La arquitectura es la única arte que se nos impone. Puedes no ir a ver el cuadro o la escultura que no te gustan, no leer el libro que no te apetece o no escuchar la música que detestas, pero no puedes dejar de sufrir el edificio horrendo que han plantado en tu ciudad. Es, claramente, una imposición –la de ver, quieras o no, la ocurrencia del divo de turno– y, lo que es peor, un expolio –el de "tu" paisaje anterior a la tropelía, el de "tu" ciudad de toda la vida– frente a los que no tenemos ninguna defensa. Porque las únicas existentes –las reglamentaciones urbanísticas, las ordenanzas de edificación, esas cosas– además de ser insuficientes, frágiles y precarias, están en manos de los políticos, aún menos dignas de confianza que las de los arquitectos. Comprendo que hay problemas mucho más graves e injusticias mucho más sangrantes, pero yo esta la llevo muy mal.
Creo que el principal problema de la arquitectura viene del deseo inmoderado de ser genial que aqueja a todos los arquitectos, así acaben de recibir el título. Todos quieren diseñar obras maestras y rompedoras, todos han recibido la inspiración divina, todos se creen llamados a ser quienes reinterpreten, reaviven, iluminen y, por decirlo en corto, jodan irreversiblemente el afortunado pedazo de mundo que será emplazamiento de su obra genial, (y al que no se lo parezca así, que le vayan dando, que para eso los arquitectos son ellos). Muy pocos se proponen, modesta y artesanalmente, contribuir a la creación del bien colectivo y público que es la ciudad –que yo considero el habitat natural del hombre, dicho sea de paso; por lo que es, además, un bien imprescindible y de primera necesidad–.
(Uno de los mejores arquitectos que he conocido en persona alardeaba de no ser más que un albañil ilustrado. Otro gallo nos cantaría si más arquitectos renunciaran a ser Dios y se ciñeran a este modesto y útil papel.)
El aspaviento metalizado de Gehry en Bilbao, por ejemplo, no está mal como escultura, pero considerarlo arquitectura solo porque han aprovechado que era muy grande para meterle cosas dentro me parece a todas luces una exageración. La arquitectura, en mi opinión, supone una ordenación racional de espacios y volúmenes basada, fundamentalmente, en el uso y la función, de la que el Guggenheim no solo carece, a mi juicio, sino contra la que atenta violentamente.
En fin, al menos este no estropea el paisaje urbano. Por lo poco que recuerdo de cómo estaba antes la zona, lo mejora notablemente. No así la que juzgo monstruosidad imperdonable perpetrada por Moneo en la desembocadura del Urumea, el Kursaal de San Sebastián, que me parece el paradigma de los atentados urbanísticos. En una sociedad tan acostumbrada a la violencia y a la imposición como la donostiarra ha sido aceptado con una docilidad lamentable. Yo lo apedrearía sin un titubeo, si consiguiera secuaces en número suficiente. Pero la compulsión identitaria tiene estas extrañas consecuencias.
(Recuerdo de mi remota infancia el antiguo Kursaal, tan decimonónicamente cursi, tan adecuado a la cursilería decimonónica –¡espléndida!– del resto de la ciudad; y la visión del engendro acristalado que lo ha sustituído me corta la respiración y me asoma lágrimas a los ojos. Gros –creo que ya nadie lo llama así– me parece yacer semi aplastado, asomando sus pobres restos bajo el pisotón de la mole. Para mí es una zona devastada. Pero qué se le va a hacer, parece, como digo, que hay hasta a quien le gusta. Yo lo celebro. Como no soy nacionalista, a mí no me consuela que el sufrimiento se socialice.)
Hablando de nacionalistas, si he sacado a colación en este asunto la compulsión identitaria es porque no han sido ni dos ni tres, sino muchos más, los donostiarras que me han confesado que el nuevo Kursaal, a su juicio, "da carácter" a la ciudad, y, aunque no han sido capaces de mencionarme ni una virtud más del edificio, parecían encontrar que esa es suficiente. Al oírlos uno saca la impresión de que les satisface ser "diferentes", aunque la diferencia consista en una enorme verruga en la nariz. (He visto verrugas menos feas que los prismas de Moneo). Es, desgraciadamente, bastante esperable: una sociedad que lleva los últimos cincuenta años aleccionada en las virtudes supremas de ser diferente, aún a precio de terror callejero y de envilecimiento colectivo, es probablemente más proclive que otras menos castigadas a aceptar la erección de aberraciones cristalinas como forma alternativa, menos cruenta que el acoso y asesinato de convecinos, de alcanzar la deseada singularidad.
El nacionalismo, que no tiene más que ventajas.
(¿Cómo haré yo para acabar siempre hablando de lo mismo?)