miércoles, 9 de diciembre de 2009

Huelga de hambre

Manifiesto políticamente incorrecto.

(Ya está bien de escribir cosas que despiertan simpatía y adhesión, hombre. Me apetece variar...)

Mi salud ya no va siendo la que era, mis digestiones se han vuelto más delicadas y, en consecuencia, ya no puedo permitirme excesos que antes cometía sin el menor problema. Como, por ejemplo, leer todos los días el periódico. Es una práctica que he tenido que restringir muy drásticamente, porque sus consecuencias empezaban a afectar a mi salud y a mi vida social. Me estaba volviendo suspicaz, gruñón y sujeto a cambios repentinos de humor. Desde que el que leo más a menudo es este, y los demás apenas los hojeo los fines de semana, he vuelto a ser un sujeto cordial, bien dispuesto hacia mi prójimo y de trato fácil y grato, o al menos esa es la ilusión que me hago. Y este feliz resultado me compensa sobradamente de la falta de información. (Sé que quedaré mal diciéndolo, pero cada vez me importa menos cómo quedo. Y si no aprovechamos ahora, que todavía nos dejan asomarnos a Internet -tengo la clara impresión de que no por mucho tiempo- para decir lo que nos pide el cuerpo, corremos serio peligro de quedarnos para los restos sin haberlo dicho.)

Por tanto, y a eso es a lo que iba, sé realmente muy poquito sobre cuáles son las circunstancias exactas que han llevado a Aminatu Haidar a su actual situación. Me basta, por ejemplo, saber que en sus problemas anda implicado el buen Mohamed, rey de Marruecos y digno hijo de su buen padre Hassan, para imaginarme sin mucho esfuerzo que la tal Aminatu tendrá bastante razón en su querella con ese progresista país y su ilustrado monarca. Me basta, igualmente, saber que su actitud pone a España en una situación difícil para imaginarme con no más trabajo que nuestro sin par Gobierno habrá metido alguna clase de pata, perpetrado alguna pifia o cometido, en general, alguna de las torpezas inoportunas e inútiles en que parece consistir el grueso de su política, singularmente en lo que se refiere a política internacional. Y por otra parte me basta saber que la postura de Aminatu tiene algo que ver con reivindicaciones nacionalistas para que me apetezca muy poco darle la razón, aunque sea contra el repugnante reyezuelo marroquí. Todas mis simpatías están con los saharauis cuando los considero como súbditos y víctimas del esclarecido primo africano de nuestro propio rey, como lo están con cualquier otro desgraciado ciudadano que comparta esa triste situación, sea del Sáhara o del Rif, árabe o tuareg, musulmán o ateo. Pero, lo siento, ni un poquito de ellas acompañan a las reivindicaciones nacionales del antiguo Sáhara español. El más mínimo vislumbre de reivindicación nacionalista, sea saharaui, española, vasca, catalana o servocroata, me encuentra automática y visceralmente en contra, no puedo ni quiero remediarlo. Y una ciudadana que centra sus diferencias con Mohamed en una cuestión en mi opinión tan necia como la independencia de un pedazo de país, y que cree razonable hacer un problema de cuál sea el Estado con cuyo pasaporte puede andar por el mundo tiene, de entrada, muy pocas probabilidades de coincidir conmigo en ninguna opinión que me importe.

De manera que, si entrara en el fondo del asunto, probablemente no tendría muy fácil saber si estoy a favor o en contra de la postura de Aminatu. Pero la propia señora Haidar me ha evitado el dilema. Se ha puesto en huelga de hambre y al hacerlo ha perdido irremisiblemente cualquier posibilidad que antes tuviera de que yo pueda llegar a darle la razón. Ya no me importa saber qué pretende: desde el momento en que lo pide con una huelga de hambre sé que, sea lo que sea, yo no quiero que lo consiga.

Hay pocas cosas que me parezcan más recomendables que no prestar atención a quien dedica el grueso de su actividad a conseguir que se le preste. En todos los casos, pero más aún si para conseguir esa atención emplea la coacción y el chantaje. Y la huelga de hambre, hágala quien la haga y tenga o no razón antes de emprenderla, a mi juicio no es más que un instrumento de coacción y chantaje que, como ocurre siempre con el empleo de medios ilegítimos, contamina de ilegitimidad cualquier fin en cuyo servicio se emplee.

Nunca he comprendido la buena prensa de la que goza esta especie de terrorismo masoquista, ni las simpatías que suele despertar, salvo en casos escandalosamente odiosos, como el de de Juana Chaos, que en paz descanse. (Ya sé, ya, que no se ha muerto. Razón de más para que yo le desee que descanse en paz.) En mi opinión sólo se diferencia de otros métodos violentos en que evita las víctimas inocentes e involuntarias. No es una diferencia desdeñable, desde luego, y gracias a ella miro con menos inquina al huelguista de hambre que a quien coloca una bomba o amenaza con matar a un rehén. Pero nada más que eso, un poco menos de inquina. Aunque presenta innegables ventajas sobre otros métodos de coacción, sigue siendo uno de ellos, que intenta lograr sus fines con la amenaza de causar víctimas. Y como ante cualquier otro método basado en la coacción y la amenaza, creo que jamás hay que ceder ante una huelga de hambre. Por principio. Tenga o no razón quien la utiliza, y pida con ella lo que pida, creo que siempre hay que asegurarse de que no lo consiga en tanto lo pretenda por el repugnante sistema de amenazarnos y estremecernos con el espectáculo de su suicidio lento y público.

"Si muere, la habrá matado el Gobierno español", leí ayer, en un descuido, que declaraba el hermano de la huelguista. Es mentira, claro. Si alguien muere por negarse a comer, nadie más que él mismo es responsable de su muerte, y las relaciones que él pretenda establecer entre su falta de alimentación y cualquier otra cuestión son asunto exclusivamente suyo, que no compete ni obliga a nadie más. Pero es una mentira que mucha gente decide gustosamente creer y repetir, gracias a lo cual sigue y seguirá habiendo gente que cree que ponerse en huelga de hambre es un buen sistema para conseguir que alguien haga lo que, en principio, no estaba dispuesto a hacer.

Personalmente ese intento tramposo y arrogante de trasladar la responsabilidad de la muerte desde quien evidentemente sí la tiene -el huelguista que decide no comer, tenga o no razón en sus pretensiones- hasta quien en ningún caso la puede tener -la instancia de la que el huelguista espera el cumplimiento de sus exigencias, esté o no obligada a cumplirlas de acuerdo con cualquier otro criterio- traslado de la responsabilidad que es el mecanismo en que se basa la huelga de hambre, y que es más eficaz cuantos más papanatas falsamente compasivos lo coreen y lo secunden, me despierta una antipatía automática y sin posibles paliativos. Insisto: póngase usted en huelga de hambre para pedir cualquier cosa, así sea la reivindicación más justa del mundo y más acorde con mis opiniones, y habrá conseguido que, sin más consideraciones, yo pase a desear con fervor que no consiga usted su pretensión. Así soy de mala persona.

Si hay alguien en este mundo que me resulta odioso, inmediatamente después de quien convierte en víctimas a los demás, es quien se convierte en víctima a sí mismo.

martes, 24 de noviembre de 2009

Al amor del marido

Sé poco de la vida privada de Georges Brassens. En parte porque soy poco fetichista, de los literatos me interesa la literatura, de los músicos la música y de Brassens, las canciones, esa magnífica mezcla de ambas cosas; sus anécdotas, sus cotilleos y sus características personales, en cambio, me interesan muy poco, solo en la medida, que creo escasa, en que me sirvan para entender mejor las canciones y disfrutarlas más. Y en parte porque Brassens fue siempre un hombre discreto que eludió la notoriedad y mantuvo siempre su intimidad fuera de la luz pública.


Georges Brassens - Les trompettes de la renommée

Hay una estupenda canción, Les trompettes de la renommée, Las trompetas de la fama, en la que hace declaración explícita de principios a este respecto y dice que se niega a dar tres cuartos al pregonero ("les crier sur les toit et sur l'air des lampions") acerca de las cuestiones que considera de su intimidad, a pesar de los consejos de los enterados: "Les gens de bon conseil ont su me faire comprendre qu'à l'homme de la rue j'avais des comptes à rendre, et que, sous peine de choir dans un oubli complet, je devais mettre au grand jour tous mes petits secrets". ("Gentes de buen consejo me han hecho comprender que tengo que rendir cuentas al hombre de la calle y que, so pena de caer en un completo olvido, debo sacar a la luz mis pequeños secretos"). (¡Y esto lo decía en 1962, cuando las revistas del corazón empezaban a asomarse apenas a los escándalos de los famosos con lo que hoy juzgaríamos una delicadeza exquisita y no se habían inventado aún los programas televisivos de carnaza!) Pero él lo tenía muy claro: "À toute exhibition ma nature est rétive, souffrant d'une modestie quasiment maladive, je ne fais voir mes organes procréateurs à personne, excepté mes femmes et mes docteurs". ("Mi naturaleza es contraria a toda exhibición y, como sufro de una modestia casi enfermiza no dejo ver mis órganos procreadores a nadie, excepto a mis mujeres y a mis médicos"). De modo que la conclusión es tajante: "Refusant d'acquitter la rançon de la gloire, sur mon brin de laurier je m'endors comme un loir". ("Negándome a pagar el precio de la gloria, me duermo como un lirón sobre mi ramo de laurel").


Georges Brassens - À l'ombre des maris

Todo esto viene a cuento de la canción que hoy traigo, Á l'ombre des maris, literalmente A la sombra de los maridos, aunque yo la he traducido, con lo que inmodestamente considero un buen hallazgo, por la anfibológica expresión Al amor del marido, que a la vez alude al afecto que, en sus adulterios, dice haber desarrollado por los maridos de las interesadas, y a la cómoda situación en que se siente "a su amor", es decir, cerca de ellos y disfrutando de su compañía, igual que se está "al amor" de la lumbre. Porque esa es la tesis de la canción, que el amor adúltero es el mejor precisamente por el encanto que le presta el desarrollarse al amor del marido.

No sé, como digo, cuáles ni cuántos fueron los adulterios de Brassens en la práctica, ni si, efectivamente, desarrolló en ellos la estupenda relación con los correspondientes maridos que describe en la canción (...son mari et moi, c'est Oreste et Pylades), pero la teoría me parece francamente cachonda, una manera sumamente conyugal y doméstica de entender lo que en principio parece un ataque frontal contra las virtudes domésticas y conyugales, que queda perfectamente resumida en el estribillo: Ne jettez pas la pierre à la femme adultère, je suis derrière..! ¡No tiréis piedras a la mujer adúltera, que estoy yo detrás..!

(Hoy estoy poco modesto, así que permítanme otra observación sobre las virtudes de mi traducción: la estrofa original francesa es un serventesio alejandrino, es decir, cuatro versos de catorce sílabas que riman en consonante ABAB. Yo he introducido en los versos primero y tercero una nueva rima interior al final del primer hemistiquio o, lo que es lo mismo, los he dividido en dos versos de siete sílabas, por lo que en mi versión española cada estrofa tiene cuatro versos de siete sílabas y dos de catorce, que riman ABCABC. Así soy de chulo...)

En fin, el resultado es este, júzguenlo ustedes mismos:

AL AMOR DEL MARIDO

No se sorprenda usté
si afirmo claramente
que, si fuera bombero, me iría a salvar,
en cualquier caso de
catástrofe inminente,
las esposas infieles en primer lugar.

No tire piedras, no,
a la mujer que pecó,
detrás estoy yo...
Porque para calmar
mis ardientes afanes
de pobre solitario sediento de amor,
nada puedo encontrar
mejor que los desmanes
que una adúltera esposa comete en mi honor.

Usted actúe, pues,
como mejor entienda;
pero yo, por mi parte, puedo asegurar
que el adulterio es
una cosa estupenda,
y un marido en mi amor nunca debe faltar.

Pero ¡mucha atención,
pues no cualquiera vale!
Es preciso elegir, escoger, mirar bien.
Si busco amores con
la señora González,
miro a ver si González me gusta también.

Lo mejor es que el tal
me caiga bien de entrada.
Cuando así no sucede, no hay nada que hacer.
Yo soy muy especial
y no me gusta nada
con cualquier infeliz compartir la mujer.

Cuando no era más que un
jovenzuelo inexperto,
con mujeres de polis derroché mi amor.
Yo no tenía aún
el buen gusto despierto,
hace tiempo que ya no cometo ese error.

Quizá me paso de
exigente, pero estimo
que el marido ha de ser un sujeto cabal,
pues al final sé que
siempre con él intimo
de tanto compartir el lecho conyugal.

Un buen marido da
mucho encanto a la cosa.
Hay marido tan bueno, tan tierno, tan fiel,
que incluso cuando ya
no se quiere a su esposa
hay que fingir que sí, por quedar bien con él.

Ese es mi caso actual.
Solo apenas consigo
cumplir mi obligación con su horrible mujer,
pero estaría mal
desairar a un amigo,
y, por no disgustarle, no puedo romper.

Encima de que no
me gusta, ella me engaña,
y cuando yo, furioso, me enfrento a los dos
"¡Ya basta! ¡Se acabó!"
-vocifero con saña.
Y él me suplica: "¡No, no nos deje, por Dios!"

Al ratito después
de nuevo estamos tiernos.
Yo le digo: "Es usted mi cornudo mejor."
Y él responde, cortés:
"Entre todos mis cuernos,
los que me ha puesto usted son mi timbre de honor."

Así que sigo allá,
y cuando la muy fresca
se retrasa por culpa de algún nuevo amor,
y la chacha no está,
y él se ha marchao de pesca,
el que cuida a los niños es un servidor.
À L'OMBRE DES MARIS

Les dragons de vertu
n'en prennent pas ombrage,
si j'avais eu l'honneur de commander à bord,
à bord du Titanic
quand il a fait naufrage,
j'aurais crié: "Les femmes adultères d'abord!"

Ne jetez pas la pierre
à la femme adultère,
je suis derrière...
Car, pour combler les voeux,
calmer la fièvre ardente
du pauvre solitaire et qui n'est pas de bois,
nulle n'est comparable
à l'épouse inconstante.
Femmes de chefs de gare, c'est vous la fleur d'époi.

Quant à vous, messeigneurs,
aimez à votre guise,
en ce qui me concerne, ayant un jour compris
qu'une femme adultère
est plus qu'une autre exquise,
je cherche mon bonheur à l'ombre des maris.

À l'ombre des maris,
mais cela va sans dire,
pas n'importe lesquels, je les trie, les choisis.
Si madame Dupont,
d'aventure, m'attire,
il faut que, par surcroît, Dupont me plaise aussi!

Il convient que le bougre
ait une bonne poire,
sinon, me ravisant, je détale à grands pas,
car je suis difficile
et me refuse à boire
dans le verre d'un monsieur qui ne me revient pas.

Ils sont loins mes débuts
où, manquant de pratique,
sur des femmes de flics je mis mon dévolu.
Je n'étais pas encore
ouvert à l'esthétique,
cette faute de goût je ne la commets plus.

Oui, je suis tatillon,
pointilleux, mais j'estime
que le mari doit être un gentleman complet,
car on finit tous deux
par devenir intimes
à force, à force de se passer le relais.

Mais si l'on tombe, hélas!
sur des maris infâmes…
Certains sont si courtois, si bons si chaleureux,
que, même après avoir
cessé d'aimer leur femme,
on fait encor semblant uniquement pour eux.

C'est mon cas ces temps-ci,
je suis triste, malade,
Quand je dois faire honneur à certaine pécore,
Mais, son mari et moi,
c'est Oreste et Pylade,
Et, pour garder l'ami, je la cajole encore.

Non contente de me
déplaire, elle me trompe,
et les jours où, furieux, voulant tout mettre à bas,
je crie : "La coupe est pleine,
il est temps que je rompe!"
le mari me supplie : "Non, ne me quittez pas!"

Et je reste, et, tous deux,
ensemble on se flagorne.
Moi, je lui dis : "C'est vous mon cocu préféré."
Il me réplique alors :
"Entre toutes mes cornes,
celles que je vous dois, mon cher, me sont sacrées."

Et je reste et, parfois,
lorsque cette pimbêche
s'attarde en compagnie de son nouvel amant,
que la nurse est sortie,
le mari à la pêche,
c'est moi, pauvre de moi, qui garde les enfants.


viernes, 6 de noviembre de 2009

Desde la catástrofe inminente


Javier Krahe - Antípodas

Manifiestos, artículos, comentarios, discursos.
Humaredas prendidas, neblinas estampadas.
Qué dolor de papeles que ha de barrer el viento,
qué tristeza de tinta que ha de borrar el agua...

Quieres coger una hoja de papel sobre la mesa ¿qué es lo primero que buscan tus dedos? El borde de la hoja. Su final. Para manejar la hoja empiezas desde lo que no es la hoja, desde donde ya no hay hoja.

La hoja se deja asir, mansa, porque sabe que hay un lugar, el lugar donde ella acaba, el lugar en que ella ya no está, desde el que quien manda eres tú. Está la hoja atemorizada por su propio contorno, controlada por su finitud, disminuida por la consciencia de sus límites, sometida a quien sepa encontrarlos y esgrimirlos. Vive constreñida por la inmediatez de su final; y así la agarramos, tan ricamente, y hacemos de ella lo que nos place. Escritos, instancias, diplomas o gurruños para la papelera.

Como a una hoja cualquiera, se nos maneja desde nuestros límites. Porque sabemos que tenemos un final somos dóciles a quien lo ase y lo usa. Como la hoja, nos hemos acostumbrado y ya no sabríamos ser sin esa inminencia permanente de dejar de ser. Ni sabríamos qué hacer si no nos lo impusieran desde el final, desde fuera. Desde el Borde que da la precisa forma de la hoja. Desde la Catástrofe que da el exacto tamaño de nuestra vida.

Qué sería de nuestra vida sin la Catástrofe. Qué sin el Milenio, sin la Peste, sin el Apocalipsis. Qué sin el Bárbaro que amenaza, sin el Enemigo que acecha, sin el Colapso que Todos Los Signos Ya Anuncian.

Sin la Conjura Masónica, sin la Horda Roja, sin la Amenaza Nuclear, sin el Peligro Amarillo, sin el Nihilismo Materialista, sin el Terrorismo Islámico.

Sin el Calentamiento Global. Sin el Cambio Climático. Sin la Gripe A.


Sin el Miedo. Y sin la Culpa.

domingo, 18 de octubre de 2009

Niños y manifestaciones


Me da igual cuál sea el motivo de la convocatoria. Desde el mismo momento en que veo niños en una manifestación, empiezan a caerme gordos los manifestantes y la causa que defienden. Creo que nunca, con ningún motivo, debe llevarse un niño a una manifestación.

Una manifestación, que desde un punto de vista adulto puede ser un medio legítimo de defender una postura política, para los ojos de un niño creo que es, antes que nada, la ocasión y el medio de que aprenda, por la eficaz y directa vía de los hechos, cosas que nunca deberíamos enseñarle: que una consigna coreable sustituye ventajosamente a un razonamiento; que estar todos de acuerdo es algo festivo y deseable en sí, al margen de acerca de qué lo estemos; que ser muchos tiene algo que ver con tener razón; que quien piensa de otro modo y no marcha ni grita con nosotros es un extraño y, potencialmente, un enemigo; que el funcionamiento habitual del mundo puede ser interrumpido, e inutilizados temporalmente los espacios que son de todos, en beneficio de puntos de vista o de problemas que no son de todos

Ni siquiera creo que debamos transmitir a nuestros hijos nuestras opiniones políticas. Hasta los catorce o quince años, salvo excepciones precoces o tardías, los niños no tienen por la política ningún interés personal y espontáneo, si no se lo inducimos. La tarea de los padres es asegurarse de que, llegados a esa edad, tengan los hábitos de pensamiento lógico, interés por el mundo, conocimiento de sus mecanismos básicos de funcionamiento y manejo social necesarios para que puedan empezar a formarse sus propias opiniones; respetar su personalidad y su independencia para que se las formen y suministrarles toda la información que el hijo pida y el padre tenga. Si, además, el hijo quiere saber cuál es la opinión del padre sobre asuntos concretos, no hay ningún problema en contársela, dejando claro que se trata de una opinión y que existen otras igualmente respetables y defendibles. Esta me parece la única actitud cívica y respetuosa para con todas las ideas pero, sobre todo, para con el niño. Cualquier otra cosa me parece una manipulación inmoral, dañina en primer lugar para el niño y, después, para el conjunto de la sociedad.

Si unos padres quieren llevar a su hijo a una manifestación, evidentemente no es posible impedírselo, pero creo que se equivocan gravemente. Perjudican al niño utilizándolo al servicio de una causa y perjudican a esa causa utilizando niños en su servicio. Y si es otro cualquiera quien lo hace, distinto de los padres y sin su consentimiento explícito, creo que su acción debería considerarse directamente delito y perseguirse como tal.

miércoles, 7 de octubre de 2009

¿Qué más quiere la ciencia en España que unas buenas tijeras?


Hay hoy prevista, por lo que me ha llegado, una iniciativa bloguera para que los cuatro sediciosos de siempre aprovechen lo que creen una buena ocasión y perseveren en su sempiterna tarea, la maledicencia y la labor de zapa contra el sin par Gobierno que tenemos la dicha de disfrutar. Creo mi gregario deber de buen ciudadano no solo no sumarme a este malintencionado movimiento sino, en la medida de mis pobres fuerzas, tratar de combatirlo, neutralizarlo y demostrar que no todo son insidias y malevolencias en la blogosfera, y que hay también blogs leales y conscientes que saben a qué ascua deben arrimar su sardina.

El pretexto para la algarada es, al parecer, el recorte del Presupuesto de que disfruta la ciencia española. Mi primera sorpresa ha sido enterarme de que la ciencia española tenía un presupuesto. ¿Qué digo? De que existía algo llamado ciencia española. ¿Quién ha oído hablar nunca de tal cosa? Si suena a oximoron, más que a nada... Jamás, en mis bien aprovechados años de bachillerato, supe de ninguna ley física, teorema matemático, especie animal o vegetal, elemento químico o astro que debieran su formulación o su descubrimiento a un español, ni que llevaran otro nombre que los consabidos franceses, ingleses, alemanes o hasta italianos o escandinavos. Quiero decir que uno puede tomarse en serio la Ley de Boyle Mariotte, o la de Rutheford, y hasta el experimento de Torricelli -digo así, por ejemplo, desempolvando mis remotos recuerdos escolares- pero ¿les parece a ustedes que se podría estudiar algo que se llamara, pongo por caso, Principio de Gómez Iglesuela? ¿Creen que cabría en la tabla periódica de elementos una que se llamara, sin ir más lejos, "garridelio"? ¿Se imaginan un nuevo planeta o una nueva estrella identificados como "Fernández"?

Ya ven lo que quiero decir. ¿Ciencia española? ¡Venga, hombre! Ni falta que nos hace.

Bueno, pues con tan débiles, por no decir inexistentes, credenciales, resulta que este ente de razón tenía, y tiene, asignadas cuantiosas sumas del erario. Partidas presupuestarias que, detraídas de gastos legítimos y necesarios -cosas como coches oficiales, gastos de representación, mantenimiento de edificios gubernamentales, retribuciones de los probos funcionarios que son su adorno y su razón de ser, subvenciones a diversas entidades de gran interés social y cultural; lo que viene siendo el Presupuesto, vaya- se dedicaban, y se dedican, a esta entelequia no ya cuasi inexistente, sino de existencia, en todo caso y a todas luces, superflua. Que semejante despilfarro se haya mantenido en tiempos de bonanza puede pasar, por razones estéticas, más que otra cosa, y para acallar insidias: si todos los presupuestos nacionales dedican dinero a esas cosas, sea, pongamos también nosotros en el nuestro alguna partida "científica". Sobrando, como digo, no hay inconveniente en malgastar unos cuantos millones de euros en asuntos así.

Pero ¿qué más lógico y natural que, cuando llega el momento de crisis y la penuria pone en peligro nuestros sueldos, nuestras prebendas, nuestro bien tramado montaje de reparto de dinero entre quienes bien se lo han ganado, suprimir los gastos innecesarios y meramente ornamentales? ¿Cabe medida más sensata? ¿Puede pedirse muestra mejor de prudencia y buena administración? La ministra del ramo, consciente la buena mujer de ser no menos superflua y ornamental que el dinero dedicado a su fantasmático departamento, ha sido la primera en mostrarse en todo conforme con el recorte. Le ha parecido de perlas, claro. Para eso es ministra y cobra su buen sueldo, para enfocar los asuntos públicos que le han sido encomendados con rigor y sensatez, y no para poner pegas absurdas y peros impertinentes.

Sigamos su ejemplo el resto de ciudadanos y congratulémonos, con ella, de esta nueva muestra de la sabiduría gubernamental. ¿Que la ciencia española necesita medios? Con el gracejo y el savoir faire que le caracterizan, el Gobierno le ha dado los que más falta le hacían: unas tijeras, para ponerla en su sitio. Esperemos que no le falte ahora mano firme para usarlas a fondo, hasta dejar esta impertinencia extemporánea reducida a las convenientemente inadvertibles dimensiones que siempre ha tenido y de las que solo algunos soñadores irresponsables y mal aconsejados han pretendido, felizmente sin fortuna, hacerla salir.

PD.- ¿Cuándo una asignación presupuestaria para blogs adictos y razonables, señora ministra?


domingo, 20 de septiembre de 2009

¿Mayor o menor? (Donde el tamaño sí importa)

Que no cunda el pánico, esto no es lo que parece. Aunque el título haya podido despertar otras expectativas en sus rijosas mentes, se trata nada más que de una nueva entrega de mis interminables disquisiciones musicales, de las que sin duda acabaré por aburrirme algún día. Día que, lamento comunicarles, no ha llegado aún. De hecho, me propongo, en primer lugar, proceder a la

Solución del acertijo musical

que quedó aquí planteado hace una semana (¡Caramba, lo prolífico que me estoy volviendo! A ver si se me van a acostumbrar mal...)



Sí, señores: como acertó sagazmente... esto... un momento... eh... nadie... eh... decía que... la misteriosa melodía que, convenientemente alterada, sirvió de voz principal a mi composición musical del anterior post era... el Himno Nacional. Mi alteración consistió en volverlo del revés y volver luego a armonizar el resultado.

(Mi agradecimiento de autor novel para todos los que han respondido a la adivinanza con sus conjeturas. Merece especial mención Zafferano, por su perseverancia en tratar de acertar con repetidos disparos que, desafortunadamente, no dieron ninguno en el blanco. Lansky, con su única apuesta por "Clavelitos", es el que menos lejos anduvo; por lo menos acertó con el género, que en ambos casos viene a ser, como es notorio, la exaltación de los valores patrios.)

El Himno Nacional, también conocido como Marcha Granadera o Marcha Real Española, es un toque militar del siglo XVIII que, sin duda a falta de algo mejor, nuestros gobernantes de 1870 decidieron dejar como símbolo musical de la nación, y que ha seguido siéndolo desde entonces con la más o menos entusiasta aquiescencia general y con las interrupciones y amenidades que son del dominio público. (Como dice Mafalda: si vos creés que es elblico el que domina los acontecimientos...)


Pues sí, pues sí. Verán: si a esta conocida melodía:



se le da la vuelta, esto es, se escriben exactamente las mismas notas en el orden contrario, empezando por la última y acabando por la primera, queda esta otra, que la verdad es que no se le parece en nada, no me extraña que nadie la reconociera:




Esta segunda, la Marcha Real del revés (podemos llamarla la Laer Ahcram, para entendernos), es la que, tras la inexplicable inspiración que me llevó a realizar esta maniobra subversiva –"démosle la vuelta al menos a esto, ya que a otra cosa no podemos", me dije– decidí yo tomar como melodía principal de mi composición.

Naturalmente, el cambio requiere mucho trabajo. Para que se hagan una idea: si hiciéramos la misma operación con una novela y la escribiéramos de nuevo pero colocando en orden contrario las principales peripecias del argumento, tendríamos que reescribir un montón de cosas. No es lo mismo, por ejemplo, contar que Johny encontró a su mujer en la cama con su mejor amigo y decidió, en vista de ello, alistarse en la Legión Extranjera, que contar que Johny resolvió conocer por fin el África enrolándose en la Legión Extranjera y su esposa aprovechó la ocasión para beneficiarse al mejor amigo de su marido. Son historias totalmente diferentes, que requieren explicaciones, emociones, motivaciones y mises en scène por completo distintas.

Bueno, pues con la música pasa lo mismo: las armonías, segundas voces y demás chundaratas que acompañaban satisfactoriamente a la Marcha Real resultan por completo inadecuadas, discordantes y tirando a inexplicables cuando se les da la vuelta y se pretende que acompañen a la Laer Ahcram. No sirven, hay que inventarse otras. Eso es lo que hice, con gran trabajo y resultado opinable, pero en cualquier caso perfectamente intrascendente: en resumidas cuentas, tampoco es así como acabaremos con la Monarquía. Vaya por Dios.

La verdad es que estas manipulaciones musicales, aunque políticamente inútiles, resultan muy entretenidas y constituyen un buen sucedáneo para los que, faltos de talento para inventarnos nuestra propia música, queremos no obstante experimentar algo remotamente parecido a lo que debe ser el disfrute de los compositores de verdad. Yo al menos me lo he pasado muy bien y he aprendido mucho aderezando un par de melodías de las diversas maneras que se me han ido ocurriendo; y llevado de mi afán didáctico tanto como del no menos noble de escribir algo en este blog, me propongo ahora compartir con ustedes al menos la instrucción, con la esperanza de que algo les alcance también de la diversión.

La de darle la vuelta como a un calcetín es una de las metamorfosis más radicales a que puede someterse una melodía, pero hay otras no tan drásticas que también dan un juego muy satisfactorio. La más sencilla de todas, por ejemplo: cambiarla de tono. Si todas las notas de una música cualquiera se suben, o se bajan, en la misma cantidad de medios tonos –que vienen a ser las unidades mínimas de la música decente, desde que Bach escribiera El clave bien temperado hasta que los músicos contemporáneos han resuelto prescindir al tiempo del clave y de la templanza– seguimos teniendo la misma melodía, perfectamente idéntica y reconocible, pero transportada a una tonalidad distinta de la que su creador dispuso. Es tan elemental esta manipulación que, de no mediar comparación inmediata y recordable entre las dos tonalidades, no solo nadie la advierte –salvo dos o tres felices mortales que gozan de lo que se llama "oído absoluto", lo que les supone un gran ahorro en diapasones– sino que todos la realizamos sin saberlo y con la mayor soltura cuando silbamos o cantamos cualquier melodía. Lo hacemos empezando en la nota que nos pide el cuerpo o que nos permite la voz, que rara vez, y solo por casualidad, será la que señala la partitura original. Nos quedamos tan anchos y a nadie le parece mal porque, de hecho, está muy bien. Una melodía viene a ser como una figura, que no cambia aunque se la traslade de lugar. Igual que un dibujo cualquiera sigue siendo el mismo lo pongas arriba o abajo de la hoja, una melodía sigue siendo la misma la toques empezando en Do o en Mi. Lo que la define no es dónde está, sino qué distancia hay entre sus notas, y mientras esta no varíe no se "deformará", y seguirá siendo la misma. Por eso siguen ustedes reconociendo la Marcha Real si, en vez de escribirla en Do mayor, como está arriba y ordena la versión canónica, la bajamos cuatro semitonos y nos la plantamos así en La bemol Mayor:



¿A que les da igual? Más baja de tono, pero sigue siendo la Marcha Real, a la que, como a cualquier otra música, podemos subir y bajar tranquilamente por toda la escala musical, valga decir por todo el teclado del piano, sin que sufra modificación advertible.


También resulta muy vistoso cambiar el ritmo, esto es, la duración relativa de las notas y de los silencios. Si se hace con un poco de criterio, salen cosas muy interesantes. Vean, por ejemplo, lo que promete una simple redistribución de duraciones en los primeros compases de la Marcha Real (espero que el intenso manoseo a que la estoy sometiendo no resulte ser ninguna clase de desacato, porque entonces se me va a caer el pelo):



Tiene ritmo, ¿verdad? Bueno, así, a palo seco, queda un poco sosa; pero si le metemos unas cuantas notas de relleno, le ralentizamos un poco el tempo y le ponemos un sencillo acompañamiento para la mano izquierda, nos queda esta especie de foxtrot:



en el cual quien siga reconociendo la melodía de nuestro Himno Nacional cuenta con mi más cordial enhorabuena y con mi personal garantía de que tiene un oído estupendo. Porque, aunque está ahí, con todas sus notas, es cierto que a primera vista no es fácil advertirlo. Traten ustedes de tararearlo al tiempo que suena mi arreglo y verán lo bien que encaja.


Ahora bien, la manipulación más espectacular de todas, en mi opinión; la que ha dado origen al título de este post, es también una de las más sencillas. La que consiste en variar el modo mayor o menor en que está la tonalidad. Es sorprendente lo que puede cambiar una música sólo con bajarle medio tono unas cuantas notas elegidas estratégicamente –si está en Mayor y queremos pasarla a Menor– o con subírselo a esas mismas notas –si la transformación deseada es la contraria–.

Por lo poco que yo sé del asunto –no me hagan mucho caso, en esta materia soy perfectamente autodidacta y probablemente me estoy inventando o contando mal buena parte de lo que sigue– lo de mayor o menor no se refiere a otro tamaño que al de la tercera que separa las dos primeras notas del acorde correspondiente a la tonalidad en que está la música en cuestión.

Esto de la tercera tiene también sus bemoles: para no perder el estilo arbitrariamente irracional que preside toda la terminología musical, los músicos llaman tercera al intervalo que separa dos notas alternas cualesquiera, "primera" y "tercera", respectivamente, en el orden en que están en la escala diatónica (perdonen el palabro: en las teclas blancas del piano). Intervalo que, notoriamente, será de dos "unidades": tres menos uno, dos. Bueno, pues es igual; ellos lo llaman tercera, imagino que por el aquel de despistar a los no iniciados.


Para acabar de arreglarlo estas "unidades" no son todas iguales, porque algunas tienen dos semitonos y otras solamente uno. Fíjense ustedes en el teclado –me refiero al de un piano, o instrumento similar, no al de su ordenador– y verán que las teclas negras no están repartidas homogéneamente: entre dos teclas blancas consecutivas puede haber una tecla negra, es decir, dos semitonos, o puede no haber ninguna, y entonces solo las separa un semitono. Como consecuencia hay terceras más largas que otras; terceras de cuatro semitonos, que son terceras mayores, y terceras de solo tres semitonos, que son terceras menores. ¿Me siguen?

No, ¿verdad?

Sinceramente, no puedo reprochárselo.

Bien, a lo que iba: al parecer las dos primeras notas de cualquier acorde, o tonalidad, están siempre a la distancia de una tercera o, por decirlo más exactamente, la segunda nota de un acorde es siempre una tercera de la nota por la que empieza. (Esta última se llama, creo, tónica y es la que le da nombre al acorde: Do Mayor empieza por Do, La sostenido Menor empieza por La sostenido...) Si es una tercera mayor, uséase si está a cuatro semitonos de la tónica–la distancia de Do a Mi, pongo por caso– el acorde está en modo Mayor. Y si es una tercera menor, es decir, a solo tres semitonos de la tónica–lo que va de Re a Fa, un poner– el acorde está en modo Menor.

(Si no lo han entendido no se preocupen, es culpa mía y además no es importante. La música, ahora que no me oye ningún profesional, es para disfrutarla. Destriparla para averiguar cómo funciona merece la pena solo si nos divierte.)


Sí es importante, en cambio, la diferencia sonora entre ambas clases de acorde que, a pesar de estos nombres, no tiene absolutamente nada que ver con tamaño, cantidad o altura. Es mucho más espectacular. Si hay que situar sus efectos en algún terreno, yo los colocaría en los del color, la luz o la emoción. Pero como no suele gustarme caer en el lirismo, omitiré las descripciones y pasaré directamente a un conocido ejemplo pictórico, la Catedral de Rouen pintada por Monet a dos horas distintas del día, que, por una vez, vale casi tanto como mil palabras, incluso aunque sean mías.

Mejor aún ilustrará lo que quiero decirles un ejemplo musical. Vean ustedes, por variar de himno y no desgastar más al nuestro, esta versión de La Marsellesa. (Esta vez el arreglo no es mío, me lo he bajado de Internet, donde puede encontrarse y descargarse gratis, en formato MID, prácticamente cualquier música que se busque. Habitualmente la descarga provoca que el ordenador "toque" la música con cualquiera de los programas que traen puestos a estos efectos, pero si uno tiene el Finale instalado puede "abrirlo", en vez de tocarlo, y se encuentra con una valiosa partitura que, además, puede guardar, retocar y modificar a su antojo. Imagino que al hacerlo estoy vulnerando de varias maneras distintas al menos dos o tres derechos de autor por cada partitura. No duermo, del remordimiento.)

La Marsellesa es un canto guerrero del siglo XVIII, como la Marcha Real, y, como ella, está en un brioso y enérgico tono Mayor. Do Mayor, concretamente, que parece ser el preferido para los himnos. Suena, como bien saben ustedes, así:



y oyéndola se comprende que a sus sones los franceses tomaran la Bastilla, guillotinaran a medio Gotha y conquistaran otra media Europa. Según Napoleón, que no tenía ni idea de música pero de guerra algo sabía, esta música les ahorró muchos cañones.


Si ahora va uno –yo, sin ir más lejos– y se dedica a la laboriosa tarea de buscar en la partitura todas las notas que coinciden con las terceras mayores de las tónicas de los acordes que se suceden en esta música y en los que resulte necesaria la transformación; borrarlas y sustituirlas por otras iguales pero medio tono más bajas, es decir, correspondientes a las terceras menores, lo que ha conseguido al cabo de cosa de un par de horas de trabajo es cambiarle el modo. Ya no está en Mayor, sino en Menor.

Podemos llamar, a lo que nos ha quedado, la Marsellesita. (Digamos, de paso, que la Marsellesa no esta integramente en tono mayor; tiene un pedazo, ese en el que habla de los feroces soldados que vienen a degollar a nuestras mujeres e hijos, en el que se pasa un ratito al modo menor, cuatro compases, para ser exactos. En ese pasaje he hecho la maniobra inversa y he subido en medio tono las notas correspondientes, para que quede en modo mayor y se conserve el contraste original.)

La Marsellesita, o Marsellesa en tono menor, suena insidiosamente reconocible, pero muy, muy distinta de su hermana mayor. Ya no inspira deseos de degollar aristócratas ni de cargar a la bayoneta contra los prusianos. A lo sumo, de meditar piadosamente sobre la mera consideración de semejantes actividades, para deplorar la triste condición humana y su inclinación a la violencia. Ya no se adapta tan naturalmente a sus notas esa frase final tan bonita: ¡Que una sangre impura riegue nuestros surcos!, que siempre me ha causado un sobresalto considerable. (¿Se imaginan ustedes decir semejante cosa en un himno que se escribiera hoy? Los franceses es que escribieron su himno hace doscientos y pico años. A nosotros se nos ha pasado la edad, mejor dejamos sin letra al nuestro.)

Con lo que a continuación oirán si aprietan el botón lo más que puede invocarse como riego de los campos de Francia son las dulces lluvias de la primavera, o el llanto que brote de los enternecidos ojos de los agricultores que lo escuchen. La cosa suena así:



A mí me parece una ilustración bastante clara de la diferencia de sonido, significado y emoción que existe entre las tonalidades mayores y las menores; y de cómo hay asuntos en los que tenerla mayor o menor –la tonalidad, digo– es una cuestión importante.

domingo, 13 de septiembre de 2009

Acertijo musical


Acertijo Musical - Júbilo Matinal

No, lo siento. No se me ha pasado aún la manía de las musiquitas. Al contrario, sigo dándole al Finale NotePad a ratos perdidos, y les sorprendería a ustedes saber la cantidad de ratos perdidos que puedo reunir al cabo de un mes o dos.

Y me lo paso muy bien, la verdad. He dado un paso más, y me he lanzado a inventarme mis propias músicas. Efectivamente, la que encabeza este post es mi primera composición musical. ¿Por qué, entonces, –se preguntarán quizás ustedes, o al menos aquellos de ustedes que, inasequibles al desaliento, hayan apretado el botón– suena como si fuera una jiga escocesa interpretada por una banda de gaiteros jubilados que desfilaran por el páramo contra un fuerte vendaval? ¿Hay, oh Júbilo, alguna razón para que aumentes la ya más que suficiente cantidad de jigas escocesas en una más, que encima no es ni escocesa ni jiga? ¿No podías ceñirte a los boleros, pongamos por caso?

Duras palabras son esas para unos fieles lectores, pero trataré de responderlas. En primer lugar, si hubiera compuesto un bolero me habrían preguntado ustedes, con igual justicia, qué necesidad había de aumentar el ya más que suficiente número de boleros. En segundo, ese sonido rasposo y ondulante que no habrán dejado de advertir no es de mi exclusiva responsabilidad. Gran parte de la culpa es del Finale, que sin duda hace lo que puede para imitar fielmente los timbres del saxo o del cello, pero que parece que puede poco; y el proceso de convertir el archivo MUS original, el que yo escribo como partitura, en otro MID que suene, y este en otro MP3 que pueda reproducir cualquier ordenador, y subir este último a DivShare para que desde allí puedan bajarlo ustedes, tampoco ha contribuido a mejorar el resultado final, que se ha ido dejando rebañaduras y perdiendo apresto en cada uno de estos trasvases. Por último, pero no menos importante, la errática melodía, esa que les ha hecho pensar con nostalgia en los posts que dedico a cualquier otro asunto, tampoco puede serme imputada por entero. La cosa es así:

De las cuatro voces que suenan (sí, hay cuatro, aunque parezcan una masa indistinta), tres son de mi exclusiva invención y responsabilidad. Arropan muy polifónicamente a la principal, le proporcionan un apoyo armónico y le sirven de envoltorio y acompañamiento. Pero esa voz principal a la que las otras tres dan, por así decirlo, una "explicación" armónica, no me la he inventado yo. Como en tantos otros terrenos en los que incurro, tampoco en el musical me distingo por mi creatividad, y también en él me viene bien un empujoncito inicial en el que apoyarme, así que la melodía conductora está, digamos, inspirada en otra previamente existente, que yo me he limitado a modificar, siguiendo unas precisas pautas sobre las que de momento me permitirán que no dé más detalles. Se trata de una pieza muy popular y, sinceramente, tengo curiosidad por saber si mis maniobras han conseguido enmascararla por completo o si, por el contrario, hay alguno de ustedes que siga pudiendo reconocer, a pesar de mis maquinaciones, de qué música se trata. Puedo asegurar que, la reconozcan aquí o no, todos ustedes la han escuchado más de una vez y la reconocerían si se la presentara sin manipulaciones.

Si alguien cree saber la solución a este acertijo musical puede publicarla en los comentarios, chafando así a cualquier otro que quisiera intentarlo después. Eso no deja de tener su gracia. Y puede también comunicarme privadamente su respuesta en el correo electrónico que figura en el perfil de Júbilo Matinal y que reproduzco aquí: jubilomatinal seguido de arroba y acontinuación gmail punto com. Los acertantes, anticipo, gozarán de la mayor consideración general y de mi personal admiración, que no son poco premio.

En cualquier caso, haya o no respuestas, cualquier día de estos daré yo mismo la solución. Entretanto, disfruten. De nada.

domingo, 6 de septiembre de 2009

Un servicio del Ayuntamiento de Madrid (2)


Georges Brassens - Stances à un cambrioleur

De modo que allí estábamos I y yo,esperando el regreso de nuestra, respectivamente, madre y esposa, que se había adentrado en el territorio hostil del Depósito Municipal de Vehículos con la única compañía de un guía nativo inamistoso, y de la que ahora nos separaban una alambrada cerrada con candados y cerrojos y unos cuantos miles de metros cuadrados llenos de coches abandonados. Recé mentalmente para que, si llegaba a producirse el enfrentamiento –cosa muy probable, dada por un lado la catadura general del segurata y por el otro el estado de ánimo cercano a la ebullición en el que sabía a mi mujer– a ella no le fallaran los reflejos. "Si consigue pillarle desprevenido puede tener alguna posibilidad", calculé. "No parece en muy buena forma y no esperará ser atacado por una madre de familia. Espero que tenga el sentido común de quitarle la pistola antes de golpearle. Mientras está conduciendo, sería el mejor momento..." Me distrajo de estos pensamientos la llegada de una pareja.

–¿Esto es el puto depósito de coches?– nos saludó, más expeditiva que cortés, el miembro femenino, una jovencita que parecía atormentada por una pena secreta. Asentimos, y mientras él, siguiendo nuestras indicaciones, entraba en el cobertizo, ella decidió hacer su pena un poco menos secreta y, sin duda para bajar presión, comenzó a rociarnos con unos cuantos escapes de su caldera interior. Atraje a I hacia mí, para protegerle en caso necesario y para que su evidente condición de no beligerante nos identificara a primera vista como neutrales y posibles aliados.

–Me llaman ayer al trabajo –soltó su primer chorro la recién llegada– para decirme que se me han llevado el coche, porque van a rodar no sé qué mierda de película, y que lo puedo recoger en... no sé cómo cojones lo llaman, pero por lo menos estaba en un sitio civilizado, joder. Que lo tendrían allí cinco días y luego lo traerían al depósito si no lo recogíamos antes. Vamos allí esta mañana y me dicen que ya no está allí, que se lo han traído a este puto culo del mundo... ¡Y que traiga una grúa, porque a lo mejor ahora no anda! Ayer andaba perfectamente, así que ¿por qué leches no va a andar hoy? ¿Qué le han hecho, los cabrones estos? ¿Quién coño me va a pagar a mí el arreglo? ¿Y el taxi que hemos tenido que coger para venir a este jodido vertedero? ¿Y de dónde cojones saco yo una grúa, y quién la va a pagar?

Reconocí lo justo de su ira y desplegué toda mi simpatía. Tanto por solidaridad elemental como por regular en lo posible el flujo de denuestos, que I, siempre interesado en el lenguaje, escuchaba con gran atención, probablemente tomando nota mental de los hallazgos expresivos más felices. Nuestra nueva amiga pasó de lo que podríamos llamar parte expositiva de su desahogo a la dispositiva, una explicación fervorosa de sus proyectos inmediatos, que incluían explícitamente el homicidio indiscriminado y la destrucción a gran escala de objetos, de modo que, prefiriendo prevenir a curar, la conduje con mano firme y palabras de aliento hacia el interior del chamizo, donde me pareció que sus iniciativas encontrarían un campo de acción más amplio y útil. Allí la dejé con su novio, estrellando sus iras al alimón contra la estolidez imperturbable del tipo del mostrador y salí de nuevo a la relativa paz exterior. I aplastaba la cara contra la alambrada, en busca vana de algún atisbo de su madre.

–No vienen...– me dijo.

La verdad era que ya tardaban en volver. "No se han oído disparos ni gritos de auxilio", me dije para tranquilizarme. "M es muy rápida corriendo, y entre tanto coche no le será dificil darle esquinazo. Si han llegado hasta el Golf, allí hay una llave inglesa..."

Pero al fin oímos llegar al cochecillo a toda velocidad. Se detuvo al otro lado de la verja con un frenazo y, como en los atracos, las dos puertas se abrieron a la vez y M y el sicario, sin señales visibles de violencia en sus personas, se bajaron cada uno por su lado. M nos saludó con la mano y nos hizo señas de que entráramos en la caseta, mientras seguía la rápida marcha del rufián hacia la puerta trasera. Nos reunimos todos en la oficinilla, ellos entrando por detrás y nosotros por delante, y nuestra entrada interrumpió por un momento la batalla del mostrador. M comenzó a ponerme en autos, nunca mejor dicho, de sus andanzas por la Frontera, y algo magnético había en su tono y ademán que hizo que, según empezaba a hablar, el habitáculo todo quedara suspenso, pendiente de sus labios:

–No tiene gota de gasolina. Le he hecho el puente y el motor de arranque funciona, pero la grúa lo ha dejado caer al fondo de un terraplén y no creo que pueda subir aunque consigamos que ande, porque la cuesta es enorme y está encima de un matorral. Lo ha debido de aplastar al caer y se ha quedado medio encajado. He tenido que romper unas cuantas ramas para abrir el maletero, me he hecho cisco las manos. Ese señor del jersey azul –señaló sin mirarlo al Guardia de Inseguridad, que nos miraba hosco– no ha movido un dedo para ayudarme. Ni se ha acercado al coche. Se ha quedado arriba, cruzado de brazos. Cuando le he dicho que si no nos lo sacan de ese agujero en que lo han tirado no nos lo podemos llevar, me ha contestado que traigamos nosotros una grúa, que el coche se queda donde está hasta que nosotros lo movamos.

La jovencita prorrumpió en una especie de ovación triunfal: se confirmaban sus peores sospechas y le traían combustible de refuerzo y una aliada de su sexo, siempre más de fiar que los contemporizadores varones. El del mostrador, contento de poder desentenderse aunque fuera un momento del acoso de la pareja, creyó llegado el momento de intervenir.

–Si quieren ustedes volver con una grúa, nosotros tenemos abierto hasta...

–Lo que es yo –declaró en ese momento el segurata– no pienso volverla a acompañar. Ya he ido una vez y no voy más.

Alguien se ha llevado del maletero el balón de fútbol de I– siguió contándonos M, mirándole fijo. –El ladrón se ha dejado dentro un montón de cosas suyas, hasta un pico, así que no creo que haya sido él.

–¡El balón de mi cumpleaños!– clamó I.

–Yo te compraré otro, hijo, no te preocupes.– dijo M.– Ahora lo que quiero es irnos de aquí. Cuanto antes.

–Pues vámonos– concluí yo.

–¿Pero no se llevan ustedes el coche?– quiso saber el del mostrador.

–Hoy no. Ya vendremos otro día que tengamos más ganas. Y si se les ocurre a ustedes cobrarnos ni un solo euro por el depósito del coche... –busqué una amenaza verosímil y, como no la encontré, acabé con cierta prisa– los denunciaré por receptación de vehículo robado y saldremos todos en los periódicos.

Y nos fuimos los tres. Fué una salida más o menos digna y tuvimos el consuelo, mientras cruzábamos la puerta exterior en busca de mi coche, de oir a nuestra espalda cómo redoblaban los gritos de la jovencita, cubriéndonos la retirada.

* * * * *

Mi jefa, que se ríe mucho con mis historias y conoce a todo el mundo, nos consiguió un desguace que no solo fue con una grúa una semana después a sacar el Golf del depósito, sino que no nos cobró nada y hasta nos pagó cien euros por lo que de él pudiera aprovechar.

Gracias, pues, al Ayuntamiento de Madrid, un coche que andaba estupendamente y que el primer ladrón había dejado en razonables condiciones de uso y decentemente aparcado en una calle céntrica, a tiro de Metro, pasó a ser un montón de chatarra inerte arrojada a un barranco del extrarradio más inaccesible.

¿No está la Administración Pública precisamente para eso, para llegar donde la iniciativa privada no puede o no quiere?

Como dueña del coche M tuvo que acompañar a la grúa para retirarlo. Cuando entraron a buscarlo, y contra lo que había dicho el segurata sin afeitar (ese día ya había otro, afeitado. Los deben de mandar allí temporadas cortas, como castigo), el Golf ya no estaba al fondo del terraplén, encajado en un arbusto, sino correctamente aparcado en un llano, del que ella solita se lo habría podido llevar sin más que echarle un poco de gasolina. Pero ¿cómo despedir de vacío al de la grúa y volverse atrás del trato con el desguace? Y ¿qué hacer con un tercer coche en un barrio como el nuestro, en el que aparcar a diario dos ya es un serio problema y en el que puedes conseguir tantas tarjetas de residente como conductores haya en el domicilio, pero no más?

M me contó este segundo viaje muy tranquila y objetiva, sin la menor muestra de emoción. Pero la conozco y sé que esta última y definitiva despedida de su Golf, que la esperaba allí tan dispuesto, el pobre, y al que tuvo que abandonar para el desguace, debió de resultarle muy dura.

* * * * *

Cosa de dos meses después a M le han llegado cinco denuncias por estacionar sin distintivo que lo autorice, todas ellas del lugar en que el ladrón dejó el coche y de los días en que aún no nos habían avisado, pero ya el robo llevaba denunciado una semana. (Dos de ellas, por cierto, del mismo día, cosa legalmente imposible.) La Policía Municipal, que tardó cinco días en darse cuenta de que era un coche robado y en avisar a su dueña, fue capaz en cambio desde el mismo principio de advertir y denunciar que estaba mal aparcado. Por esto último el Ayuntamiento cobra sustanciosas multas. Por lo otro, solo nuestros vulgares impuestos, que va a recibir de todos modos, lo haga bien o mal, antes o después.

M ha presentado otros tantos pliegos de descargo contra las denuncias, explicando que el coche estaba robado y su robo denunciado, pero la Concejalía ha hecho caso omiso y, a su debido tiempo, le han llegado las multas. Las hemos recurrido, pero desestimarán los recursos, seguro. Y como no las pagaremos –no se debe jamás cooperar con el verdugo– nos embargarán la cuenta del banco o la devolución del IRPF y nos tendremos que aguantar.

Bien dice Brassens que también entre los ladrones hay clases, y que van quedando pocos como Dios manda...

lunes, 31 de agosto de 2009

Un servicio del Ayuntamiento de Madrid (1)


Pablo Milanés - Hombre preso que mira a su hijo

Le robaron el coche a M, mi mujer, y fue una historia. Era un Golf ya muy viejo, iba a cumplir dieciocho años –I, mi hijo de once años, hizo el diagnóstico más certero: "Ha visto ahí mismo la mayoría de edad y se ha ido de casa"– y tenía bastante más de trescientos mil kilómetros. La carrocería estaba hecha un asco y, en cuanto se quedaba aparcado tres días y empezaba a acumular resina, hojas secas y volantes publicitarios parecía un coche abandonado. Consumía cantidades ingentes de gasolina, no toda en hacer funcionar el motor, a juzgar por cómo olía. Pero andaba como un rayo y su dueña le tenía mucho apego. Y, sobre todo, lo necesitaba para su trabajo, de modo que inmediatamente nos dimos a buscarle el sustituto más barato que pudiéramos encontrar. Nos llevó una semana bastante agotadora de recorrer concesionarios, examinar cochecillos y regatear con los vendedores, –operación novedosísima y muy entretenida que ahora, gracias a la crisis, es posible hacer con resultados engañosamente halagüeños– pero al fin M eligió y apalabró su coche nuevo.

La tarde que volvíamos de comprarlo, cuando ya había cerrado la operación y entregado una sustanciosa señal, llamó la policía municipal. Contra todo pronóstico –estábamos seguros de que había acabado hecho piezas en un desguace– el Golf había aparecido, a veinte o treinta manzanas de donde M lo había dejado y diez días después, pero por lo demás, según dijo el policía, no en mucho peor estado que antes del robo. Solo una puerta forzada, el contacto con el puente hecho y algo más de basura en su interior. (Luego vimos que había hasta un pico, que sin duda utilizó el ladrón para hacer alguna clase de butrón pero que por lo visto no interesó a la policía como prueba. Sangre no parecía tener.) En cuanto la policía científica acabara de examinarlo, nos dijeron, podíamos pasar a recogerlo por el depósito municipal Mediodía II.

A mi mujer se la llevaron todos los demonios: ella no quería un coche nuevo, ni mucho menos gastarse la pasta que le había costado. Ella quería su Golf de toda la vida. E iba a aparecer justo ahora, cuando ya se había comprado otro. Con solo que la hubieran llamado unas horas antes... (Yo, en cambio, estaba secretamente encantado de que las cosas hubieran venido así, porque no me gustaba nada que anduviera por el mundo en semejante cacharro, y convencerla de cambiar de coche sin robo mediante no habría sido nada fácil. Pero no me pareció el momento oportuno para decírselo. Hay que respetar el duelo.)

Así pues, el Sábado por la mañana, haciendo un hueco entre las otras dieciocho cosas que normalmente uno va dejando para hacer el Sábado por la mañana, nos encaminamos al depósito de Mediodía II. No es que tuviéramos especial interés, a esas alturas, en recuperar el coche, con el que no sabíamos muy bien qué íbamos a hacer, pero nos advirtieron que, si no lo recogíamos, pasados quince días su estancia en el depósito empezaría a costarnos dinero.

Localizar el Depósito no fue fácil. Todo lo que la página del Ayuntamiento ofrece como indicación es la desalentadora dirección Camino de la China s/n y este escueto plano:


que si tuviera dibujada la gran piedra en forma de calavera sería al menos tan vistoso como el de John Silver pero que así, sin más referencias que las locales, la verdad es que no resulta muy eficaz para saber de dónde estamos hablando. No nos desanimamos, empero, y con el nombre del camino en cuestión y la pista de Mercamadrid, nos metimos en Google Earth, que nos localizó el lugar justo donde marca el cuadradito:


y nos suministró, además, numerosas indicaciones sobre cómo llegar, algunas un tanto crípticas e incompatibles entre sí (Toma la salida 20 hacia la Calle Embajadores, y, justo a continuación, Toma la salida 19B e incorpórate a carretera de Villaverde, por ejemplo) pero en general bastante alentadoras. Daban toda la impresión de que acabaríamos llegando.

Y acabamos llegando. No recuerdo haber dado nunca tantas vueltas por las autopistas que rodean Madrid pero, tras algo más de cincuenta kilómetros recorridos a base de cambiar de sentido diez o doce veces –cada vez que resultaba evidente que habíamos vuelto a pasarnos de la desviación correcta– por distintas carreteras, durante cerca de tres cuartos de hora, conseguimos llegar a un sitio llamado Centro de Transportes de Madrid, que era la última referencia que los lugareños –gasolineros, fundamentalmente– fueron capaces de darnos antes de abandonar la civilización y adentrarnos en la terra incognita. Allí un jovial guarda de seguridad nos dió las últimas instrucciones –según dijo lo tenía que hacer unas cien o doscientas veces al día– y siguiéndolas nos adentramos por un camino de tierra, lúgubre e interminable, con el que jamás habríamos dado si no nos lo hubiera dicho él, porque carecía de la menor indicación que permitiera suponer que conducía a parte alguna, y menos aún a una dependencia municipal de uso público. Ni una señal, ni un cartel. Nada. Un camino desierto, siniestro y larguísimo, recorrido solo por algún que otro indigente con el inequívoco aspecto de ir buscando su ración de droga, flanqueado a la derecha por las inmensas instalaciones de Mercamadrid, desérticas e inaccesibles, y a la izquierda por una tapia de piedra artificial coronada de alambre de espinos.


En la foto, bajada de Internet, se ve el interior del "depósito". Nosotros recorríamos el otro lado de la tapia, sin saber qué había tras ella ni si encontraríamos en algún momento alguna puerta con algún cartel que nos permitiera saber que habíamos llegado a algún sitio.

Pero al fin el camino se ensanchó un poco, no demasiado, lo justo para permitir el giro hacia el portón que se abría –es un decir, estaba cerrado a cal y canto– en la tapia. Ni un solo sitio para aparcar, ni un solo cartel indicando que has llegado al Depósito de Vehículos, nada. Arrimamos el coche a un lado del camino, confiando sin mucho más motivo que nuestro buen ánimo en encontrarlo a nuestro regreso en el mismo lugar y estado, y franqueamos con paso inseguro la puertecilla de peatones abierta junto al portón. Nos encontramos así en un pequeño recinto separado por una alta alambrada del depósito de vehículos, inmenso, desolado y desolador, abarrotado de coches en distintos grados de deterioro hasta donde la vista se aburría de intentar alcanzar.

A la derecha había una casamata pequeña, que más que otra cosa parecía un almacén de herramientas en desuso, pero que era el único edificio a la vista, de modo que entramos. Eran las oficinas. Había un mostrador y tras él un tipo, el primer ser humano que veíamos en un buen rato y cuya presencia nos resultó casi inesperada en aquel páramo semiabandonado. Nos saludó con desgana, buscó el coche en una lista y nos confirmó que sí, que estaba allí. Nos pidió los papeles del coche, para asegurarse de que M era la dueña y tenía derecho a llevárselo. Le hicimos notar que los papeles del coche estaban en el coche, o eso esperábamos. Se quedó un rato considerando el problema con aire de perplejidad.

–Bueno,– resolvió al fin –pues tendrá que entrar usted a buscarlos.– Parecía que la situación se le presentara por primera vez. ¿Cómo lo hacen en otras ocasiones?, me preguntaba yo. ¿Nadie más que mi mujer guarda la documentación del coche en la guantera, o es que somos los primeros que consiguen llegar aquí a recoger su coche, y es por eso por lo que hay tantos? Entretanto el aborigen se había debido de poner en contacto telefónico, o quizás telepático, con un congénere, porque tras una espera no muy larga de no se sabía bien qué, por una puertecilla de detrás del mostrador apareció un rufián sin afeitar que vestía los restos arrugados, mugrientos y que le venían francamente estrechos, de lo que en tiempos mejores debió de ser un uniforme de guardia de seguridad. Nos echó a todos una mirada de hostilidad aburrida y si no mascó un palillo de dientes fué por una carencia notoria de sentido artístico por su parte. Habría tenido que hacerlo, para acabar de redondear el tipo. El del mostrador le tendió un papelillo.

–Tienes que acompañarlos a que recojan los papeles del coche– le informó con lo que me pareció un tono inequívoco de "Jódete". El segurata resopló, como confirmando sus peores sospechas, nos miró más hostilmente aún e hizo un vago gesto con la mano, que interpretamos como que debíamos volver a salir al recinto de entrada. Lo hicimos y él reapareció al otro lado de la alambrada. Con mucho despliegue de llaves y golpeteo de cerrojos, abrió una cancela.

-¡Solo uno!- ladró cuando I y yo intentamos franquearla, siguiendo los ansiosos pasos de mi mujer. Volvió a cerrarla tras ella. M se encogió de hombros, nos hizo un gesto de despedida y se metió con el rufián en un cochecillo pintado con el logotipo de una Empresa de Seguridad Canaria. (Preferí no tratar de imaginar con qué criterios ha adjudicado el Ayuntamiento de Madrid este servicio a una empresa geográficamente tan cercana y comercialmente tan atractiva. La contratación administrativa, bien lo sé, tiene estos misterios.) Mi hijo y yo, apretados el uno contra el otro, la vimos partir a toda velocidad, rumbo al mismísimo corazón del Santuario Caníbal (¿del que nunca nadie ha regresado?): las remotas y, por todas las muestras, vírgenes profundidades del Depósito. De vehículos, no de cadáveres, tuve que recordarme a mí mismo. Por unos instantes luché con la impresión repentina de estar despidiéndola a las puertas de una cárcel o de un campo de concentración, conseguí vencerla y sonreí esforzadamente, para hacer ver a I que todo iba bien.