jueves, 28 de junio de 2012

Orgullo gay

A mí nunca se me ha ocurrido mirar a un homosexual con sonrisilla pícara, ni tratarle como si creyera que en realidad es hetero y le gustan las tías, pero disimula porque le avergüenza reconocerlo. Jamás he tratado de convencer a ninguno para que haga un intento con el otro sexo, que seguro que si lo prueba, repite. No deja de sorprenderme, por tanto, que haya homosexuales –y alguno que otro hay– que en su trato con los varones heterosexuales no pierdan ocasión de dar a entender que si no somos como ellos es porque no nos atrevemos o porque no lo hemos probado, y que solo nos falta un poco de decisión, un pequeño empujoncito –que ellos mismos pueden darnos, si hace falta– para unirnos a su feliz tribu. El proselitismo de los homosexuales me molesta tanto, la verdad, como el de los vegetarianos, los católicos, los comunistas o los aficionados a las centrifugadoras humanas de los parques de atracciones; como cualquier otro proselitismo, vaya –sin contar con que me parece el menos fundado y el más absurdo de todos, porque mientras que es posible cambiar los hábitos alimentarios, la religión y la ideología política, y hasta vencer la aversión por las acrobacias mecánicas, no lo es, en cambio, cambiar las inclinaciones eróticas–. Creo que cada cual debe cultivar los gustos, practicar las actividades y profesar las creencias que le parezcan bien, y dejar que los demás cultiven, practiquen y profesen en paz las que se lo parezcan a ellos.

Estimo, por otra parte, que la vida sexual de cada uno es privada y debe seguir siéndolo siempre. Me molesta y me parece de pésima educación no ya que se alardee, sino que se hable siquiera de con quién y cómo se va cada uno a la cama –o a donde más le pete– o se deja de ir, sea con su cónyuge, con los de sus amigos, con Sara Carbonero, con Iker Casillas o con Monseñor Escrivá de Balaguer. (A este respecto me resultan tan inoportunos y de tan mal gusto los donjuanes y las mujeres de bandera que exhiben y pormenorizan sus conquistas como los jovencitos cristianos de los 'clubs de castidad' que patrimonializan y proclaman sus abstinencias). Mis actividades venéreas no deben interesarle a nadie más que a mi pareja, creo, y desde luego a mí no me interesan las de nadie salvo las suyas –y, de las suyas, estrictamente las que me incluyan–. No es que no tenga interés en conocer las de los demás, es que tengo especial interés en no conocerlas. Todos tenemos una vida sexual, igual que todos tenemos un culo, y creo que ni uno ni otra deben ser exhibidos más que en la más estricta intimidad, y siempre con buenos motivos. (Pero si forzosamente tuviera que airear una de las dos cosas, creo que me sentiría más cómodo enseñando el culo que dando noticias de mi vida sexual).

Item más, tiendo a ser sobrio y discreto en mi comportamiento y vestimenta, y los gritos, las afectaciones, las excentricidades, los disfraces, las extravagancias indumentarias y las estridencias en general, tanto las propias como las ajenas, me desagradan y me incomodan. Trato de no sobresaltar a nadie con mi conducta y mis modales, ni siquiera visualmente con mi atuendo y mi aspecto general, y no creo que la vida en sociedad sea tolerable con quienes no se comportan así. Hay gente, sin embargo, que no parece feliz si en un lugar público no consigue, solo con el volumen y la entonación de su voz, concitar la atención general; y otros, o con frecuencia los mismos, que se aseguran de obtenerla ya antes de abrir la boca simplemente con su manera de vestir. La conducta y apariencia públicas de algunas personas me parecen, directamente, una agresión al entorno que sobrepasa lo estético para incidir directamente en lo ético.

Creo una estupidez el reduccionismo de quienes se definen a sí mismos en relación con un aspecto parcial de su personalidad total: los escritores, por ejemplo, que van de escritores todo el rato y a los que no parece interesar de sí mismos más que su actividad de escribir, ni muestran nunca otra faceta que la de escritor, y parecen ser escritores las veinticuatro horas del día, en toda circunstancia y a todos los efectos. Los ingenieros, los abogados o los médicos que solo saben hablar de ingeniería, leyes u hospitales y que te están recordando su profesión con cada gesto y cada palabra. Y, desde luego, también los homosexuales, y hay unos cuantos, que consideran su homosexualidad como el eje vertebrador de su existencia, y leen literatura homosexual, y ven películas homosexuales, y solo van a locales de ambiente, y militan en movimientos de liberación gay, y no dejan ni un minuto de recordarte que son homosexuales y que todo lo que hacen lo hacen por ser homosexuales y de una manera especial que tienen los homosexuales para hacer... lo que sea, cualquier cosa que hagan. Dan ganas de decirles que aunque dejasen un ratito solo de recordarnos su condición (ese es el problema, que para ellos no se trata de una inclinación, ni de una preferencia, sino de una condición) no iban a traicionar sus principios, ni a perder su identidad ni a decaer en sus derechos y, en cambio, todos podríamos descansar un poco. Empezando por ellos, que deben de acabar agotados.

De la palabra "desfile", por último, nunca había conseguido establecer cuál de los dos significados más usuales me resultaba más ajeno y poco apetecible, si el desfile militar o el desfile de moda, hasta que los desfiles de homosexuales disfrazados de sus fantasías sobre sí mismos, que, centrados a la vez en la militancia y en el aspecto, parecen reunir lo que de más ajeno y poco apetecible encuentro en cada una de las otras dos modalidades, vinieron a resolverme la duda por la vía del eclecticismo, siempre tan útil y enriquecedor.

Las celebraciones del Orgullo Gay son, creo, un buen compendio de todas estas cosas a que acabo de referirme: proselitismo, exhibicionismo, agresividad indumentaria, reduccionismo, desfiles... Manifestadas, además, en forma de festejos populares callejeros –detesto cordialmente todas las formas conocidas de festejo popular callejero– y provocando aglomeraciones ruidosas de gente –me horrorizan las multitudes y asesinaría con gusto a los que hacen ruidos innecesarios, y a veces hasta a los que los hacen necesarios–.

De modo que lo han adivinado, sí: no me agrada especialmente la bendita celebración esta. Disfrútela, con mi resignada bendición, todo aquel a quien no suceda lo mismo.

martes, 19 de junio de 2012

Cosas que pienso -a veces- sobre (4)

Este magnífico dibujo es de Matías Tolsà y está cogido de aquí


amar a la Humanidad.- Decir que se ama a la Humanidad es de una soberbia insultante. Si alguien dice amarme así, solo porque soy parte de la Humanidad a la que ama genéricamente, le hincho un ojo. (Y consideraré mi acto, dirigido específica y personalmente a él, mucho más respetuoso y verdaderamente amoroso que su presunto y cochambrosamente diluído amor.)  


  
contemplación.- Soy un contemplativo, es decir, un sensual. Me gusta, sencillamente, sentirme vivir. Es cierto que vivir a ratos duele, pero a ratos es sencillamente, indescriptiblemente maravilloso. (Tiene que ver con la profundidad de la vida, que es lo que más apreciamos en ella los contemplativos, de igual modo que su anchura es lo que más aprecian los activos).  




más vale prevenir.- Siempre he pensado que el seguro a todo riesgo de los coches es para los pobres. Los ricos, si tienen un accidente, pagan, porque pueden; y, si no ¿para qué se van a gastar un duro? Somos los pobres los que no tenemos más remedio que pagar los poquitos del seguro, a nuestro alcance, porque no podríamos permitirnos pagar el mucho del posible accidente. El seguro es eso: conjurar un posible mal calamitoso sometiéndose, a cambio, a pequeños males, seguros pero llevaderos. Y eso es siempre la prevención, irse operando de a poquitos, todos los días, para no tener que entrar nunca en el quirófano. Una triste transacción, para mi gusto. Así que yo no prefiero prevenir a curar. No vale más, vale menos. Por eso podemos pagarlo, y, prudentemente –pero que la prudencia sea conveniente no significa que debamos enorgullecernos de ella– lo pagamos.

(Tuve una novia que no quería salir de casa con la lavadora puesta, por si acaso funcionaba mal y al volver se encontraba una inundación. Yo le argüía que era mejor salir cincuenta veces y encontrarse la inundación a la vuelta de una de ellas que no encontrársela nunca, ni salir tampoco nunca. A este argumento mío jamás supo darle una respuesta satisfactoria, pero eso no hacía que le cabrease menos, sino más. Acabamos rompiendo, claro.)



ocurrencias.- La categoría de "ocurrente" no es, sin duda, la más alta de las posibles, pero está muy bien. El ochenta por ciento de lo que por el mundo se escribe y se publica está a muchos niveles por debajo de lo ocurrente, y si todo lo que yo leo o escucho al cabo del día fuera, al menos, ocurrente, yo sería mucho más feliz. En último término un humus de "ocurrencias" nutrido y extenso me parece el medio con más probabilidades de que en él broten, de vez en cuando, las ideas profundas, el talento y hasta el genio. Yo me daría con un canto en los dientes si la media de lo que escribo alcanzara el nivel de "ocurrente".  



filosofía contemporánea.- Los filósofos, para explicar el mundo, o darle sentido, o como queramos llamar a lo que quiera que hagan los filósofos, necesitan antes conocerlo. Conocer el mundo, saber cómo es y cómo funciona, fue relativamente sencillo hasta hace unos cuantos años. Era un saber que se suponía común a las personas medianamente cultas. Con su bachillerato más o menos asimilado ya podía cualquier filósofo ponerse a crear su particular explicación de por qué las cosas eran como todos creían saber que eran. Pero a partir de Einstein, y no digamos de lo que vino después, cómo está hecho y cómo funciona el mundo es cada vez más un saber especializado, al alcance de muy pocos; y, al tiempo, fundamental para cualquier explicación o sentido que se le quiera dar. O eres físico o es mejor que no aventures muchas teorías sobre metafísica, porque con gran probabilidad serán disparates o inanidades. (Sí lo haces en francés quizás se note menos, sí, o al menos así lo cree un cierto número de filósofos franceses que, como mucho, aprobaron las matemáticas de Sexto; pero igual se acaba notando). Por eso es por lo que los filósofos se dedican ahora a comentar la actualidad: porque las cosmogonías a que antes se dedicaban ya solo están al alcance de los especialistas en física de partículas. 



nacioncitas.- No puedo evitarlo: cada uno de los patéticos intentos de nuestras nacioncitas por procurarse alguno de los atributos del Estado –los catalanes abriendo embajadas, los vascos organizando su Selección Nacional de Levantadores de Piedrolos, los canarios fabricándose su mini DNI– me hacen pensar en niños pequeños jugando a ser mayores, pero imitando los peores clichés de la mediocridad paterna. "Vamos a jugar a que éramos papá y mamá y teníamos una bronca..." 

(Un viejo secretario de Ayuntamiento me contaba que en los primeros sesenta, estando él en un Ayuntamiento gallego de esos que tienen cien aldeas desperdigadas, hicieron un programa para construir en cada una un lavadero público. En una de las aldeas no quedaba más que una sola vecina, y el Ayuntamiento le ofreció, en vez de construirle el lavadero a que tenía derecho, comprarle una lavadora de las que se empezaban a fabricar. La vecina se opuso: ella era una parroquia como las demás, y tenía derecho a su lavadero, con su pileta y su tenderete. Así que en vez de agua corriente en su casa y lavadora automática, obtuvo su anticuado e incómodo lavadero, que le daba estatus de parroquia. Los nacionalistas, aferrándose al anticuado e incómodo aparato estatal, que les da estatus de "país", me recuerdan a esa obtusa aldeana. Cuando lo lógico parece simplificar la maquinaria estatal o hasta sustituir el Estado por cualquier otro mecanismo más barato y eficaz, ellos insisten en tener el suyo propio, para no ser menos que nadie.

La estupidez se manifiesta de muchas formas distintas, pero el nacionalismo es una de las formas más extendidas y dañinas en que lo hace.)



el medio y la virtud.- Dada una cuestión polémica cualquiera entiendo que se esté a favor o en contra. Lo que jamás entenderé es que se esté a la vez a favor y en contra. Las medias tintas, los sí pero nos y las pretendidas soluciones de compromiso que tratan de satisfacer a todo el mundo jamás me incluyen a mí en ese "todo el mundo". Siempre me descubro emocional e intelectualmente más cercano a quien me lleva la contraria abiertamente que a quien pretende darme "un poco" la razón afirmando a la vez una cosa y la opuesta. 



respetar todas las ideas.- Absalón de Cirene, filósofo de cabecera del sátrapa Tiburcio, que profesaba la teoría de que el Cosmos no era sino una idea en la mente del propio Tiburcio, era un tipo muy simpático, sobre todo para Tiburcio; pero sus ideas eran escasamente respetables, como tuvo que acabar reconociendo el propio Tiburcio, cuando los arqueólidos invadieron Cirene, pasaron por las armas a todos sus habitantes y se comportaron, en líneas generales, como Tiburcio jamás hubiera esperado de una construcción mental suya. 



gusto por el viaje.- ¿Quién no cree que le gusta viajar? Insisto en el cree: hay mucha gente a la que no le gusta, pero casi ninguno lo confiesa, ni a sí mismos. Lo más que dicen es que "se cansan" y, al final, que "están deseando volver". Síntoma inequívoco de que no, que no les gusta viajar. Para disimular y poder creer que sí, que es lo socialmente celebrado, hacen turismo y se apuntan, por ejemplo, a viajes organizados, que son exactamente lo opuesto de viajar, aunque ellos no lo sepan, y en los que se trasladan rodeados de una burbuja de sí mismos que excluye la menor posibilidad de viaje real. Pero el gusto por el viaje es como el sentido del humor, nadie está dispuesto a confesar que no lo tiene. 



multitudes.- Siempre he pensado que la inteligencia de un grupo es, como mucho, la del menos inteligente de sus miembros. Y que, sin embargo, la destructividad de un grupo es, como mínimo, la del más destructivo de quienes lo forman. ¿Hay algún motivo para pensar que el agrupamiento potencia las peores cualidades de los agrupados y amortigua las mejores? ¿O es más exacto decir que a mí me parecen buenas las cualidades que se amortiguan con el agrupamiento, y malas las que se potencian con él? Ni idea. Odio las muchedumbres, es todo lo que sé. Pero no sé si por culpa mía o suya. 



opinión pública.- Yo creo que no hay nada a lo que se pueda llamar así. Y no porque el público no tenga opinión, sino porque, en la mía, no tiene nada. Como cualquier otro colectivo, como el pueblo, como la nación, el público se construye por agregación pasiva y no es nunca sujeto activo de nada, solo objeto. Es, de hecho, una mera construcción mental, una metáfora. Cualquier afirmación que use un colectivo como sujeto es, lo creo firmemente, el principio de un peligroso error. 



discriminaciones positivas. Las cuotas, los porcentajes mínimos, las paridades obligatorias, me parecen una de las cosas más insultantes que se le pueden hacer a un grupo humano cualquiera (prefiero no llamarlos "colectivos", que me suena a autobuses porteños.) No comprendo que nadie pueda ir por el mundo sabiendo, sin sentirse humillado, que le han hecho ministro, o diputado, o conserje porque había que cumplir un cupo con alguien como él, y que cualquier otro mérito se le ha tenido en cuenta –si se le ha tenido– solo después de asegurarse de que pertenecía a la ganadería requerida. Que las feministas acepten y hasta soliciten un trato tan degradante para las mujeres me dice mucho acerca del feminismo. Y que la progresía considere progresistas semejantes medidas me dice mucho acerca de la progresía. 



Estado español.- Siempre me ha sorprendido la inconsistencia etimológica de los que prefieren "Estado español" a "España". ¿Qué otro significado creen que puede tener "español" más que el que se refiere a "España"? ¿Cómo creen que se puede dar por bueno el adjetivo sin aceptar al mismo tiempo el sustantivo? A los necios siempre los denuncia su mala relación con el idioma. Al fin y al cabo, el idioma, antes que de comunicarse es una herramienta de pensar... 



valor y precio.- Casi seguro se debe a mi indolencia congénita y no es una virtud, sino todo lo contrario, pero siempre he valorado más, paradójicamente, las cosas que no tienen precio que las que sí. Cuanto más me cuesta conseguir una cosa, en esfuerzo o en dinero –que en mi triste caso de esclavo asalariado vienen a ser lo mismo– menos valor les doy. Las que más disfruto son las que se me dan gratis, deslumbrante y maravillosamente porque sí. De aquellas por las que tengo que pagar, acabo invariablemente descubriendo que valen menos que lo que pagué por ellas.



toponímicos.- Me niego a llamar Beijing a Pekín, Myanmar a Birmania o Sri Lanka a Ceilán, fundamentalmente porque pienso que si chinos, birmanos y cingaleses mandan en sus idiomas, en el mío mando yo. No voy a empezar a estas alturas a decir London, en vez de Londres –y tampoco, claro, Donosti en vez de San Sebastián...–

Y más digo: me irrita considerablemente que lo que fue Servia, con v, toda la vida de Dios, se haya convertido de repente en Serbia, con b, solo porque el periodista semianalfabeto que oyó por primera vez hablar de tal lugar en 1991, lo hizo a través de una noticia escrita en inglés... (Y porque los que escribieron después de él no eran semianalfabetos, sino analfabetos del todo).  



metáforas: Nada que objetarles por mi parte, todo lo contrario: creo que son fundamentales para pensar y para comunicarnos. Pienso, de hecho, que el lenguaje no es, funcionalmente, más que un sistema convencional y regulado de metáforas. Pero creo también que en su uso debemos atenernos lo mejor que podamos a dos principios esenciales, opuestos y complementarios entre sí: 1, deben servir para ilustrar o iluminar algún aspecto de lo metaforizado que sin ellas no sería tan evidente; y, 2, sin embargo, no debemos tratar de hacerlas pasar por explicaciones. Tenemos cierta tendencia a ponerle nombre a nuestras preguntas y creernos que al hacerlo les estamos dando ya una respuesta; que el nombre es la respuesta. No es así. Las metáforas ponen un nuevo nombre a lo metaforizado, cambian de sitio el problema, formulan de otro modo la misma pregunta. Si están bien escogidas, en ocasiones, –y es entonces cuando merece la pena usarlas– pueden dar pistas para contestar la pregunta, resolver el problema o entender lo estudiado. Pero en ningún caso son en sí mismas la explicación, la solución ni la respuesta.  



poetas.- La de poeta, pienso, nunca puede ser una profesión. La poesía, como el Espíritu, sopla donde quiere, y huye de los que creen poder apropiársela como atributo personal o condición permanente. Creo que la poesía debe ser un poco tarea de todos y de ninguno, "para que nunca recemos como el sacristán los rezos, ni como el cómico viejo digamos los versos. Para enterrar a los muertos como debemos, cualquiera sirve, cualquiera, menos un sepulturero". Y para hacer poesía, muchas veces sin saberlo, puede servir cualquiera, menos quien se cree y se proclama "poeta". Como muy bien sabía León Felipe, que ese sí que lo era.  



ortodoxia.- Respetar la ortodoxia y ser buen cristiano son cosas por completo distintas, y buen número de veces opuestas. Respetando la ortodoxia se acaba, antes o después, en la extinción como cristiano. Mantener la condición de buen cristiano, en cambio, exige una permanente lucha por evitar la esclerosis, lo que implica combatir muchas cosas, la ortodoxia muy principalmente entre ellas.

domingo, 10 de junio de 2012

Burocracia creativa

 A Miroslav, con mis mejores deseos para la salud de su cuerpo y de su alma.

Durante mi mal empleada juventud me ocurrió tenerme que hacer cargo de la Secretaría municipal de tres pueblecillos toledanos, en las estribaciones sur de Gredos. Entre los tres no llegaban a los mil habitantes.Yo trabajaba tres días a la semana en el mayor de ellos, de unos seiscientos habitantes, y dedicaba un día a cada uno de los otros dos. 

Nadie que no haya llevado la Secretaría de un Ayuntamiento es capaz de imaginarse el sinfín de cuestiones distintas, sin más relación entre sí que referirse todas a la vida -o a la muerte- de los vecinos, que constituyen la tarea habitual de los funcionarios municipales. Ni el cajón de sastre que puede ser la tarea del Secretario cuando "los funcionarios municipales" son, estrictamente hablando, él. En el pueblo "mayor" había un administrativo bastante eficaz que cooperaba muy eficientemente al grueso de la tarea, pero en el más pequeño de los tres mi único colaborador era un alguacil (O'Donnell de nombre de pila, universalmente conocido como Odonel. Nunca logré averiguar por qué) amable e incapaz de usar ni una máquina de escribir, que encendía calefacciones, abría y cerraba puertas, ordenaba carpetas, hacía fotocopias, cogía el teléfono,  me daba conversación, me instruía sobre los principales acontecimientos de la vida local -es conveniente mantenerse informado, aunque solo sea para saber de qué hablar en el bar- me acompañaba a tomar café o cañas y, con todas estas útiles funciones, daba por agotadas sus posibilidades profesionales. En estas condiciones la verdad es que se aprende mucho, no solo de las numerosísimas y diversas cuestiones de las que uno tiene que ocuparse, sino, sobre todo, del modo más eficaz y menos estresante de hacerlo, y de tomarse la vida, en general.

Entre las dieciocho mil puñetillas que cumplimentar, que se añaden a las tareas propiamente secretariales -contabilidades, actas, esas cosas municipales y espesas- es necesaria una criba cuidadosa puesto que, en siete horas semanales, es bastante complicado llevarlas todas al día. Así, por ejemplo, cuando la Tesorería de la Seguridad Social reclama que se le envíe mensualmente un estadillo de fallecidos en el pueblo a fin de asegurarse de que no se le están pagando pensiones a ningún difunto, y aunque el principio general le parezca a uno muy respetable,el caso es que, por unas cosas o por otras, nunca se encuentra el momento de rellenar el estadillo en cuestión y dejar tranquilo al infeliz funcionario provincial encargado de recopilar esta información. Hay que tener en cuenta que los organismos que pretenden minucias semejantes de los pobres Ayuntamientos son del orden de quince o veinte y, no pudiendo complacer a todos por obvios motivos de tiempo, se impone una rigurosa selección, basada en los criterios de quién da más lata y quién puede hacer algo molesto en represalia por tu incumplimiento. El Director Provincial de la Seguridad Social daba poca lata, y sus posibilidades de reacción a la inactividad municipal se limitaban a la amable quejumbre interadministrativa, de modo que el pobre era atendido solo muy de cuándo en cuándo. Hay que tener en cuenta también que, en aquel remoto pueblecillo, sus escasos habitantes, por no hacer, casi ni morirse hacían.

El organismo en cuestión se asentaba en Toledo, en una vía llamada Callejón del Moro, y quien en él tenía encomendada la misión de escribir las cartas cometió la imprudencia de abreviar esta dirección en el encabezamiento poniendo "Cjón. del Moro". Esto, mira por dónde, le valió por mi parte una atención con la que probablemente no contaba, porque me disparó la inspiración y, en una pausa del duro trabajo diario,  tratando de introducir un poco de poesía en la seca prosa administrativa habitual, le escribí esta interesante misiva:

Cógeces del Tajo, a .. de ... de 19.... 

En respuesta a su escrito del pasado 5 de Septiembre, por el que solicita de este Ayuntamiento el envío mensual de los datos de las personas fallecidas durante el mes anterior, significo a vd. lo siguiente: 

En el membrete de dicho escrito figura como dirección postal de ese Organismo la calle "Cjón. del Moro". Esta expresión, a primera vista enigmática, ha suscitado en mí las cavilaciones que paso a referirle, en la seguridad de que, compartiéndolas y, por así decir, meditando ambos al unísono, obtendremos consecuencias fructíferas para el buen desempeño de nuestras tareas administrativas. 

Comprobado en varios diccionarios que la palabra Cjón no existe, se impone la interpretación, abonada por el hecho de que vaya seguida de un punto, de que se trate de un apócope o abreviatura de alguna otra palabra. La que inmediatamente se viene a las mientes es, sin duda estará de acuerdo conmigo, la muy recia e hispánica de cojón. Otras alternativas, como cejón, o cajón, además de resultar menos atractivas, parecen tener menos fundamento. En efecto, cejón, aumentativo de ceja, no es palabra de uso habitual, y, por otra parte, no alcanza a entenderse por qué, caso de existir un moro con una gran ceja, (¿solo una?) iba a dedicársele a tal pilosidad nada menos que una calle de la Capital de la Comunidad Autónoma, sede en su día de la monarquía visigoda, asiento siglos después de la Corte Imperial y ciudad de las más antiguas e importantes, si no la más, de estos Reinos. 

Cajón, si bien es palabra más usual, presenta problemas similares. ¿Qué condiciones extraordinarias tendría que reunir una gran caja propiedad de un árabe para que se perpetuara su memoria introduciéndola en el callejero de esa histórica ciudad? 

Sin duda hay respuestas posibles para estas preguntas, pero cualquiera de las que se me ocurren resulta menos fascinante que las que pueden explicar que el nombre de la calle celebre un testículo de uno de nuestros vecinos del Sur. Esta posibilidad sí que abre perspectivas llenas a la vez de verosimilitud y de encanto. 

¿Cabe, por ejemplo, nada más natural que que el pueblo de Toledo, orgulloso del tamaño y la singularidad de las gónadas de uno de sus vecinos de estirpe arábiga, resolviera dejar constancia perenne de ellas por medio de su nomenclator urbano? 

Con los ojos de la mente nos adentramos en el ambiente misterioso y lleno de encanto de la Toledo medieval, recorremos las callejuelas laberínticas en las que durante siglos han convivido en armonía ejemplar los seguidores de las tres grandes religiones monoteístas y descubrimos en una de ellas -precisamente en la que actualmente alberga al Organismo que vd. tan dignamente dirige y quizás ¿por qué no? emplazada incluso en el mismo lugar- la vivienda de un fiel de Mahoma, al que bien podemos llamar, pongamos por caso, Abdullah. 

Observamos algún revuelo ante la casa: cierto número de chiquillos desharrapados se agolpa en el arco de piedra que da paso al zaguán umbrío, al que se asoman para lanzar regocijados gritos y retroceder luego, con expectación temerosa. Y ¿qué es lo que dicen en su desacompasada cantinela? Aguzamos el oído, y entre la confusión de voces impúberes, alcanzamos a distinguir una frase, cien veces repetida: "¡Abdullah, enséñanos el güevo!". Se advierte que para los rapaces aquello es un juego cotidiano, casi un rito, pudiéramos decir, que cumplen con cierta periodicidad, quizás a diario, en los muchos ratos de ocio que sus quehaceres infantiles les consienten. 

Surge, por fin, en la puerta, la figura del buen Abdullah, que, envuelto en su caftán - si es que esta prenda de hermoso nombre pero de naturaleza y forma para mí imprecisas en este momento es apropiada para envolverse en ella; si no es así, dejémoslo en su albornoz- increpa a los muchachos, tratando de ahuyentarlos con aspavientos, gritos y muecas de gran ferocidad. Mas todo en vano. La chiquillería se aleja un tanto, sí, pero para formar un corro vociferante y huidizo, que, taponando la callejuela y provocando que algunas comadres asomen a sus ventanucas, continúa exigiendo al infeliz musulmán la exhibición de parte tan íntima de su anatomía. 

Al fin Abdullah se resigna a aceptar que, como tantas otras veces, el acoso que así le incomoda y pone en evidencia no cesará hasta que la horda pueril alcance la visión anhelada; y mascullando una oscura maldición andalusí, se remanga las faldamentas y muestra a los espectadores alborozados, entre sus dos piernas flacas y algo renegridas, un testículo, un único, sí, testículo: pero de un esplendor y tamaño tales que fácilmente se admite que pueda, solo con él, sustituir, y con ventaja, a la pareja que el resto de los varones cobijamos en similar parte. Un momento enmudecida por el asombro y la maravilla, pronto vuelve la infantil hueste a prorrumpir en su bullicio, pero esta vez acompañándolo de una dispersión veloz, a impulsos de la excitación, por el dédalo de callejas adyacentes. Reacomoda Abdullah la vestimenta, reniega entre dientes y vuelve a sumirse en las profundidades oscuras de su morada. 

 ¿No es fácil, no es hermoso, no es casi necesario (con esa inexorabilidad con la que se imponen las evidencias) admitir que pueda y deba ser la reiteración de escenas como la descrita la que ha dado origen al nombre que conjeturo para la vía donde se ubican las oficinas de su digna dirección? ¿No sobresale esta entre las otras hipótesis explicatorias con la misma dignidad y el mismo brillo con que el único Cojón del Moro se significaría entre los más modestos y habituales, si bien mejor acompañados, cojones de sus convecinos, caso de que estos se hubieran visto igualmente requeridos a exhibirlos coram populo

Y si así es, y no puede ser de otro modo, ¿por qué disimular nombre tan evocador con el empleo soso y pudibundo de esa abreviatura y ese punto, que privan al Cojón de su sonoridad máscula y arrogante y lo convierten en un vulgar apócope fácilmente atribuible a cualquier tontería, como, por ejemplo "callejón"?

Hágame caso, Sr. Director, y, lejos de avergonzarse del nombre rotundo que ostenta la calle donde sus méritos le llevaron a dirigir provincialmente ese Instituto de gran utilidad social, lejos de velarlo tras tímidos puntos y pacatas abreviaturas, exhíbalo vd. con el mismo orgullo con que Abdullah ostentaba su glándula portentosa, consciente de que, al hacerlo, rendirá vd. merecido homenaje a la larga historia de tolerancia de esa ciudad, a la virilidad de las razas que desde siglos inmemoriales la pueblan, al ingenio de sus habitantes y a la sonoridad, reciedumbre y precisión conceptual de la hermosa lengua castellana, que Gabriel Celaya celebrara en sentidos versos. 

En cuanto al resto de su escrito, debo comunicar a vd. que el corto número de habitantes y relevancia escasa de este municipio no justifican que dedique a su gestión administrativa más que unas pocas horas a la semana, tiempo durante el que, entretenido como estoy con otras cuestiones, no me es posible cumplimentar esos papeles de que me habla con la prontitud que vd. desearía. No pierdo, ni debe vd. tampoco perder, la esperanza de que, cuando las circunstancias lo permitan y encuentre la adecuada disposición de espíritu, pueda ocuparme de ellos a lo que espero será su entera satisfacción. 

En espera de ese momento, queda de vd. afmo. 

EL SECRETARIO 

Honorio Jiménez Retuerto 

Como puede suponerse empañé el cristal de la verdad en lo tocante a detalles como el nombre del pueblo y el del Secretario, y ello porque mi natural modestia me aconsejó permanecer en un discreto anonimato. Cógeces del Tajo nunca existió, aunque bien podría, porque es un nombre muy bonito; y el de Honorio, se comprende, es solo un astuto seudónimo que espero no correspondiera a nadie existente, porque no me gustaría que nadie se llevara los méritos que solo a mí corresponden. 

Nunca, claro está, tuve respuesta a esta carta -¿dónde me la hubieran podido enviar?- y aún hoy me pregunto qué cara pondrían en la Dirección Provincial de la Seguridad Social al recibirla. Fue una bengala en la noche, sin posible respuesta ni más objetivo que la satisfacción de dispararla. Tengo la esperanza de que le alegrara un rato la vida a algún funcionario tan aburrido como yo mismo, y espero que hoy se la alegre otro poco a ustedes, mis estimados lectores. Especialmente a mi querido y doliente Miroslav, al que tenía prometido contarle la historia.