domingo, 15 de junio de 2008

Donde no hay publicidad


Conduzco el largo camino desde casa al trabajo. Son las siete de la mañana y pongo la radio para enterarme de las noticias. Cuando llevo apenas cinco minutos escuchándolas, se interrumpen y una voz estúpida pregunta en tono declamatorio cuándo se encendió por última vez no sé qué indeseable aparato de aire acondicionado. Es un anuncio, claro, un anuncio necio, valga la redundancia, que he oído más veces de las que quisiera y que ha conseguido que la sola mención de la marca Daikin me produzca el deseo inmediato de estrellar objetos frágiles contra el suelo.

Pulso el mando para saltar a la siguiente emisora presintonizada. En esta aguanto casi tres minutos, justo hasta que comienza el anuncio en el que Iberdrola trarta de convencerme de que es una ONG dedicada especial y desinteresadamente a la conservación del planeta. Salto de nuevo, diciendo de Iberdrola cosas irreproducibles, y caigo en pleno chascarrillo destinado a ilustrarme sobre los impulsos altruistas que mueven las desinteresadas actividades bancarias del BBVA

Renuncio a oir noticia alguna, me refugio en Radio Clásica y escuchando madrigales renacentistas voy recuperando poco a poco la calma, mientras me pregunto, sin encontrar respuesta, por qué Daikin, Iberdrola, BBVA y el resto de anunciantes creen que impedirme oir las noticias es un buen sistema para caerme simpáticos y hacer que yo compre sus aires, sus electricidades o sus hipotecas. Se equivocan, claro está. Lo que he contado sucede mañana tras mañana y ha desarrollado en mí verdadera aversión hacia estas marcas. Jamás, si puedo evitarlo, daré un solo céntimo a gente que ha pagado dinero para impedir que yo pueda oir cinco minutos seguidos los programas que quiero oir.


Busco en Internet una ley que necesito consultar. La encuentro en una base de datos legal excelente, encabezada por un índice en el que basta pinchar el artículo buscado para que se abra el texto correspondiente. Una maravilla. Justo lo que buscaba.

Pero una franja vertical de la pantalla está ocupada por la publicidad de la Guía Campsa. Me tapa el texto, me impide leerlo ni hacer con él nada útil y no hay modo alguno de cerrarla. Me vuelvo loco tratando de evitarla para poderme dedicar a mi tarea urgentísima, pero en vano. Por algún motivo que ella conocerá mejor Campsa ha comprado a la base de datos para asegurarse mi odio feroz por el eficaz sistema de impedirme usarla. Supongo que quien ha ideado este inteligente mecanismo cree que con él me va a persuadir de comprar la Guía pero, naturalmente, tras cinco minutos de bregar inútilmente con su incordiante banderolita sin lograr que deje de estorbarme, comprar la Guía Campsa es lo último que haría en mi vida. Estoy tentado incluso de bajar al coche y quemar, para desahogarme, el ejemplar que llevo en la guantera desde hace cinco años, cuando la compré porque ningún anuncio suyo se había entrometido aún en mi vida.


Mi mujer, mi hijo y yo vemos tan contentos "Los Simpson", serie que sigue haciéndonos muy felices a los tres, aunque ya nos sepamos casi todos los episodios. En lo mejor de la historia, se interrumpe: la publicidad. Es el momento de ir al baño, a la cocina o al ordenador, o de abrir el libro que habíamos dejado a medias, porque los siguientes diez o quince minutos serán una sucesión insoportable de anuncios a cuál más sonrojante frente a los que la única defensa es la ignorancia firme y deliberada. Treinta o cuarenta historietas lamentables se suceden en la pantalla pretendiendo convencernos de que compremos otros tantos productos la mayoría de cuyos nombres no llegamos siquiera a conocer. Al final, cuando empezamos a prestar atención de nuevo barruntando que la serie esta a punto de empezar, no tenemos más remedio que enterarnos de algunos, lo que sirve para que podamos identificar a los culpables de que el comienzo de lo que realmente queremos ver se vaya a demorar aún otro poco.


Todo esto se resume en que los empresarios gastan sumas enormes para conseguir que yo, o bien no me entere de que existe su producto, o bien lo aborrezca. La publicidad es un negocio, lo sé, que mueve ingentes cantidades de dinero y gracias al cual oigo la radio, veo la televisión, uso buscadores de Internet y posteo en este blog sin pagar un duro. Pero me confieso absolutamente incapaz de entender por qué. En mí, y en todas las personas inteligentes que conozco, no produce más que irritación, rechazo o, en el mejor de los casos, perfecta indiferencia hacia lo publicitado. Aún así, al parecer, el mundo entero está convencido de que es inútil sacar un producto al mercado sin antes haberlo encarecido significativamente empleando altos porcentajes de los costes de producción en asegurarse de que yo y la gente como yo lo detestemos incluso antes de llegar a probarlo.

Solo se me ocurre en la Historia otro caso de una creencia igualmente supersticiosa e infundada que haya movido tanto dinero, y es el tráfico de reliquias supuestamente milagrosas durante la Edad Media. Me pregunto si algún historiador o algún sociólogo han estudiado este sorprendente paralelismo.

miércoles, 4 de junio de 2008

Tango



Carlos Gardel - Tomo y obligo

Me he criado oyendo cantar tangos. A mi madre, concretamente, que cantaba casi constantemente, prácticamente siempre que estaba sola y no haciendo algo, como leer u oir música, que se lo impidiera. (De algún sitio tenía yo que haber sacado mi manía de silbar todo el rato y la universalidad de mis gustos musicales.) Mi madre cantaba de todo, pero principalmente tangos, aprendidos por alguna ósmosis misteriosa -¿había radio en las casas españolas de los años veinte y treinta?- además de copla española -esta sí sé que aprendida directamente de una "muchacha" de su casa de pequeña; Concha Piquer me ha llegado por rigurosa tradición oral- zarzuela y versiones vocales, arregladas sobre la marcha por ella misma, del principal repertorio clásico para piano, aprendido este de mi abuela, su madre, que era una excelente pianista. Y cantaba tangos de Gardel, cuya fulgurante carrera coincidió con su infancia y juventud. Cuando mi madre murió, hace catorce años, tenía más de cien letras de tangos de Gardel, tomadas al oído, manuscritas en dos o tres cuadernos. Mi hermana, que es la bibliotecaria de la familia, los tendrá guardados por algún sitio.

El tango, por tanto, forma parte del paisaje de mi infancia como las piezas del exin bloc, los soldaditos de plástico o las novelas de Guillermo Brown, JulioVerne, Louise M. Alcott, P.C. Wren y Enid Blyton. Aquel mundo de música desgarrada e historias sombrías - sus ojos se cerraron y el mundo sigue andando; eche, amigo, no más, échele y llene hasta el borde la copa de champán; barrio plateado por la luna, rumores de milonga, es toda mi fortuna; cieguita, dije yo con gran dolor; sentir que es un soplo la vida; arrésteme, sargento, y póngame cadenas; te quise tanto que al rodar, para salvarte sólo supe hacerme odiar; decí, por Dios, qué me has dao... - forma un temprano sedimento de mi vida que probablemente es uno de los motivos de mi arrebatada simpatía por todo lo argentino. Ya mayorcito, trece o catorce años, escuché por primera vez una grabación de Gardel y descubrí dos cosas: que era un cantante excepcional, con un manejo de la voz como personalmente no creo haber oído otro semejante, y que mi madre tenía un oído excelente, porque las versiones que yo había aprendido de ella no diferían ni en una nota de las del maestro. Las letras, en cambio, si habían sufrido alguna transformación, los giros porteños más indescifrables sustituidos por equivalentes fonéticos más inteligibles para un oído madrileño.

De manera que para mí el tango ha sido Gardel, y pare usted de contar. He ignorado, más o menos culpablemente, cualquier manifestación tanguera posterior a 1935, pero a cambio tengo la obra completa de Carlitos metida en mi ordenador, y gran parte de ella también en mi cabeza. Si el ambiente es el apropiado y la cantidad de alcohol en sangre la suficiente, llego incluso a cantarla con buena voz, excelente entonación y mucho sentimiento. Por parte del intérprete y también, aunque de otra naturaleza, por parte de los oyentes. Tranquilícense ustedes, sucede rara vez.

A cuento de qué toda esta intempestiva autobiografía, se preguntarán ustedes. Pues de nada . O sí, en realidad: de contarles que hace cosa de un mes renové por fin mi anticuada visión del tango escuchando las espléndidas versiones que de un buen número de tangos de los años cuarenta y cincuenta -que supe entonces que son la Edad de Oro del tango; por lo que mi adorado Gardel debe de ser más o menos la Prehistoria- toca un grupo de cuatro violoncellos, o chelos, como al parecer lo llaman los profesionales: el cuarteto Quattricelli. Hacía mucho tiempo que no me lo pasaba tan bien con una música escuchada en directo. Los arreglos para una formación instrumental tan poco frecuente son magníficos, compuestos por uno de sus miembros. Y la interpretación es insuperable, un disfrute ininterrumpido. De lo más recomendable que he escuchado en mucho tiempo. Si pueden, no se lo pierdan. Yo no dejaré de avisarles en cuanto sepa de una nueva actuación.
Actualización: Creo que mi comentarista anónimo se ha ganado una ilustración musical. El tango con que me obsequia, "Enfundá la mandolina", es una obra maestra -empezando por el título, sutilmente alusivo- que merece ser conocida de todos ustedes. También "Garufa", con el que yo le contesto, hubiera quedado muy bien colgado aquí, pero no lo tengo. Debe de ser que, contra lo que yo creía, ese no lo grabó Gardel, porque creo tener su obra completa.


Carlos Gardel - Enfundá la mandolina