A mí nunca se me ha ocurrido mirar a un homosexual con sonrisilla pícara, ni tratarle como si creyera que en realidad es hetero y le gustan las tías, pero disimula porque le avergüenza reconocerlo. Jamás he tratado de convencer a ninguno para que haga un intento con el otro sexo, que seguro que si lo prueba, repite. No deja de sorprenderme, por tanto, que haya homosexuales –y alguno que otro hay– que en su trato con los varones heterosexuales no pierdan ocasión de dar a entender que si no somos como ellos es porque no nos atrevemos o porque no lo hemos probado, y que solo nos falta un poco de decisión, un pequeño empujoncito –que ellos mismos pueden darnos, si hace falta– para unirnos a su feliz tribu. El proselitismo de los homosexuales me molesta tanto, la verdad, como el de los vegetarianos, los católicos, los comunistas o los aficionados a las centrifugadoras humanas de los parques de atracciones; como cualquier otro proselitismo, vaya –sin contar con que me parece el menos fundado y el más absurdo de todos, porque mientras que es posible cambiar los hábitos alimentarios, la religión y la ideología política, y hasta vencer la aversión por las acrobacias mecánicas, no lo es, en cambio, cambiar las inclinaciones eróticas–. Creo que cada cual debe cultivar los gustos, practicar las actividades y profesar las creencias que le parezcan bien, y dejar que los demás cultiven, practiquen y profesen en paz las que se lo parezcan a ellos.
Estimo, por otra parte, que la vida sexual de cada uno es privada y debe seguir siéndolo siempre. Me molesta y me parece de pésima educación no ya que se alardee, sino que se hable siquiera de con quién y cómo se va cada uno a la cama –o a donde más le pete– o se deja de ir, sea con su cónyuge, con los de sus amigos, con Sara Carbonero, con Iker Casillas o con Monseñor Escrivá de Balaguer. (A este respecto me resultan tan inoportunos y de tan mal gusto los donjuanes y las mujeres de bandera que exhiben y pormenorizan sus conquistas como los jovencitos cristianos de los 'clubs de castidad' que patrimonializan y proclaman sus abstinencias). Mis actividades venéreas no deben interesarle a nadie más que a mi pareja, creo, y desde luego a mí no me interesan las de nadie salvo las suyas –y, de las suyas, estrictamente las que me incluyan–. No es que no tenga interés en conocer las de los demás, es que tengo especial interés en no conocerlas. Todos tenemos una vida sexual, igual que todos tenemos un culo, y creo que ni uno ni otra deben ser exhibidos más que en la más estricta intimidad, y siempre con buenos motivos. (Pero si forzosamente tuviera que airear una de las dos cosas, creo que me sentiría más cómodo enseñando el culo que dando noticias de mi vida sexual).
Item más, tiendo a ser sobrio y discreto en mi comportamiento y vestimenta, y los gritos, las afectaciones, las excentricidades, los disfraces, las extravagancias indumentarias y las estridencias en general, tanto las propias como las ajenas, me desagradan y me incomodan. Trato de no sobresaltar a nadie con mi conducta y mis modales, ni siquiera visualmente con mi atuendo y mi aspecto general, y no creo que la vida en sociedad sea tolerable con quienes no se comportan así. Hay gente, sin embargo, que no parece feliz si en un lugar público no consigue, solo con el volumen y la entonación de su voz, concitar la atención general; y otros, o con frecuencia los mismos, que se aseguran de obtenerla ya antes de abrir la boca simplemente con su manera de vestir. La conducta y apariencia públicas de algunas personas me parecen, directamente, una agresión al entorno que sobrepasa lo estético para incidir directamente en lo ético.
Creo una estupidez el reduccionismo de quienes se definen a sí mismos en relación con un aspecto parcial de su personalidad total: los escritores, por ejemplo, que van de escritores todo el rato y a los que no parece interesar de sí mismos más que su actividad de escribir, ni muestran nunca otra faceta que la de escritor, y parecen ser escritores las veinticuatro horas del día, en toda circunstancia y a todos los efectos. Los ingenieros, los abogados o los médicos que solo saben hablar de ingeniería, leyes u hospitales y que te están recordando su profesión con cada gesto y cada palabra. Y, desde luego, también los homosexuales, y hay unos cuantos, que consideran su homosexualidad como el eje vertebrador de su existencia, y leen literatura homosexual, y ven películas homosexuales, y solo van a locales de ambiente, y militan en movimientos de liberación gay, y no dejan ni un minuto de recordarte que son homosexuales y que todo lo que hacen lo hacen por ser homosexuales y de una manera especial que tienen los homosexuales para hacer... lo que sea, cualquier cosa que hagan. Dan ganas de decirles que aunque dejasen un ratito solo de recordarnos su condición (ese es el problema, que para ellos no se trata de una inclinación, ni de una preferencia, sino de una condición) no iban a traicionar sus principios, ni a perder su identidad ni a decaer en sus derechos y, en cambio, todos podríamos descansar un poco. Empezando por ellos, que deben de acabar agotados.
De la palabra "desfile", por último, nunca había conseguido establecer cuál de los dos significados más usuales me resultaba más ajeno y poco apetecible, si el desfile militar o el desfile de moda, hasta que los desfiles de homosexuales disfrazados de sus fantasías sobre sí mismos, que, centrados a la vez en la militancia y en el aspecto, parecen reunir lo que de más ajeno y poco apetecible encuentro en cada una de las otras dos modalidades, vinieron a resolverme la duda por la vía del eclecticismo, siempre tan útil y enriquecedor.
De la palabra "desfile", por último, nunca había conseguido establecer cuál de los dos significados más usuales me resultaba más ajeno y poco apetecible, si el desfile militar o el desfile de moda, hasta que los desfiles de homosexuales disfrazados de sus fantasías sobre sí mismos, que, centrados a la vez en la militancia y en el aspecto, parecen reunir lo que de más ajeno y poco apetecible encuentro en cada una de las otras dos modalidades, vinieron a resolverme la duda por la vía del eclecticismo, siempre tan útil y enriquecedor.
Las celebraciones del Orgullo Gay son, creo, un buen compendio de todas estas cosas a que acabo de referirme: proselitismo, exhibicionismo, agresividad indumentaria, reduccionismo, desfiles... Manifestadas, además, en forma de festejos populares callejeros –detesto cordialmente todas las formas conocidas de festejo popular callejero– y provocando aglomeraciones ruidosas de gente –me horrorizan las multitudes y asesinaría con gusto a los que hacen ruidos innecesarios, y a veces hasta a los que los hacen necesarios–.
De modo que lo han adivinado, sí: no me agrada especialmente la bendita celebración esta. Disfrútela, con mi resignada bendición, todo aquel a quien no suceda lo mismo.