martes, 28 de abril de 2009

Un vasco calvo y bajito

Se ha muerto Javier Ortiz, raro caso de periodista independiente de veras. Le gustaban la música francesa y San Sebastián, como a mí. Disentíamos considerablemente, creo, -véase la muestra en este mismo blog- en todo lo demás, desde su marxismo, algo conmovedor por lo trasnochado, hasta sus nunca ocultadas simpatías por el nacionalismo vasco. Pese a lo cual he sido un fiel lector suyo durante los muchos años en que fue columnista de El Mundo, y le he seguido leyendo luego en su blog "Apuntes del natural", cuya cabecera es la imagen que encabeza este post. Y he tenido siempre por él una gran simpatía.

Lo más frecuente cuando alguien se muere es que los demás nos quedemos con la frustrante sensación de no haber dicho nunca al difunto cosas que le hubiéramos querido decir, de no haber tenido con él una última -o única- conversación que la muerte deja, así, irremediablemente pendiente. Esta vez yo he tenido la suerte de que no me haya pasado. Hace un par de años, cuando se fue de El Mundo, escribí a Ortiz una carta en la que le contaba los motivos de mi simpatía y de mi admiracion por él. La transcribo aquí, a modo de obituario -él, por cierto, dejó escrito el suyo hace unos años- y de homenaje a este "vasco calvo y bajito", como él mismo se describió.

Estimado Sr. Ortiz: Veo hoy en sus Apuntes del natural el anuncio de que deja de escribir su columna en El Mundo, y me entristece mucho la noticia, porque, como lector habitual de este periódico, también lo he sido suyo con gran placer desde hace un montón de años, usted sabrá más exactamente cuántos.

Me apetece decirle que son muy raras las ocasiones en que he estado de acuerdo con las opiniones que expresaba usted en su columna. Sobre la mayoría de las cuestiones que ha tratado usted en ella mi punto de vista, o más bien las conclusiones a las que llego desde él, suelen diferir notablemente, cuando no oponerse frontalmente, a las que alcanza usted desde el suyo.

Sin embargo, al contrario de lo que me ocurre con otros columnistas -con algunos de los cuales estoy, incluso, bastante más de acuerdo, globalmente hablando, que con usted- esta discrepancia, lejos de provocarme alguna clase de antipatía o animadversión hacia usted, ha tenido el efecto contrario. Si me permite decírselo, he desarrollado, de hecho, una simpatía bastante señalada hacia usted. Me gusta su forma de razonar, me gusta su forma de escribir y aunque, como digo, rara vez puedo compartir sus conclusiones, prácticamente siempre me parecen inteligentes, bien fundadas y francamente oxigenantes. Es, debo decirlo, un placer “discutir” con quien razona tan honrada y luminosamente. Me resulta bastante más satisfactorio, desde el punto de vista intelectual, leer una columna suya con la que no estoy de acuerdo, que leer algunas otras que, aunque lleguen a conclusiones más cercanas a las mías, lo hacen de forma y en tono que me acaba dando cierta grima “compartir”.

Siento, además, que El Mundo pierda el evidente contrapeso que su columna suponía frente a la preponderancia de otras líneas de pensamiento. Eché de menos a Albiac y su partida me pareció un empobrecimiento para el periódico; y voy a echarle aún más de menos a usted, con quien pierdo un excelente argumento frente a quienes insisten en decirme que El Mundo es un periódico de fachas.

En su honor compraré el nuevo periódico cuando salga. Dudo mucho que me cambie de periódico habitual, pero siempre es bueno tener una alternativa para cuando El Mundo me toque las narices en exceso, y hasta ahora las alternativas posibles solían tocármelas con más vehemencia aún.

Y, desde luego, seguiré leyendo sus Apuntes del Natural mientras siga usted escribiéndolos. Aparte del placer intelectual que supone leer a alguien que escribe bien, tiene claro lo que piensa -y, cuando no lo tiene claro, no tiene empacho en confesarlo así- y trata de explicarlo con franqueza, claridad e ingenio, le confieso que el ejercicio de averiguar por qué y en qué no estoy de acuerdo con lo que piensa usted es una excelente ayuda para establecer con cierto fundamento qué es exactamente lo que pienso yo. Un “contraste” nada fácil de encontrar y que le agradezco sinceramente.

Un cordial saludo.

jueves, 23 de abril de 2009

Feliz San Jorge

Nunca le he tenido ninguna simpatía a la devoción por los santos. Me parece una desviación politeista y supersticiosa, sospechosamente cercana a la idolatría, del fundamental monoteismo que profeso. El entusiasmo milagrero, el culto de la personalidad y el beaterío mojigato que suelen acompañar a estas devociones son, a mi juicio, desviaciones pseudoreligiosas que resumen muy eficazmente lo peor, lo más alienante y lo más irreligioso de las muchas tendencias alienantes e irreligiosas frecuentemente escondidas, e incluso no tan escondidas, bajo el término genérico de “religión”.

Las pocas veces, además, que me ha dado por asomarme al género de la hagiografía, las vidas de santos me han parecido en general una cosa muy poco edificante y bastante más apropiada para despertar serias dudas sobre la fe que para lo contrario. Y, por si fuera poco, las últimas canonizaciones de la Iglesia le han dado la puntilla a mi precaria fe en que la canonización de alguien quiera decir algo. No quiero señalar, pero si determinadas personas han llegado a ser oficialmente santas, ser “santo” en ese sentido es algo que para mí ya no presenta el menor interés. (Viendo un altar, en concreto, que hay desde hace no mucho en una capilla lateral de la Catedral de la Almudena, de Madrid, se le quitan a cualquiera las ganas de estar en los altares.)

Hay un santo, sin embargo, uno solo, que siempre me ha caído bien: San Jorge, un ciudadano del que no sé nada –y no voy a mirarlo en Google, porque me gusta que sea así- más que dos cosas: que se le representa luchando contra un dragón y que hace algunos años, en algún arrebato de modernización y racionalización de los que de vez en cuando le dan a la Iglesia, normalmente sobre cuestiones que no le importan a casi nadie, un Papa, creo que Pablo VI, decidió eliminarlo del santoral, probablemente por considerar que su misma existencia era excesivamente legendaria y problemática.

Confieso que este último detalle halaga mi gusto por lo heterodoxo y lo marginal. Puestos a tenerle simpatía, que no devoción, a un santo, no encuentro otro mejor que uno del que no consta oficialmente la existencia real. Sobre todo si se considera cómo fueron algunos sobre cuya existencia real, lamentablemente, no puede caber la menor duda.

Pero lo que sobre todo me gusta es ver a un santo haciendo con gallardía, alegría y eficacia algo evidentemente útil. Tras tantas hazañas sombrías, inexplicables y tirando a masoquistas como me dejaron perplejo en mis pocas lecturas infantiles de vidas de santos, he aquí por fin una actividad “santa” que no se me aparece como ajena, abstrusa y antipática: matar dragones.

Porque los dragones existen, nadie me lo negará, y su exterminio es una tarea imprescindible, meritoria y muy gratificante. Todos, o por lo menos yo, llevamos dentro, agazapado, un dragoncito personal bastante temible, hecho de rutina, pereza mental, ignorancia, estupidez, miedo, conformismo, indecisión, falta de generosidad, tristeza, mal humor y pesimismo. Luchamos lo mejor que podemos contra él, con éxito desigual y normalmente lo más que consiguen, los mejores de entre nosotros, es mantenerlo más o menos recluído y limitado a eventuales rugidos y llamaradas, y eso en las épocas de bonanza.

Algunos de estos dragoncitos no son tan pequeños ni tan relativamente manejables y, como sus huéspedes no logran mantenerlos tan recluídos en sus respectivos interiores como sería de desear, convierten sus vidas, y de paso las de quienes no tienen más remedio que rodearles, en un desierto capadocio bastante inhóspito y desagradable de habitar.

Y está, por supuesto, el Dragón, especie de emanación colectiva de nuestros millones de dragones individuales, construido pacientemente a lo largo de siglos de historia con las aportaciones -unas más activas y emprendedoras, otras más inertes y consentidoras, pero todas necesarias- de cada uno de ellos; que se ha plasmado y tomado cuerpo en injusticias, explotaciones, prepotencias, desigualdades, miserias, torturas, represiones, mentiras, guerras, niños hambrientos e infelicidad humana en general, en buena parte institucionalizada, bendecida y consentida; y cuyo rostro feroz podemos contemplar todos los dias, los afortunados que no estamos directamente bajo sus garras, sin más que asomarnos al periódico o a la televisión, y podemos ver más directamente aún con solo que nos tomemos el trabajo de mirar a nuestro alrededor con los ojos adecuados.

Luchar, en la medida que cada uno pueda, contra todos estos dragones me parece una buena tarea, insoslayable si queremos vivir con cierta dignidad y la única por la que creo que se pueda merecer el título de santo, si este título ha de querer decir algo. Para emprenderla todos los patrocinios son pocos, y el de este Santo gentleman, deportivo, boy scout y experto en dragones a mí, en mi particular y modesta lucha contra los dragoncitos que más a mano me caen, me resulta especialmente alentador.

Si he de tener algún Santo Patrón, pues, me pido San Jorge.


ACTUALIZACIÓN: A sugerencia de Lansky, idólatra confeso, descarriado pagano, pero buen amigo, aquí está el San Jorge de la plaza del mismo nombre, en Cáceres. En una hornacina en la pared de la Iglesia de San Francisco Javier, mire usted por dónde.