de un vagabundo llamado Moecix.

La víctima nº 2 (1938) fue la baronesa Uldenschadt. Su cadáver fue encontrado en Aleja Jerozolimska.

En 1939 el misterioso Murderking asesinó en el parque Uyeno al diplomático Reichtöser. Entonces se observó que las iniciales de los apellidos de las tres víctimas coincidían con las tres primeras letras de la firma del homicida. Las personas cuyo apellido empezaba con D temieron para el año siguiente la visita de aquel maniático.

Y en efecto: el 1º de enero de 1940 fue asesinada, en plena avenida Río Branco, la señora Dangeln. Las víctimas de los años siguientes fueron:

1941: el doctor Efnarc, cuyo cadáver fue “firmado” por Murderking en el cruce de Shaftesbury Avenue y Charing Cross Road.

1942: la bailarina Ragennati, en un hotel de la Kurfürstendamm.

1943: el coronel Klopsa, en una calle solitaria de Buda.

1944: la señorita Ibrals, en el bosque de Chapultepec.

1945: El gigoló Noppin, en un cabaret de la Place Pigalle.

Sólo faltaba un asesinato para que el siniestro Murderking completase su firma sangrienta. Una productora cinematográfica de Buenos Aires anunció que estaba llevando al celuloide este fatídico asunto con el título “La postrera víctima será G”.

Terminado el rodaje de la película, el 1º de enero de 1946 se proyectó una prueba privada, con asistencia del jefe de producción Garcitoral, las actrices Diana Gryn y Elena Garralde, el director Gloppenberzyls, los actores Gutiérrez, Grenelli y Goschetz, el escenista Gandogliatti, el cameraman Gil y los consejeros Gozmasagarry, Garrigartuzar y Glinka. Cuando el desenlace se aproximaba sonó en la sala una detonación, y al ser encendidas las luces pudo verse que uno de los doce espectadores acababa de suicidarse. Murderking había cerrado con una lógica perfecta el ciclo de sus diez crímenes. Si alguien hubiera estudiado más atentamente los apellidos de las víctimas y su relación con los nombres de los países en que se cometieron los nueve asesinatos, Murderking habría podido ser desenmascarado en vida.

¿CUAL DE LOS DOCE G. ERA EL ASESINO Y SUICIDA MURDERKING?

Como puede verse, lo único que se necesita para resoverlo es ubicar correctamente los escenarios de los crímenes -saber que la Kurfürstendamm está en Berlín, esas cosas- y darse cuenta de que los apellidos de las víctimas son acrósticos de los nombres de los países en que se cometen. Hecho lo cual, basta comprobar que el único de los candidatos a asesino cuyo apellido es acróstico del nombre vernáculo de Hungría es el tal Gozmasagarry para tener el problema resuelto. Cuando yo estaba resolviéndolo, trataba al tiempo de redactar una solución elegante para uso del resto de mis hermanos -nos entretenemos con estas cosas- y se me ocurrió resolver este, en concreto, desde el punto de vista de un policía que se enfrentara al caso. La complicada trama del relato no es, pues, de mi cosecha, me la dieron hecha, solo hacía falta vestirla un poco.

El policía debía ser argentino, puesto que allí tenía lugar el último crimen. A poco listo que fuera, tenía que haber localizado años antes a la futura víctima, porque no hay mucha gente apellidada con las mismas letras que Magyarorszag. (De hecho no creo que haya ninguna: el apellido Gozmasagarry suena lejanamente vasco, pero no existe) Y si, aún sabiendo quién era, como parece inevitable que sucediera, había decidido no avisarle y permitir su asesinato, tenía que ser porque lo conociera y tuviera interés en quitarlo de en medio. De ahí el inventarme un suegro rico y hostil, candidato nato al asesinato, si se me permite la cacofonía.

Por otra parte una serie de crímenes tan internacional exigía la cooperación de varias policías. Eso, en los años en que se sitúa el problema y teniendo que hacer cooperar a las policías inglesa y alemana, entre otras, resultaba más bien complicado. Me documenté un poco y ví que durante la II guerra mundial la Interpol no funcionó (o ya no recuerdo si existía, siquiera). Al final decidí que era una sola policía, la alemana, la que se ocupaba del caso en todo el mundo, para justificar lo cual tuve que hacer que todas las víctimas resultaran simpatizantes del nazismo y el Reich se sintiera lo suficientemente afectado por la serie de asesinatos como para interesar en él a su servicio secreto. Y de ahí, además, que el policía argentino deba ser de origen alemán y que el Abwehr recurra a este origen, y al del Comisario, para requerir extraoficialmente sus servicios.

Y lo demás es puro atrezzo. La mayoría de los apellidos resultan dificilmente creíbles, pero Efnarc, por ejemplo, era directamente imposible. Nadie puede llamarse así, por lo que me tuve que inventar el English Front de problemático nombre. Me divertí mucho escribiéndolo, debo reconocer.

Pero Dios no me ha llamado por el camino de la narrativa. Jamás hubiera sido capaz de idear semejante trama si no hubiera tenido como guión el problema de mi tío, que gloria haya. Y no creo que repita.