lunes, 31 de agosto de 2009

Un servicio del Ayuntamiento de Madrid (1)


Pablo Milanés - Hombre preso que mira a su hijo

Le robaron el coche a M, mi mujer, y fue una historia. Era un Golf ya muy viejo, iba a cumplir dieciocho años –I, mi hijo de once años, hizo el diagnóstico más certero: "Ha visto ahí mismo la mayoría de edad y se ha ido de casa"– y tenía bastante más de trescientos mil kilómetros. La carrocería estaba hecha un asco y, en cuanto se quedaba aparcado tres días y empezaba a acumular resina, hojas secas y volantes publicitarios parecía un coche abandonado. Consumía cantidades ingentes de gasolina, no toda en hacer funcionar el motor, a juzgar por cómo olía. Pero andaba como un rayo y su dueña le tenía mucho apego. Y, sobre todo, lo necesitaba para su trabajo, de modo que inmediatamente nos dimos a buscarle el sustituto más barato que pudiéramos encontrar. Nos llevó una semana bastante agotadora de recorrer concesionarios, examinar cochecillos y regatear con los vendedores, –operación novedosísima y muy entretenida que ahora, gracias a la crisis, es posible hacer con resultados engañosamente halagüeños– pero al fin M eligió y apalabró su coche nuevo.

La tarde que volvíamos de comprarlo, cuando ya había cerrado la operación y entregado una sustanciosa señal, llamó la policía municipal. Contra todo pronóstico –estábamos seguros de que había acabado hecho piezas en un desguace– el Golf había aparecido, a veinte o treinta manzanas de donde M lo había dejado y diez días después, pero por lo demás, según dijo el policía, no en mucho peor estado que antes del robo. Solo una puerta forzada, el contacto con el puente hecho y algo más de basura en su interior. (Luego vimos que había hasta un pico, que sin duda utilizó el ladrón para hacer alguna clase de butrón pero que por lo visto no interesó a la policía como prueba. Sangre no parecía tener.) En cuanto la policía científica acabara de examinarlo, nos dijeron, podíamos pasar a recogerlo por el depósito municipal Mediodía II.

A mi mujer se la llevaron todos los demonios: ella no quería un coche nuevo, ni mucho menos gastarse la pasta que le había costado. Ella quería su Golf de toda la vida. E iba a aparecer justo ahora, cuando ya se había comprado otro. Con solo que la hubieran llamado unas horas antes... (Yo, en cambio, estaba secretamente encantado de que las cosas hubieran venido así, porque no me gustaba nada que anduviera por el mundo en semejante cacharro, y convencerla de cambiar de coche sin robo mediante no habría sido nada fácil. Pero no me pareció el momento oportuno para decírselo. Hay que respetar el duelo.)

Así pues, el Sábado por la mañana, haciendo un hueco entre las otras dieciocho cosas que normalmente uno va dejando para hacer el Sábado por la mañana, nos encaminamos al depósito de Mediodía II. No es que tuviéramos especial interés, a esas alturas, en recuperar el coche, con el que no sabíamos muy bien qué íbamos a hacer, pero nos advirtieron que, si no lo recogíamos, pasados quince días su estancia en el depósito empezaría a costarnos dinero.

Localizar el Depósito no fue fácil. Todo lo que la página del Ayuntamiento ofrece como indicación es la desalentadora dirección Camino de la China s/n y este escueto plano:


que si tuviera dibujada la gran piedra en forma de calavera sería al menos tan vistoso como el de John Silver pero que así, sin más referencias que las locales, la verdad es que no resulta muy eficaz para saber de dónde estamos hablando. No nos desanimamos, empero, y con el nombre del camino en cuestión y la pista de Mercamadrid, nos metimos en Google Earth, que nos localizó el lugar justo donde marca el cuadradito:


y nos suministró, además, numerosas indicaciones sobre cómo llegar, algunas un tanto crípticas e incompatibles entre sí (Toma la salida 20 hacia la Calle Embajadores, y, justo a continuación, Toma la salida 19B e incorpórate a carretera de Villaverde, por ejemplo) pero en general bastante alentadoras. Daban toda la impresión de que acabaríamos llegando.

Y acabamos llegando. No recuerdo haber dado nunca tantas vueltas por las autopistas que rodean Madrid pero, tras algo más de cincuenta kilómetros recorridos a base de cambiar de sentido diez o doce veces –cada vez que resultaba evidente que habíamos vuelto a pasarnos de la desviación correcta– por distintas carreteras, durante cerca de tres cuartos de hora, conseguimos llegar a un sitio llamado Centro de Transportes de Madrid, que era la última referencia que los lugareños –gasolineros, fundamentalmente– fueron capaces de darnos antes de abandonar la civilización y adentrarnos en la terra incognita. Allí un jovial guarda de seguridad nos dió las últimas instrucciones –según dijo lo tenía que hacer unas cien o doscientas veces al día– y siguiéndolas nos adentramos por un camino de tierra, lúgubre e interminable, con el que jamás habríamos dado si no nos lo hubiera dicho él, porque carecía de la menor indicación que permitiera suponer que conducía a parte alguna, y menos aún a una dependencia municipal de uso público. Ni una señal, ni un cartel. Nada. Un camino desierto, siniestro y larguísimo, recorrido solo por algún que otro indigente con el inequívoco aspecto de ir buscando su ración de droga, flanqueado a la derecha por las inmensas instalaciones de Mercamadrid, desérticas e inaccesibles, y a la izquierda por una tapia de piedra artificial coronada de alambre de espinos.


En la foto, bajada de Internet, se ve el interior del "depósito". Nosotros recorríamos el otro lado de la tapia, sin saber qué había tras ella ni si encontraríamos en algún momento alguna puerta con algún cartel que nos permitiera saber que habíamos llegado a algún sitio.

Pero al fin el camino se ensanchó un poco, no demasiado, lo justo para permitir el giro hacia el portón que se abría –es un decir, estaba cerrado a cal y canto– en la tapia. Ni un solo sitio para aparcar, ni un solo cartel indicando que has llegado al Depósito de Vehículos, nada. Arrimamos el coche a un lado del camino, confiando sin mucho más motivo que nuestro buen ánimo en encontrarlo a nuestro regreso en el mismo lugar y estado, y franqueamos con paso inseguro la puertecilla de peatones abierta junto al portón. Nos encontramos así en un pequeño recinto separado por una alta alambrada del depósito de vehículos, inmenso, desolado y desolador, abarrotado de coches en distintos grados de deterioro hasta donde la vista se aburría de intentar alcanzar.

A la derecha había una casamata pequeña, que más que otra cosa parecía un almacén de herramientas en desuso, pero que era el único edificio a la vista, de modo que entramos. Eran las oficinas. Había un mostrador y tras él un tipo, el primer ser humano que veíamos en un buen rato y cuya presencia nos resultó casi inesperada en aquel páramo semiabandonado. Nos saludó con desgana, buscó el coche en una lista y nos confirmó que sí, que estaba allí. Nos pidió los papeles del coche, para asegurarse de que M era la dueña y tenía derecho a llevárselo. Le hicimos notar que los papeles del coche estaban en el coche, o eso esperábamos. Se quedó un rato considerando el problema con aire de perplejidad.

–Bueno,– resolvió al fin –pues tendrá que entrar usted a buscarlos.– Parecía que la situación se le presentara por primera vez. ¿Cómo lo hacen en otras ocasiones?, me preguntaba yo. ¿Nadie más que mi mujer guarda la documentación del coche en la guantera, o es que somos los primeros que consiguen llegar aquí a recoger su coche, y es por eso por lo que hay tantos? Entretanto el aborigen se había debido de poner en contacto telefónico, o quizás telepático, con un congénere, porque tras una espera no muy larga de no se sabía bien qué, por una puertecilla de detrás del mostrador apareció un rufián sin afeitar que vestía los restos arrugados, mugrientos y que le venían francamente estrechos, de lo que en tiempos mejores debió de ser un uniforme de guardia de seguridad. Nos echó a todos una mirada de hostilidad aburrida y si no mascó un palillo de dientes fué por una carencia notoria de sentido artístico por su parte. Habría tenido que hacerlo, para acabar de redondear el tipo. El del mostrador le tendió un papelillo.

–Tienes que acompañarlos a que recojan los papeles del coche– le informó con lo que me pareció un tono inequívoco de "Jódete". El segurata resopló, como confirmando sus peores sospechas, nos miró más hostilmente aún e hizo un vago gesto con la mano, que interpretamos como que debíamos volver a salir al recinto de entrada. Lo hicimos y él reapareció al otro lado de la alambrada. Con mucho despliegue de llaves y golpeteo de cerrojos, abrió una cancela.

-¡Solo uno!- ladró cuando I y yo intentamos franquearla, siguiendo los ansiosos pasos de mi mujer. Volvió a cerrarla tras ella. M se encogió de hombros, nos hizo un gesto de despedida y se metió con el rufián en un cochecillo pintado con el logotipo de una Empresa de Seguridad Canaria. (Preferí no tratar de imaginar con qué criterios ha adjudicado el Ayuntamiento de Madrid este servicio a una empresa geográficamente tan cercana y comercialmente tan atractiva. La contratación administrativa, bien lo sé, tiene estos misterios.) Mi hijo y yo, apretados el uno contra el otro, la vimos partir a toda velocidad, rumbo al mismísimo corazón del Santuario Caníbal (¿del que nunca nadie ha regresado?): las remotas y, por todas las muestras, vírgenes profundidades del Depósito. De vehículos, no de cadáveres, tuve que recordarme a mí mismo. Por unos instantes luché con la impresión repentina de estar despidiéndola a las puertas de una cárcel o de un campo de concentración, conseguí vencerla y sonreí esforzadamente, para hacer ver a I que todo iba bien.

viernes, 28 de agosto de 2009

Informe nº 1

Quizá usted ha vivido repentinamente y sin hallarle explicación aparente el inquietante momento en que la cosa se vuelve de plástico. Si es así, sabrá a qué me refiero. Si no, lea esto también, a ver si llegamos a un acuerdo.

Está fuera de toda duda que, cada vez más, determinados aspectos parciales del Universo propenden al plástico. No es una tendencia homogénea ni continua, ni es posible observarla con los métodos científicos que se usan en otros fenómenos, pues procede más bien por ramalazos, por súbitas cristalizaciones incontrolables cuya conducta nos es, de momento, impredecible. Está usted de visita en casa de su tía de provincias –las tías son una de las especies más proclives al plástico– y todo va tan bien, el nescafé está en la temperatura justa, las magdalenas recién salidas de la bolsita, el canario canta con toda regularidad, y de repente, a usted le salta a la conciencia la consistencia eminentemente plástica del conjunto y, si usted es sensible, no puede volver a verlo con los ojos de antes y algo le dice que hará mejor en despedirse antes de que aquello vaya a más. (No está demostrado que la cualidad plastificante sea contagiosa, pero en ciertas cuestiones vale más ser aprensivo).

O comenta usted lo caro que va todo con la vecina que viene de la compra, o toma usted café en un bar de barrio con uno de esos conocidos que no alcanzan la categoría de amigos. Y de repente todo sumamente de plástico. No es exactamente desagradable, no hay nada que se rompa, se descomponga o se altere, en realidad todo va estupendamente, pero, a partir de cierto momento, indiscutiblemente de plástico. A veces no es necesaria ni siquiera una situación tan específica como las descritas, basta mirar un cuadro en la pared, un tiesto en la ventana, un atardecer en la calle, el ramo de flores sobre el piano, un artículo de fondo en la página número cinco, para que el plástico se nos revele, desconcertantemente inequívoco. Sin embargo parece claro que ciertos objetos y situaciones catalizan o provocan especialmente el fenómeno. Pocas flores separadas de su planta madre pueden evitar el plástico –aunque éste es un ejemplo peligroso, porque usted lo asociará enseguida con la mera apariencia de estar fabricadas en plástico que tienen algunas flores, y le juro que no es a eso a lo que me refiero, más quisiéramos–. Las televisiones irradian plástico a su alrededor incluso apagadas, plastifican con una eficacia que a mí no deja de asombrarme y aún de alarmarme: coloque usted una televisión al lado de las mismísimas Meninas y a pesar de todas las sabias disposiciones pictóricas de Don Diego, la infanta Margarita y su augusto cortejo aparecerán vistosamente plastificados; –aún sin televisiones ¿no es cierto que el Museo del Prado algunas mañanas de domingo, se vuelve realmente muy de plástico?–

Y yo no sé ya si seguir poniendo ejemplos, si usted es de esa clase de locos seguro que ya se ha dado cuenta y si no qué le voy a decir, ojalá que no le pase, ojalá pueda seguir metiendo mano a su pareja, hablando de literatura, alabando a la Naturaleza, denostando al Gobierno y palmeando la espalda a los amigos con la saludable convicción que ponemos en esas tareas antes del acechante momento en que algo se detiene y nos apercibimos de lo indudablemente de plástico que se ha vuelto la cosa, vaya usted a saber cómo.