miércoles, 16 de marzo de 2011

Injurias al rey

Mira que me fastidia que se mezclen distintas cuestiones como si fueran la misma. Así que vivo en un casi permanente fastidio, porque la realidad se empeña constantemente en mezclar unas cuestiones con otras, y casi nadie se ocupa de distinguirlas adecuadamente.

(Quiero decir, claro, que casi nadie se ocupa de presentarlas como yo creo que deberían ser presentadas, y siempre me acaba tocando hacerlo a mí. No doy abasto...)

Vamos a ver: a mí también me cae muy gordo Otegui. Me cae gordo él personalmente, por su siniestra trayectoria de terrorista y defensor del terrorismo y por su jeta y tonillo de matoncete jovial, convencido de que no hay más remedio que hacer lo que él quiere, por las buenas o por las malas. Y, sobre todo, -porque personalmente no sé de él mucho más que esas dos cosas- me cae gorda su figura pública de dirigente y portavoz de uno de los fenómenos que más detesto, el nacionalismo. Como ya lo he hecho en otras ocasiones, no voy a explayarme aquí sobre lo que pienso del nacionalismo -de cualquiera de ellos, con su imbécil sacralización de la "nación", concepto que juzgo dañino en sí mismo- y en particular del nacionalismo vasco que a los defectos generales de cualquier nacionalismo suma, a mis ojos, otros dos específicos suyos y especialmente graves: el de basarse en una versión falseada y mentirosa de la historia, en una "nación" vasca que jamás existió, y el de llevar más de cincuenta años tratando de imponer su aberrante mitología tribal por el procedimiento de asesinar, secuestrar, torturar y amedrentar conciudadanos.

Queda dicho, pues. Lo que sigue no es una defensa del nacionalismo vasco, que me repugna personal y profundamente, ni de Arnaldo Otegui, al que considero un apropiadísimo representante suyo.

Pero estos sentimientos, que creo que comparte bastante gente, no me impiden ni deberían impedir a nadie razonable reconocer que la sentencia del Tribunal de Estrasburgo que ha declarado ilegal la condena de Otegui por "injurias al rey" es justa y adecuada, precisamente porque la condena a que se refiere no lo fue. Por mucho que la dictara el Supremo y la refrendara el Constitucional, y por mucho que sirviera para meter en la cárcel a un sujeto al que tantos ven con tanto gusto en ella.

El Tribunal de Estrasburgo ya ha dejado claro, con mejores argumentos que los que yo podría dar, que las opiniones sobre personajes públicos están lógicamente amparadas por el derecho a la libertad de expresión. Dicho de otro modo: si uno no quiere ser público objeto de críticas o de opiniones que no le agraden, no debe ocupar cargos públicos. Y si los ocupa, debe aceptar de antemano que sus actuaciones públicas en el ejercicio de esos cargos merezcan toda clase de valoraciones; y aguantarse con ellas, las que le gusten más y las que le gusten menos. Va en el sueldo. Desde el rey hasta el alcalde del último concejo abierto.

Pero es que, además:

Al parecer lo que dijo Otegui, y lo que le valió su condena, ahora declarada ilegal, es que el rey era el responsable de los torturadores

Si no hay tales torturadores, entonces a quien ofendió Otegui diciendo que sí los había es al Estado español, y es por esa ofensa al Estado, y no al rey, por la que, si resulta ser delito, debería habérsele juzgado y, en su caso, condenado. 

Lo grave, digo yo, es acusar falsamente a un estado de torturar. Decir que el jefe de un estado es responsable de lo que ese estado haga es decir una obviedad bastante indiscutible.

Y si, como Otegui afirma, sí hubiera tales torturadores -¿alguien puede negarlo con total seguridad? ¿Alguien se ha molestado, siquiera, en entrar en esa cuestión, que es la fundamental?- entonces también yo diría que el rey, jefe de un estado cuyos funcionarios hipotéticamente torturaran, sería el responsable último de los torturadores y de las torturas, y no creo que nadie pudiera discutírnoslo, ni a Otegui ni a mí. Ser el jefe del estado, o quiere decir eso, o no quiere decir nada en absoluto. 

Francamente, no veo otro modo razonable de enfocar la cuestión, gústennos o no el nacionalismo vasco y Otegui; y me reconforta que haya un tribunal en el mundo, aunque tenga que ser en Estrasburgo, que parezca opinar lo mismo que yo.

Lo que ya no me reconforta tanto es que los dos máximos órganos jurisdiccionales de mi país hayan ignorado la cuestión de fondo -¿se tortura en España, como denuncian los etarras y sus palmeros, o es otra más de sus mentiras?- para ocuparse de una figura tan discutible y, en comparación, tan poco importante como la de las injurias al rey y, encima, aplicarla mal. (Lo dice el Tribunal de Estrasburgo, no yo).

Como consecuencia de lo cual ahora Otegui está en la calle, con más aire de matón invicto que nunca y con veinte mil euros más en el bolsillo, salidos de los nuestros.

Un manejo del asunto realmente eficaz e inteligente, como ven. Tan inteligente y tan racional como todo lo que tiene que ver con ese modelo de instituciones inteligentes y racionales que es la monarquía, Dios nos la conserve muchos años.

martes, 8 de marzo de 2011

Pedro y el bobo

Desahogo intempestivo, musicalmente iconoclasta

La música me gusta probablemente más que ninguna otra cosa. Por eso mismo me revientan las construcciones líricas en torno a ella. 

La música suscita emociones, sin duda, y habla a nuestros sentimientos. Pero a condición de que se la trate rigurosamente como lo que es: organización de sonidos en el tiempo. Igual que un edificio puede ser una obra de arte que hable a nuestras emociones, pero si lo es, lo es a base de ser, antes, cimientos, pilares, muros, vigas, forjados, cálculos de resistencia de materiales y organización de espacios; e igual que el buen arquitecto es, en primer lugar, el que sabe manejar bien esas cosas y solo a partir de ellas se permite pensar en poesías espaciales y otras gaitas. Las casas no se empiezan por el tejado -ni por la 'función simbólica', sea esto lo que rayos sea- ni las músicas por las emociones: con suerte, terminan en ellas, a condición de que al hacerlas se haya pensado en lo que hay que pensar.

Me imagino, claro, que ningún compositor hace música prescindiendo de sus vivencias, sensaciones y emociones. Todas esas cosas están en su ánimo, desde luego, y hasta es posible que en su intención. Pero no son lo que usa para componer. La música no se hace con sentimientos ni con emociones. Los sentimientos y las emociones del compositor catalizan su creación, si se quiere, o la dirigen, o la inspiran, o simplemente la acompañan, pero la música no está hecha de ellos, sino de corcheas, semicorcheas, fusas y semifusas. De sonidos, vaya, y de silencios. De ninguna otra cosa.

No tengo ninguna experiencia en la materia, pero algo me dice que, al componer, el compositor no se aplica, en primer lugar, a expresar emociones, transmitir sensaciones ni evocar imágenes. Imagino que, sentado al piano, se ocupa, antes que de nada, prosaica y sistemáticamente, de melodías, arpegios, armonías, ritmos y otros asuntos estrictamente musicales, sin más pretensiones. De ese modo puede suceder que un día acabe descubriendo que está haciendo buena música, y  hasta que hay gente que disfruta oyéndola. E incluso que esa simple y honrada música que hace despierta en algún oyente alguna emoción, le transmite alguna sensación o le evoca alguna imagen. Esas cosas, si se dan, se dan siempre por añadidura y sin buscarlas, después de mucho trabajo concienzudo y hecho con los pies en la tierra.

Desde pequeñito me ha molestado que la música pretenda ser programática o llevar alguna clase de carga extra musical, y me han irritado las subsiguientes explicaciones de los 'entendidos': "Ese acorde es Tristán", "El fagot es el abuelo de Pedro", "Ahora los pastores danzan en el prado", "Esta música expresa la profunda desolación del autor tras ser abandonado por su esposa"...

Mentira todo, afirmo, ahora que ya no soy pequeñito. El acorde son cuatro notas, y aunque el compositor es muy dueño de imaginarse a Tristán cada vez que suena, no lo es de pretender que a ningún oyente le pase lo mismo. Y a ninguno le pasa, de hecho. Sin explicaciones previas, NADIE que escuche a Wagner, o a Prokofiev, o a Vivaldi, o a Mahler, se imagina a Tristán al oir el 'acorde de Tristán', ni oye al abuelo cuando suena el fagot, ni piensa en pastores que bailan al oir la tarantela, ni sufre con la 10ª sinfonía porque Alma Mahler dejó a su marido por un arquitecto prometedor.

No me cabe la menor duda de que todas esas cosas hayan podido provocar, de algún modo, las correspondientes músicas, y presidir su gestación. Pero el proceso tuvo lugar una vez, en el ánimo del creador, y es estrictamente personal e intransferible. Problema suyo, puro metabolismo. No 'va contenido' de ninguna forma metafísica ni misteriosa en la música, ni hay la menor probabilidad -ni necesidad- de que se reproduzca, por alguna clase de inducción sonora, en el ánimo de quien la escuche. El oyente que pretende que es así, el que 'se documenta' sobre la música que va a escuchar y cree  que la apreciará mejor y la disfrutará más por conocer esas historietas de making off, no solo se engaña irremediablemente, en mi opinión, sino que corre grave peligro de distraerse con ellas de lo esencial de la música, y de estropear y frustrar su propia, personal y verdadera audición.

Porque las explicaciones previas, las anécdotas y los 'libretos adjuntos', aunque se basen en las intenciones declaradas del autor,  no añaden nada al genuino placer de escuchar música. Al contrario, lo estorban y lo empobrecen. Limitan las infinitamente variadas e incontrolables emociones que la música provoca por sí misma y las reducen, mediante un esfuerzo deliberado, penoso y estéril, a un triste remedo de lo que el autor tuvo la malhadada idea de hacer saber que pretendía 'expresar' o, peor aún, 'contar'.

La música no sirve para contar historias, ni para describir escenas, ni para transmitir emociones específicas y predeterminadas: para eso ya están la literatura y la pintura, la fotografía y los manuales ilustrados. La música es un lenguaje mucho más rico y potente, y también más abstracto, impreciso e incontrolable. Habla a nuestra emociones y a nuestros sentimientos con mucha más fuerza que ningún otro medio expresivo, pero lo hace por su cuenta y sin ninguna precisión, y no admite 'encargos'. No transmite mensajes inequívocos: suscita emociones, distintas en cada oyente y sin el menor control por parte del compositor ni de los intérpretes, que jamás deberían arrogarse la impertinente pretensión de ser quienes las dirijan.

Resumiendo:

Me parece estupendo que hayas escrito esta música tan triste porque se te murió la mascota, pero ten el buen gusto de no venir a contármelo: tus lamentos no me dejan oírla bien.

Permíteme escuchar la música como a mí me dé la gana, y encontrar en ella lo que buenamente encuentre yo, y no lo que su autor creyó, erróneamente, poner en ella.

No me expliques lo que tengo que sentir cuando suena el tema principal del segundo movimiento.

¡No me cuentes otra vez Pedro y el lobo, por favor!


Coda: Por eso, añado ya puestos, antes que por sus connotaciones snobs o elitistas, detesto cordialmente la ópera como género. Hay óperas que me gustan, claro: ni sometiéndose a la estúpida traba de tener que contar historias con ella logró Mozart dejar de hacer música excelente, ni  logro yo, en consecuencia, dejar de disfrutarla a pesar de su 'operez'. Y lo mismo me sucede con otras -pocas, la verdad, y números sueltos de ellas, en general- óperas de otros autores, que siguen pareciéndome buena música, aunque compuesta al servicio de fines espurios. Pero, en general, la mera idea de mezclar música con teatro me estremece, y la gran mayoría de sus realizaciones prácticas me parecen un torpe maridaje, mutuamente empobrecedor, de música mediocre con teatro abiertamente malo.

(Tratar de utilizar la música para contar historias o para transmitir cualquier otra clase de 'mensaje' extra musical es perfectamente comparable, lo he dicho más de una vez, a tratar de utilizar el telescopio Hubble para espiar a la vecina de enfrente mientras se cambia...)