domingo, 27 de noviembre de 2011

Si a París vas en Octubre, no dejes de ver el Louvre




Georges Moustaki - Le métèque


Creo que la fama de antipáticos que los parisinos arrastran entre nosotros es totalmente inmerecida. A mí me parecen gente encantadora y bien educada, y atribuyo sus innegables choques con el español medio, que tan mala imagen les ha procurado en este país, mucho más a nuestra propia incivilidad que a ninguna particularidad de su comportamiento. A mi parecer, con escasas excepciones, tras cada historia tremenda de parisinos bordes y prepotentes hay un español mal educado y acomplejado. 

El visitante español de París tiende con frecuencia a ignorar olímpicamente los hábitos formales franceses, no saluda, no se despide, evita como cuestión de principio los tratamientos que para el francés son parte legítima e irrenunciable de sus derechos de citoyen y habla, en mal francés –cuando lo habla–, como si estuviera siempre cabreado o seguro de ir a tener en breve motivos para estarlo. Y luego se sorprende al encontrarse con el inevitable fruto de su hispana barbarie y vuelve diciendo que los parisinos son unos bordes. Pero creo que no tiene razón. En mi experiencia unos cuantos monsieur y madame bien repartidos, un discreto despliegue de esos buenos modales que a los españoles nos parecen trasnochados y cursis, –¡cómo nos reímos de los portugueses, mucho más europeos que nosotros, por lo que consideramos su exagerada ceremoniosidad!– pero que en el resto de Europa se siguen apreciando y usando, hacen milagros hasta con la más feroz de las concierges.

Frente a tantas historias de encontronazos con parisinos terribles, yo no puedo por menos que recordar al camarero de la crêperie que me retiró el plato que creyó vacío y en el que yo había reservado un pedacito de crêpe de chocolate para cuando acabara la suya mi hijo, que come muy despacio. Cuando le pregunté si lo había tirado se deshizo en excusas y, al cabo de un rato, se presentó con una crêpe(*) enterita pour l'enfant que no consintió en cobrar. O al dueño de bistrot de Montmartre que se estuvo media hora explicándonos su carta en versión adaptada a nuestro francés, recomendándonos qué nos iba a gustar más y qué era trop drôle para paladares no acostumbrados. O al taquillero de Métro que dedicó un cuarto de hora a buscarnos la combinación de abonos más útil y más barata, sin perder la amabilidad ni la sonrisa. O a la señora mayor, peripuesta y con su sombrerito, que se me acercó al verme parado ante el plano de la zona para ver dónde quería yo ir y si podía ayudarme.

También es cierto que una vez, hace años, tuve una gresca con una parisina que se mostró, digamos, un poco más imperiosa de lo necesario, pero teniendo en cuenta que debía de llevar media hora tratando de entrar en su garage sin lograrlo porque se lo estorbaba mi coche mal aparcado, creo que la podemos disculpar. Al verla de pie junto a su coche, detenido infructuosamente contra el morro del mío, yo, que andaba tan tranquilo por la acera, con el alma transportada del gozo de estar en París y con el deseo de incluir en tan feliz estado de ánimo al mayor número posible de aborígenes, cometí el error táctico de interrumpir mi paseo para dirigirme a ella en mi mejor francés: Attendez un petit moment, madame, je vais reculer. Habría debido mantener mi apacible anonimato, esperar a que renunciara y se fuera y solo entonces, sin testigos peligrosos, identificarme como dueño del coche infractor cambiándolo de sitio; pero la juventud es así, irreflexiva, ardiente y generosa.

Esta foto ha sido retocada con Photoshop por Ricardo, uno de mis correspon-
sales, para corregirle las verticales y quitarle el efecto de punto de fuga cenital.

Cuando el objeto de mi buena voluntad me vió dirigirme al coche llave en mano y comprendió que era yo el culpable de su sordo y creciente cabreo, salió de su perplejidad y se arrancó con ese brioso y conocido discurso parisino que comienza: Reculer! Ah, mais non! Reculer, quoi! Ah, mais vraiement..! y continúa en ese tono todo el rato que se le deje. Bastante desagradable, la verdad. Pero insisto, creo que había motivos para disculparla. Yo lo hice porque, además, era muy guapa, vestía muy bien y olía estupendamente. Y hablaba un francés precioso, fluido, veloz e inspiradamente demoledor. Era la parisina modelo, me llevaba como diez años y era por completo mi tipo (de joven me ponían las señoras estupendas. Bueno, y me siguen poniendo.) Pero por algún motivo la cuestión de conocernos mejor y llegar con el tiempo a establecer una buena amistad se mantuvo desde el principio totalmente fuera del orden del día. Yo la habría planteado, si me hubiera dado ocasión, pero no me la dió. Pude apenas pedirle mil excusas, prácticamente me arrojé a sus pies y ella no me pateó ni nada, se limitó a desaprobar profunda y profusamente, desde su evidente superioridad de parisina que paga impuestos, monsieur, y cumple la legalidad, mi lamentable condición de meteco caótico e incapaz ni de aparcar decentemente. Dicho con abundancia lo que quería decir, desapareció en las profundidades de su garage mientras yo arrastraba mis restos mortales dentro de mi 205, Boulevard Raspail adelante, buscando en vano otro sitio donde aparcar. Mi afamado magnetismo tiene momentos en que funciona mejor que en otros, y aquel no fue uno de ellos.

Pero es que tenía razón. Hasta cuando se ponen desagradables suelen tener razón. Por eso París es una ciudad tan espléndida, porque lleva los últimos cuatrocientos años teniendo razón casi sin parar.

(*) Sí, pequeños míos, sí. Una crêpe. Aunque todas las creperies españolas se empeñen en ignorarlo, crêpe, la palabra francesa con la que se denomina  esa filloa gabacha rellena de cosas diversas, es de género femenino.


P.S.- Para terminar, un clásico sobre españoles que visitan París: el one-step "Si vas a París, Papá", cantado por Celia Gámez. No he logrado averiguar a qué revista pertenecía, o si se trataba de un cuplé suelto, pero al parecer gozó de gran popularidad durante los años treinta del siglo pasado. En distintos números del ABC de 1930 se anuncia el disco de Odeón de ese mismo título, cantado por la Gámez. 


Celia Gámez  en 1931, haciendo el Pichi
La letra es de M. Álvarez Díaz (no se lo tengamos en cuenta; es posible que escribiera otras cosas, y necesariamente serían mejores), y la música, de Florencio Ledesma y Rafael Oropesa. De este último, que solo tiene entrada propia en la wikipedia ¡en holandés!, he averiguado que fue director de la Banda del 5º Regimiento, motivo por el cual se exilió, tras la guerra civil, primero a Francia y luego a México. Hay quien sostiene que es el verdadero autor del famoso chotis Madrid ("Cuando vengas a Madriz, chulapa mía, voy a hacerte emperatriz de Lavapiés, a alfombrarte con claveles la Gran Vía y a bañarte con vinillo de Jerez. En Chicote un agasajo postinero con la crema de la inteleztualidá, y la gracia de un piropo retrechero más castizo que la calle de Alcalá..."), que habría vendido a Agustín Lara en una época en que la propiedad intelectual no parecía preocupar especialmente a nadie y, como cualquier otra propiedad, se trasmitía a cambio de pesetas, sin más complicaciones. (Ahora sigue siendo cuestión de dinero pero, misteriosamente, nunca acaba de trasmitirse del todo, por mucho que pagues. No sé a qué esperan los fabricantes de muebles, de coches y de barras de pan, entre otros, para empezar también ellos a gestionar como intelectual la propiedad de sus productos, y poder así venderla vez tras vez sin perderla nunca, per saecula saeculorum, en una venturosa especie de negocio de tracto interminable que de momento, no acabo de entender por qué, –pero ya verán ustedes cómo no faltan voces iracundas que acudan a explicármelo– parece solo al alcance de los músicos afiliados a la SGAE...) Bueno, ya me he vuelto a ir por las ramas. Es que hay temas que me pierden.

Como tantas otras músicas, yo conocí este cuplé de boca de mi madre. Nunca se lo había oído cantar a nadie más hasta que lo busqué en Spotify para colgarlo aquí. Una vez más la versión de Celia Gámez y la de mi madre coinciden nota por nota. Qué tía, mi madre. 

Las  dos primeras fotos son  de David Henry y están cogidas de aquí. La tercera no sé de quién es, pero está cogida de aquí.  La de Celia Gámez es de Mendoza y está cogida de aquí.

domingo, 13 de noviembre de 2011

Cosas que pienso –a veces– sobre (1)



Eduardo Falú, Ariel Ramírez, Los Fronterizos - El Churito

Como quizás hayan observado yo tiendo a enrollarme mucho al escribir, y nunca creo haber dejado clara mi opinión sobre una cuestión si no le he dedicado dos o tres folios de apretada escritura. En consecuencia mis posts tienden a ser largos, mucho más de lo que aconsejan los expertos en estas cosas, que aseguran que la vista de demasiado texto espanta a los lectores –aunque yo, por mi parte, pienso que un lector que se desanima por ver demasiado texto es una birria de lector, sin el que me paso tan contento–. Y como consecuencia secundaria, cuando sobre alguna cuestión mis opiniones no llegan a cubrir los dos o tres folios de rigor, la pobre cuestión en cuestión pierde toda posibilidad de protagonizar un post de mi blog, porque, claro, publicando como publico cada dos meses ¿cómo voy a sacar un post de quince o veinte míseras líneas? Un círculo vicioso, ya lo ven: como solo escribo largo, cuando no me sale largo, no escribo. Mal planteamiento.

Así que he decidido imitar el ejemplo de ilustres colegas e inaugurar un nuevo formato de post, ya me dirán ustedes qué les parece. Reúno unos cuantos esbozos de... (chorradas me parece poco respetuoso para conmigo mismo: digamos, neutramente,) ...elucubraciones sobre distintas cuestiones que alguna vez he escrito pero que no han alcanzado el tamaño medio de mis kilométricos posts, y los publico todos juntos bajo el título genérico de cosas que pienso sobre, por ejemplo,


los hijos.- Mientras no los tienes piensas que cuando los tengas los educarás a tu manera y les transmitirás tus gustos y tu forma de ver la vida. Pero cuando llega al mundo tu hijo de verdad, ese individuo  insolentemente convencido de estarlo inventando todo él, enseguida empieza a pasar de tu música, de tus libros, de tus puntos de vista –que discute con suficiencia desde los seis años– y de tus costumbres en general y tú, en vez de cabrearte y mandarle al cuerno, como sería lo lógico, te aficionas a su música, oyes sus historias, escuchas indulgentemente sus disparatados puntos de vista y vas amoldando imperceptiblemente, o no tanto, tus costumbres a las suyas. A esa particular forma de memez se la llama paternidad, y se considera una virtud.


los bolígrafos.- Casi nunca escribo nada a mano. Como bien decía Jardiel Poncela, para tener un carácter metódico y ordenado lo mejor es escribir a máquina (es la única consecuencia inteligente que nadie ha sacado nunca de la grafología). Y una vez inventado el procesador de textos, me parece la forma más cómoda y civilizada de escribir. Pero desde luego, si hay que escribir a mano –cartas y esas cosas que la gente ve con malos ojos recibir mecanografiadas– me decido vehementemente por la pluma. El bolígrafo roza desagradablemente el papel, interrumpe el flujo de tinta de modo autónomo y arbitrario, suele tener un color horrible y siempre termina perdiéndosele el capuchón, o atascándosele el mecanismo de meter y sacar la puntita. Y acabas teniendo siete u ocho en un bote, todos secos, mordidos o de tinta roja, algunos con publicidad de empresas inverosímiles, gestorías ignotas, restaurantes donde nunca vas a comer o partidos políticos a los que te avergonzarías de votar. Nunca los tiras, nunca los usas. Un invento espantoso, en líneas generales.


los jóvenes.- A veces me ocurre hacer, por ejemplo, cola en un Burger, rodeado de aborígenes de ese país extraño, la juventud, que tanto parece haber cambiado desde que yo mismo era uno de sus ciudadanos. No existo para ellos, su mirada me descarta tras el primer vistazo indiferente, y eso me permite una observación de campo amplia y cómoda: hablan como si yo no estuviera delante –para ellos no estoy, de hecho– y yo obtengo datos inmediatos, de primera mano. Impresiones directas del frente. Superada la primera sensación de extrañeza: las ropas, los modales, el idioma, que, de lejos y en bloque, los hacen casi alienígenas, vagamente hostiles, incluso, a mis ojos, descubro siempre, pero siempre con la misma sorpresa, no solo que yo fui efectivamente así, aunque no vistiera ni hablara exactamente como ellos, sino que eso que fui y que ellos son no es esencialmente distinto de lo que soy ahora. En cuanto me meto en la conversación, aparentemente abstraído en mi periódico o en la contemplación ceñuda del infinito, descubro las mismas emociones, las mismas ideas, los mismos mecanismos por y con los que nos movíamos mis contemporáneos y yo, y los extraterrestres ajenos se me vuelven de repente semejantes próximos e inteligibles. Hasta ahora no me ha fallado nunca: diez minutos de observación directa e inmediata no es que me regresen a mi juventud, sino que traen la suya a mi mundo y me la hacen comprensible y cercana. Acabo descubriendo que somos de la misma especie, básicamente iguales, con pequeñas diferencias de presentación, muy llamativas, pero de muy poco fondo. Fui igual que son, serán igual que soy.

 
el Quijote.- El problema con él es que a estas alturas es inseparable de su espesa aura de glosistas, vulgarizadores, panegiristas, estudiosos y parásitos en general. Siempre me he preguntado cómo lo leería un lector virgen, que no hubiera sido apabullado desde pequeño con los molinos, los gigantes, Dulcinea, la Mancha, Sancho, la Triste Figura, los odres de vino, ladran luego cabalgamos y con la Iglesia hemos topado (las dos últimas, por cierto, perfectamente apócrifas, pero incrustadas en el lote tan inextirpablemente como todo lo demás). Habitualmente leemos un libro y luego decidimos si nos gusta o no. Con el Quijote es imposible, lo leemos –los que lo leemos– sabiendo que nos tiene que gustar. Peor aún, sabiendo que no estamos, en realidad, leyendo un libro, sino cumpliendo un trámite formal que, a lo sumo, nos servirá para rellenar los huequecillos y dar cierta consistencia a la nebulosa quijotil con la que más o menos hemos nacido. Es un claro caso de alienación, de la que también pueden ser víctima los libros y que, en este caso, creo totalmente irreversible e irremediable.

 
la televisión.- Todo lo que existe de un modo medianamente público es a la vez dos cosas: lo que sea, en sí, y un contenido televisivo. Como suceso, acto, institución... tendrá cada uno sus propias leyes, su lógica y su proceso; pero como contenido televisivo tienen todos: terremotos, investiduras presidenciales, actuaciones policiales, debates parlamentarios, sorteos de lotería, bodas reales, riñas callejeras, misas solemnes, manifestaciones populares, partidos de fútbol, atracos con toma de rehenes, todos... que someterse a las leyes que regulan el comportamiento y la existencia de los contenidos televisivos. Ya no manda el cura en su misa, ni el presidente en su congreso, ni el atracador en su banco. Por encima de ellos están siempre el realizador y los cámaras, con una autoridad muy superior y que nadie sueña siquiera en cuestionar. A un bombero, por resumir, ya no le basta con apagar bien incendios y salvar bien víctimas de catástrofes: además, e incluso antes, tiene que ser "mediático", o sea, pegar bien en televisión.


mi blog.- Cuando yo era pequeño vivía en una calle comienzo de carretera nacional, por la que pasaban coches y camiones en abundancia haciendo un ruido de todos los diablos. En verano, con la ventana abierta por el calor, era ensordecedor. Recuerdo un día en que, tras el paso de un camión especialmente atronador que nos tuvo a todos medio minuto sin oír otra cosa que el rugido de su motor y el vibrar de los cristales, mi hermano mayor se asomó a la ventana y berreó a todo pulmón: ¡¡Aaaaaaaaa!! Y se quedó a gustísimo. Fue su respuesta a la Avenida de América. También él podía hacer ruido, hombre.

Lo digo porque yo escribo en mi blog por motivos bastante parecidos. Cuando el nivel de ruido exterior llega al punto crítico, desahogo con mi propio berrido la tensión acumulada, escribo un post tajante y me quedo más ancho que largo. Me ahorra horas de discusiones tediosas con tontos bienintencionados (con los malintencionados no me hablo) y me permite resumir en unas cuantas frases, de una sola vez, los cientos de puntualizaciones, distingos, refutaciones y puntos sobre las íes que me van surgiendo de la lectura del periódico, la escucha de la radio y el trato con mis semejantes (por llamarlos de algún modo, más quisieran algunos). Así me quedo tranquilo y me puedo dedicar a cosas serias con la mente despejada. Y, como diría Wodehouse, estoy un rato entretenido y no ando por los bares.

¿Comunicación? Bueno... Si alguien escucha, estupendo. Pero aunque no, yo me quedo igual de pancho, como mi hermano después del grito. He reivindicado mi derecho a formar parte de la batahola general. Y he ejercitado las cuerdas vocales, que se entumecen por falta de uso.