miércoles, 6 de agosto de 2008

Justicia Universal y aledaños

Nunca sé qué me produce mayor desconsuelo, si el disparate que aprecio en lo que me parece disparatado o los argumentos de quienes, en principio, parecen encontrarlo igual de disparatado que yo, pero por unos motivos que rara vez resultan ser los que a mí me parecen pertinentes. Constatar que hay quien piensa y hace cosas con las que no estás de acuerdo es normal; lo que empieza a ser duro es descubrir que tampoco estás de acuerdo con los que dicen estar de acuerdo contigo. Es a lo que me he referido en otras ocasiones diciendo que “nunca consigo ser de los míos”, y cada vez me ocurre con más frecuencia, hasta el punto de que empiezo a sospechar seriamente que “los míos” no existen, o se reducen a mi mujer y un par de amigos.

Me pasa en todos los terrenos: creí, por ejemplo, que había mucha gente que coincidía conmigo en que el siglo XXI no empezaba hasta el año 2001, hasta que me dí cuenta de que gran parte de los que conmigo afirmaban esta evidencia la argumentaban acto seguido explicando que eso era así porque al año en el que comienza la cuenta se le llamó, según ellos erróneamente, “año 1”, cuando debía habérsele llamado “año 0”. Redondeaban el disparate explicando que tal supuesto error se debía a que, cuando se estableció el cómputo, “aún no se había inventado el cero”. Llegaban, pues, a la misma conclusión acertada que yo, pero por unos caminos tan erráticos o más que los de quienes pretendían que el primer año del siglo XXI fue el 2000. Desolador. [1]

Me pasa innumerables veces con la lengua: encuentro, sí, muchos ciudadanos a los que molesta tanto como a mí el extendido uso de aberraciones como “encima mío”, o la absoluta y creciente gilipollez de “los ciudadanos y las ciudadanas”, o la barbarie injustificable de las “juezas”, las “presidentas” y demás femeninos espurios, o la flagrante estupidez de llamar Girona y Donostia, hablando en castellano, a ciudades que llevan siglos teniendo los nombres castellanos de Gerona y San Sebastián, como los tienen Londres y Florencia sin que nadie se los quiera cambiar. Pero si por azar rasco un poco en este enfado aparentemente similar al mío e investigo sus argumentos, suelo encontrarme explicaciones tales que casi prefiero la barbaridad inicial, en estado bruto, nunca mejor dicho. Mejor una burrada sin argumentar que un acierto argumentado de según qué manera. Me entran ganas de rogarles: “Por favor, así mejor no me des la razón.” Descorazonador.

Y esas ganas se me multiplican por diez cuando se trata de cuestiones morales, religiosas o políticas. Me estremece, por ejemplo, coincidir en mi confesión de fe religiosa y en muchas de sus consecuencias prácticas con una gran mayoría de católicos españoles, en la que se incluye la Conferencia Episcopal creo que íntegra. Y me estremece porque luego a quienes más se oye explicar nuestras comunes creencias es a ellos, y las explican de tal manera que mi impulso inicial es correr a alinearme con sus detractores, que suelen razonar bastante mejor –valga decir: que suelen razonar.- Mi trabajo –autoimpuesto, desde luego- se triplica después de que ellos se hagan oir con la contundencia que suelen emplear en ello. No solo tengo, entonces, que explicar por qué creo lo que creo, sino también por qué los motivos que ellos dan para creer lo mismo me parecen, a pesar de ello, erróneos e indefendibles, y cuáles son los que en mi opinión deberían dar, pero no dan. Agotador.

Y en política, para qué hablar. He renunciado hace tiempo a decir nada en contra de quien me parece el político español más dañino, estúpido e inmoral de los últimos treinta años, que preside actualmente nuestro gobierno, porque si lo hago corro peligro de ser automáticamente alineado con toda la jarcia impresentable y facha de quienes dicen de él las mismas cosas que yo, pero por motivos que no comparto y en un tono que me repugna. Simétricamente me abstengo, por lo común, de emitir mi opinión sobre el estúpido, inmoral y dañino presidente actual de Estados Unidos, porque si lo hiciera se me identificaría rápidamente con otra ralea indeseable, la de los progres autosatisfechos, virtuosa y cómodamente izquierdosos, que me dan tanto repelús como Zapatero, Bush, los obispos y los fachas juntos. Tengo, incluso, que ponderar cómo y ante quién manifiesto la aversión visceral que me despiertan los nacionalismos periféricos de este país, no vaya a ser que me explique mal o no se me quiera entender bien y acabe considerado como un nacionalista español de los de “España Una” y “Antes roja que rota”, que me dan el mismo asco, y por los mismos motivos, que los abertzales de cualquier otra tribu. La cosa ha llegado al punto de que hasta declararse republicano es peligroso y confuso, porque de este nobilísimo concepto parece haberse adueñado, para su uso particular, una Esquerra Republicana que difícilmente podría estar más en mis antípodas de lo que está, y lo esgrimen también como propio individuos que queman fotos y banderas y observan, en general, comportamientos y sostienen opiniones con los que ni tengo ni quiero tener nada que ver.

Bueno, compruebo que esta reflexión se me ha ido por las ramas, como suele pasarme. La había empezado -a pesar de mi firme propósito de no postear, ni bloguear siquiera, durante este corto interludio entre las vacaciones de tres semanas que acabé el sábado pasado y las de una semana que pienso empezar el sábado que viene- movido por la estupefacción que me ha producido esta mañana la noticia de que la Audiencia Nacional ha decidido encausar por genocidio a no sé cuántos dirigentes chinos.

Según la escuchaba por la radio se me han ocurrido unos cuantos motivos por los que semejante ocurrencia me parece un disparate necio, típico ejemplo del modo necio y disparatado en que creo que tienden a comportarse muchas instituciones, y a su ejemplo muchos ciudadanos, de este país nuestro.

El principal de todos: la consideración de que el genocidio es algo malo puede y debe ser universal, naturalmente, pero solo como tal consideración, es decir como algo que todo lo más pertenece a lo que algunos gustan interesadamente de llamar Derecho Natural, y que según quién hable de él incluye, además de nociones evidentes como que no se debe violar a los niños ni asesinar a los ancianos ni robar a los desvalidos, cosas como las doctrinas católicas sobre el derecho a la vida de los nonatos o sobre la inmoralidad de manipular embriones; y, aunque quede mal decirlo, también cosas como la necesidad de abandonarse a la voluntad de Alá, o de sacrificar niños a Mumbo Jumbo, o cualesquiera otros juicios o preceptos morales que cualquiera decida proclamar que deben ser de vigencia universal y absoluta. Y el problema del pretendido Derecho Natural, y el motivo por el que algunos iconoclastas consideramos que de natural tiene poco y de derecho nada, es que, como nadie lo ha promulgado y en ninguna parte constan inequívocamente sus términos exactos, cualquiera puede pretender darlo por promulgado y vigente en los términos que a él le den la gana. Es, eso sí, universal, intemporal y grabado en los corazones de todos los seres humanos de buena voluntad, esto es, de todos los seres humanos que tengan a bien darse por enterados de que existe una cualquiera de sus variadísimas versiones y hacerle algo de caso. Pero a cambio no es aplicable hasta tanto no se convierta en un verdadero Derecho, esto es, en una norma positiva, enunciada por una autoridad formalmente constituida en unos términos exactos y con vigencias temporal y espacial claramente delimitadas.

Por lo que ningún jurista que pretenda serlo, ni ningún político que crea merecer seguir viviendo del erario público pueden, sin grave descrédito, confundir un consenso más o menos universal sobre lo feo que está el genocidio con su tipificación, penalmente utilizable, como delito. Ni mucho menos pretender que puede considerarse genocidio cualquier matanza que a un querellante cualquiera se lo parezca y a un garzón cualquiera le venga bien llamar así. Ni tampoco creer que puede perseguirse penalmente a nadie sin una norma jurídica positiva que lo autorice. Ni tratar de extender la vigencia de las leyes más allá del ámbito de jurisdicción de quien las promulga, ni la competencia de un tribunal de un estado más allá de las fronteras de ese estado. Todo ello son, hasta para un estudiante de primero de derecho, aberraciones jurídicas que atentan contra lo más básico del Derecho y que parece imposible que puedan defender ni por un momento jueces ni políticos serios. (Desgraciadamente solo lo parece. Hay jueces que consideran parte importante de su carrera salir en las portadas de los periódicos, aunque sea a costa de forzar o de negar el Derecho más elemental. Y en cuanto a los políticos... en fin, de la mayoría nadie, ni ellos, espera nada parecido a un razonamiento, menos aún un comportamiento, jurídico ni ético. Se apuntan a cualquier cosa que les parezca que vaya a sonar bien, y no necesitan ningún otro criterio.)

Por no hablar de que cualquier órgano jurisdiccional de este mundo tiene que tener claramente definida cuál es su jurisdicción, es decir, de qué hechos, llevados a cabo dónde, se va a ocupar exactamente. Pretender que un tribunal cualquiera sea competente para conocer de los delitos cometidos en cualquier parte del mundo es una forma eficacísima de conseguir que en la práctica no pueda conocer de ninguno, y por eso hay en el mundo leyes de planta, conflictos jurisdiccionales y otras delicadas cuestiones de las que cualquier jurista no analfabeto -los hay, los hay- puede hablarles con más conocimiento que yo.

Pero naturalmente ninguno de estos argumentos evidentes y básicos son los que, yo al menos, he tenido ocasión de escuchar en contra del dislate de la Audiencia Nacional. La oposición se ha apresurado a señalar que el asunto nos va a procurar conflictos diplomáticos con China. Y la Vicepresident(a)e se ha apresurado a negarlo. Como si fuera esa la cuestión, como si los delitos debieran perseguirse o no según su persecución guste más o menos a quien los comete y según pueda hacer más o menos para impedirla. (Aunque, a juzgar por lo deseable que nos pintaban la finalmente frustrada negociación con ETA, parece que sí, que ese es exactamente el criterio para perseguir o no los delitos que nuestros políticos tienen preferentemente en cuenta.)

E, inevitablemente, los discrepantes con la medida han recurrido también a otro argumento luminosísimo: que la Justicia española tiene ya suficiente atasco y que hay ya suficientes asuntos pendientes de resolución en nuestros tribunales como para que ahora tengan que ocuparse también de los conflictos del resto del mundo. No les falta razón a quienes tal dicen, pero tampoco es este un motivo respetable. Que no podamos ocuparnos de todas las cuestiones de las que deberíamos hacerlo nunca puede ser motivo para que no tratemos de ocuparnos de alguna de ellas. La tarea que más tarde se acaba es la que nunca se empieza.

En fin, el asunto ya está planteado exactamente en esos términos, justo los que yo considero que no son los que deben definirlo. Y casi con total seguridad, solo algunos maniáticos marginales intentaremos hablar de él considerando las cuestiones que a mí me parece que deberían ser las decisivas y definitorias, y seremos desdeñosamente dejados a un lado por la gente seria, que conoce el "tema" y tiene en cuenta los asuntos importantes, las relaciones diplomáticas con China, la composición política de la Audiencia Nacional, los Juegos Olímpicos y cosas así.

Desconsolador, como les decía al principio. Pero cada vez un poco menos. Debe de ser que me voy acostumbrando. Y en un par de días me vuelvo a ir de vacaciones.

Actualización: compruebo con ligera consternación que, después de fustigar la "barbarie injustificable" de "femeninos espurios" como jueza y presidenta, voy y, solo un par de párrafos más abajo, yo mismo escribo "Vicepresidenta". ¿Qué puedo decir? Somos frágiles. Lisboa me espera.



[1] Si a alguien más que a mí le interesa este penoso asunto, le recomiendo, aunque esté feo autocitarse, que consulte mi esclarecedor post al respecto en este mismo blog, “Año cero”. Y el siguiente, "Qué quiere usted que le cuente", en que me pongo todavía más pesado, si posible fuera, con el mismo tema.