sábado, 31 de diciembre de 2011

Problemático final de año


Minuit, chrétiens! - L'Accroche-Choeur * Ensemble vocal Fribourg

Para no perder la costumbre de fin de año, que tiene, entre otros, beneficiosos efectos contables, como ya expliqué por estas mismas fechas el año pasado; en honor de CC, que recientemente me preguntaba si voy a publicar algún acertijo, y de Alas de Algodón, que sé que en tiempos utilizó alguno de ellos para fines  familiares propios de las fechas, y de Zafferano, que en los felices y ya un poco lejanos tiempos en que asomaba por este blog era una entusiasta resolvedora de enigmas; y en general, mis queridos lectores, para solaz navideño de todos ustedes, pongo aquí a su disposición, en facsímil de la versión en que hace algo más de sesenta años vieron la luz originalmente en una publicación porteña, los dos últimos problemas de mi tío Guillermo que he sido capaz de resolver. (Les ruego aprecien la ilustración del segundo de ellos, que es también obra de mi polifacético tío.)

Me quedan otros, cerca de veinte, en la recámara, pero tendrán que esperar ustedes a que los resuelva yo primero, porque publicar un acertijo del que no conozco la respuesta va contra mis principios.

Si se animan a resolverlos, casi mejor que envíen sus respuestas a jubilomatinalarrobagmailpuntocom, porque si las publican en los comentarios y por casualidad aciertan, le estropearán el juego a otros posibles deportistas.




El primero de los "problemas exactos al margen de las Matemáticas" de mi tío que publiqué en este blog fue MURDERKING, en octubre de 2007, hace más de cuatro años. Se trataba en realidad de mi solución para el problema, que había redactado en forma de cuentecillo policíaco y como tal publiqué, aunque con una coda final en que se explicaba su origen. El problema propiamente dicho, si algún lector que no lo conozca quiere tratar de encontrar la solución antes de leer la mía, dice así:

MURDERKING
Los jefes de policía de todo el mundo estaban preocupados. Desde hacía varios años el día 1º de enero se cometía, indefectiblemente, un crimen misterioso en algún lugar de la tierra, y las víctimas eran siempre marcadas en la frente con la firma del asesino: “MURDERKING”
El primer cadáver había sido hallado el 1º de enero de 1937 en los jardines de Schönbrunn. Era el de un vagabundo llamado Moecix.
La víctima nº 2 (1938) fue la baronesa Uldenschadt. Su cadáver fue encontrado en Aleja Jerozolimska.
En 1939 el misterioso Murderking asesinó en el parque Uyeno al diplomático Reichtöser. Entonces se observó que las iniciales de los apellidos de las tres víctimas coincidían con las tres primeras letras de la firma del homicida. Las personas cuyo apellido empezaba con D temieron para el año siguiente la visita de aquel maniático.
Y en efecto: el 1º de enero de 1940 fue asesinada, en plena avenida Río Branco, la señora Dangeln. Las víctimas de los años siguientes fueron:
1941: el doctor Efnarc, cuyo cadáver fue “firmado” por Murderking en el cruce de Shaftesbury Avenue y Charing Cross Road.
1942: la bailarina Ragennati, en un hotel de la Kurfürstendamm.
1943: el coronel Klopsa, en una calle solitaria de Buda.
1944: la señorita Ibrals, en el bosque de Chapultepec.
1945: El gigoló Noppin, en un cabaret de la Place Pigalle.
Sólo faltaba un asesinato para que el siniestro Murderking completase su firma sangrienta. Una productora cinematográfica de Buenos Aires anunció que estaba llevando al celuloide este fatídico asunto con el título “La postrera víctima será G”.
Terminado el rodaje de la película, el 1º de enero de 1946 se proyectó una prueba privada, con asistencia del jefe de producción Garcitoral, las actrices Diana Gryn y Elena Garralde, el director Gloppenberzyls, los actores Gutiérrez, Grenelli y Goschetz, el escenista Gandogliatti, el cameraman Gil y los consejeros Gozmasagarry, Garrigartuzar y Glinka. Cuando el desenlace se aproximaba sonó en la sala una detonación, y al ser encendidas las luces pudo verse que uno de los doce espectadores acababa de suicidarse. Murderking había cerrado con una lógica perfecta el ciclo de sus diez crímenes. Si alguien hubiera estudiado más atentamente los apellidos de las víctimas y su relación con los nombres de los países en que se cometieron los nueve asesinatos, Murderking habría podido ser desenmascarado en vida.
¿CUAL DE LOS DOCE G. ERA EL ASESINO Y SUICIDA MURDERKING?

El siguiente que publiqué, en septiembre de 2008, fue "17 personajes en busca de director". Y el siguiente, en diciembre de ese año, el que de momento hasta que resuelva otro que me guste más es mi favorito: "Los hermanos Benavides". 

La publicación de este último, cuyo protagonista es un sefardí de Salónica, tuvo una secuela bastante curiosa: eSefarad, una página web sefardí de esa ciudad griega, escrita en español, dió por casualidad con mi blog y publicó el problema, encantada de ver que había alguien en el mundo que se ocupaba de los sefardíes de Salónica, aunque fuera para escribir sobre ellos problemas más bien abstrusos. "Debo reconocer, querido lector, que al momento de escribirse esto en eSefarad no he intentado resolver el enigma aunque he encontrado una solución publicada que daremos aquí la próxima semana. Si no es hábil con las matemáticas y la geometría, no se esfuerce en tratar de resolver el enigma. Aún así, no deje de leerlo, no es habitual encontrar un juego matemático que pase por Salónica," escribe el redactor de la web. También describe mi blog como "un extraño sitio sin mayor coherencia que la de publicar lo que el autor quiere", lo que me parece bastante ajustado a la realidad y demuestra un juicio francamente certero por su parte. Más aún cuando concluye diciendo que se trata de "un blog hecho y derecho". Una semana más tarde, como había prometido, publicó también mi soluciónNi para una cosa ni para otra pidieron mi permiso, ni me avisaron siquiera. Yo me enteré nueve meses después por pura casualidad, siguiendo el rastro de una visita al blog de las que me detecta el chivato internético instalado al efecto. No es que se lo reproche, es más, estoy encantado de esa  inopinada difusión de mi blog, aunque la verdad es que tras ella no aprecié ningún aumento de lectores griegos ni sefardíes.

En fin, señores, ya no les entretengo más con mis historias, que si no nos despedimos nos van a dar las uvas, y nunca se dijo con mayor propiedad. Que pasen ustedes una noche estupenda y que tengan un feliz 2012.

domingo, 11 de diciembre de 2011

O por lo menos eso creo yo


Para Amaranta, Atman, Bluff, César, CC, David, Harazem, Lansky, Miroslav y algún otro contertulio internético que se me estará olvidando, con todos los cuales he mantenido estupendas discusiones a las que nada de lo que aquí digo es, creo, aplicable y durante las que han soportado, con mejor o peor humor, mi vehemencia discutidora; con mi agradecimiento en primer lugar, mis disculpas luego si alguna les hubiera molestado y, siempre, mi promesa de más –mientras se dejen–.


Vainica Doble - Dos españoles, tres opiniones


Mi particular visión del arte de discutir. Manifiesto moderadamente airado.

Llevo aproximadamente toda la vida observando cómo, cuando discuto –actividad con la que disfruto como con pocas otras, por si no se habían dado cuenta– con frecuencia hay entre mis interlocutores quien me acusa de ser excesivamente tajante en mis opiniones, así como de una cosa que nunca deja de sorprenderme: que "me creo en posesión de la verdad". (Es una frase absurda, lo sé, pero es la que usan. Todos. No se la he oído a uno ni a dos, sino a decenas de ellos. No sé dónde la aprenden...) Esa acusación y la airada respuesta "¡Eso será tu opinión!" que tantas veces he recibido tras manifestar, efectivamente, una opinión mía, son dos cosas que siempre me han dejado bastante perplejo.

Naturalmente que no me creo en posesión de la verdad, aunque solo sea porque eso no quiere decir nada: la verdad no es algo susceptible de ser poseído, ni siquiera por mí. Pero naturalmente también que cuando afirmo algo es porque creo que ese algo es cierto. Creer algo, en mi opinión, es creer que ese algo es verdad, y que uno tiene razón al creerlo. Tener una opinión y creer acertada esa opinión no es que sean cosas inseparables, es que son la misma cosa. O eso creo...

Así que cada vez que escucho esa bobada de la posesión de la verdad no tengo más remedio que hacer la sustitución oportuna y traducir para mí mismo: "Debe de querer decir que creo que tengo razón". E inevitablemente me pregunto, acto seguido: "Y a él ¿no le pasa lo mismo? ¿No cree que tiene razón? ¿No cree, al menos, que no la tengo yo?

        Si lo cree ¿por qué él sí puede creer cosas, y yo no?

                Y si no lo cree ¿por qué discute?"

Porque, francamente, no lo entiendo. ¿Solo en mí es un defecto creer en lo acertado de mis opiniones, los demás sí pueden creer acertadas las suyas sin culpa ni reproche? ¿O los demás no creen que sus opiniones sean acertadas y las mantienen solo por capricho, por azar, como podrían mantener las contrarias? ¿Eso les parece mejor, decir cosas en las que no creen tener razón?

Como digo, me lo pregunto a mí mismo, de modo que no suele contestarme nadie. Pero si alguna vez me resuelvo a hacer más pública y expresa mi perplejidad, y formulo alguna tímida pregunta más o menos en esa línea, casi siempre obtengo la misma clase de respuestas difusas y ligeramente resentidas: que debería ser menos categórico y menos tajante. Que debería dejar claro que lo que yo digo es solo (¿"solo"? ¿Cómo que "solo"? ¿Qué más podría ser?) una opinión mía, y no la verdad absoluta. (, en serio, usan esa expresión, "la verdad absoluta". No, ni idea de a qué se refieren con ella, o de qué creen que quiere decir.) Que debería admitir la posibilidad de estar equivocado. Que mi modo de enunciarlas produce la impresión de que considero que mis opiniones son incuestionables...

Pues vale. Tomo nota.


Pero conste que cuando yo digo, por ejemplo, “El cielo es azul”, esto significa exactamente lo mismo que si dijera “En mi opinión el cielo es azul”. Porque, como no soy Dios, ni su oráculo ni el Portavoz del Orden Universal, nadie tiene por qué creer que al hablar yo exprese otra cosa que mi opinión personal.

Y, naturalmente, mi afirmación implica además mi convencimiento de que tengo razón al afirmar que el cielo es azul, porque efectivamente lo es. Si a mi afirmación no la acompañara este convencimiento de tener razón, al decir “el cielo es azul” estaría mintiendo, o debería decir algo como “Cabe la posibilidad de que el cielo sea azul”, “Hay quien afirma que el cielo es azul” o “En ocasiones he llegado a pensar que el cielo es azul.” No empleo ninguna de estas formas porque yo creo efectivamente que el cielo es azul y que, por tanto, estoy en lo cierto al mantener la opinión de que lo es. Y como todo eso es muy largo de decir, lo condenso en la fórmula, corta, eficaz e inteligible de “el cielo es azul”, en la que hay información suficiente para que quien me oye sepa, además, todo lo demás: que se trata de mi opinión y que la creo acertada.

Sí, soy muy tajante al hablar, y al escribir. Pero no porque pretenda nada parecido a la incuestionabilidad de lo que digo. (Por otro lado ¿qué más daría que lo pretendiera? ¿Se volvería incuestionable una afirmación mía sólo porque yo dijera que lo es? ¿Tan incuestionable me consideran?) Sino por mera cortesía dialéctica. Cortesía de la que atañe al fondo, aún más importante y necesaria que la que atañe a la forma, aunque sea a esta última a la que normalmente nos limitamos. Personalmente, mucho más que un mal tono o un exabrupto ocasionales, me molestan las ambigüedades, las evasivas, las medias tintas, las afirmaciones de las que no se sabe si lo son, ni qué afirman, ni qué niegan, las verdades nebulosas nebulosamente enunciadas con las que tan difícil es estar de acuerdo como disentir; y trato a toda costa de evitarlas, en obsequio, en primer lugar, de quien discute conmigo, y también de mí mismo. Soy tajante por un prurito de claridad que considero no solo loable sino muy necesario y que, sinceramente, rara vez encuentro que se me agradezca como creo que merece. Lo soy a fin de marcar, para mi interlocutor y para mí mismo, los límites, las dimensiones y la consistencia de lo que afirmo. No tengo ninguna pretensión de incuestionabilidad –aunque, insisto, ¿qué cambiaría si la tuviera?– y sí la de fijar de un modo inteligible los términos de la discusión, de hacerla posible y de evitar que se convierta en el confuso galimatías contradictorio e inútil en el que con tanta frecuencia degeneran las discusiones cuando los que discuten no son lo suficientemente tajantes.

En mi opinión, claro.

Yo suelo, sí, emplear fórmulas tales como "en mi opinión..." o "a mi juicio..." para atemperar esa seguridad al parecer excesiva con la que hago mis afirmaciones, que tanto parece alarmar a los más asustadizos de mis interlocutores y de la que sacan conclusiones peregrinas sobre mis relaciones con la verdad, pero lo hago solo por escarmentada cortesía –formal esta vez–, no porque de verdad me parezca que usarlas o no cambie nada sustancial en lo que digo.

Y, por cierto, si no añado, como me recomiendan, que "puedo estar equivocado", es porque no me parece que haga maldita la falta. Que todos podemos estar equivocados es uno de los presupuestos comunes en los que se basa cualquier discusión; otro, complementario, es el de que cada uno cree no estarlo. Sin partir de estos presupuestos no tendría sentido discutir. Aceptar una discusión y participar en ella implica haberlos aceptado y darlos por sentado. No es necesario recordar ninguno de los dos cada vez que se afirma algo, ambos van implícitos en el hecho de afirmar.

Aprovecho que me he decidido a abordar en frío esta cuestión, –que viene suscitándoseme con regularidad cíclica más o menos desde que tenía seis años, sin dejar nunca de producirme la misma leve irritación– para dejar dicho de una vez por todas lo que, menos tajante de lo que me reprochan que soy, y más prudente, me parece, que quienes lo hacen, nunca me animo a decir en caliente: cada vez que, discutiendo con alguien, me dice que "me creo en posesión de la verdad", que eso que acabo de decir "será mi opinión", o cualquier otra fórmula equivalente, yo por mi parte me pregunto si el que me lo dice tiene alguna idea medianamente clara de qué es discutir, para qué sirve y cómo se hace. Porque siempre me quedo con la impresión de que no.

Aunque, naturalmente, es posible que me equivoque.



Coda musical sin la menor relación con lo anterior (que a mí me conste, pero vaya usted a saber...):

Joan Manuel Serrat - Cançó de matinada

En un estupendo post de hace unos pocos días, Miroslav se refería al desconocimiento que en el resto de España tenemos de la música que se hace en catalán. Decía que es probable que los últimos éxitos a escala nacional de canciones en catalán sean de los tiempos de la nova cançó, y citaba como ejemplo lo desconocidos que son los muchísimos títulos catalanes de un cantante tan conocido como Serrat. Todo ello es cierto, pero en mi caso, al menos, los éxitos de la nova cançó siguen vigentes. El Serrat que de verdad me gusta es, sin duda, el de las canciones en catalán de los años sesenta. Yo era entonces un preadolescente impresionable, y el catalán, gracias a él primero y, unos años después, a Lluis Llach, se convirtió para mí en un emblema del principio fundamental de que cada cual habla en el idioma que le da la gana y dice en él lo que le parece bien decir, y se me revistió de un aura fresca, libertaria y antifranquista. Su posterior empleo por los peores herederos del franquismo como una herramienta al servicio del principio opuesto, el que pretende que todos pazcan del mismo pesebre a cambio de usar obligatoriamente también todos la misma lengua del imperio (o llengua de la nació, me da igual) para decir –o, según convenga, para callar– todos lo mismo, no ha conseguido bajármelo de esa peana, y estas canciones siguen gustándome y emocionándome como hace cuarenta años. Por eso tras leer el post de Miroslav me apeteció colgar una aquí. O, casi mejor, dos: ahí va otra. Como verán las dos son jubilosas y matinales.


Joan Manuel Serrat - Bon dia