martes, 19 de febrero de 2013

Burocracia esotérica

Los Misterios del Registro

Genuino ejemplar de firma por triplicado
Mi trabajo es, en ocasiones, realmente entretenido.

Presento en el Registro de la Propiedad una certificación sobre una parcela municipal. Es propiedad del Ayuntamiento desde hace muchos años, pero nunca ha habido necesidad de inscribirla. Ahora un concesionario que va a invertir en ella sus buenos dineros no quiere hacerlo sin todas las garantías de que se trata, efectivamente, de patrimonio municipal, de modo que allá vamos a cumplir con los trámites de la Ley Hipotecaria.

Aunque actualmente existe un Catastro informatizado, capaz de identificar con razonable exactitud prácticamente cualquier metro cuadrado del suelo español, y de proporcionar de cada parcela un útil plano que hace innecesario cualquier otro detalle, los registradoressiguen practicando anotaciones manuscritas en grandes libros de papel, y en estas inscripciones siguen aferrándose a las antiguas fórmulas, llenas de medievales resonancias campesinas, de su lucrativa actividad. No les basta con la identificación catastral, quieren que en la certificación conste cuáles son las parcelas linderas, porque así se ha hecho siempre, desde los tiempos en que tales indicaciones eran el único medio de establecer con cierta seguridad de qué finca se estaba hablando. (Cualquier cambio en el ritual, me imagino que temen, podría iniciar un peligroso proceso en el que acabaran poniéndose en cuestión los fundamentos mismos de la institución registral, y no están dispuestos a permitir el más mínimo atisbo de que pueda iniciarse semejante camino).

Siguiendo instrucciones expresas de la señora Registradora consigno, pues, diligentemente en la certificación con qué otras parcelas linda la que queremos inscribir (para lo cual me limito a copiar lo que pone en la certificación catastral, que también tengo que presentar en el Registro, de modo que ¿por qué me piden dos documentos distintos para decir en ambos lo mismo? Misterio número uno) y se lo entrego a la Registradora. Me asegura que en un par de días tendremos hecha nuestra inscripción. 

Transcurrido el par de días, y algún otro, me llama por teléfono la Registradora. Con grandes disculpas por no habérmelo advertido desde el principio y por el retraso que ello causará en la inscripción, que nos corre prisa, me explica que, al reseñar las parcelas linderas, hay que consignar en cuál de las direcciones cardinales linda cada una de ellas. ¿Linda al Norte? ¿Linda al Sur? ¿Al Oeste, quizás? Cuestión tan sustancial ha sido omitida tanto en la certificación catastral como en la mía, que se limita a repetir la catastral con algunos adornos específicamente municipales.  


Lo cierto es que la certificación catastral incluye un plano estupendo, con su flechita señalando el Norte, y a cualquiera a quien por místicos motivos le interese el asunto le basta con consultarlo para saber hacia qué bendito punto cardinal viene a caer cada uno de los linderos. Pero por razones sin duda de peso, a la Registradora la información del plano no le sirve. Necesita verla confirmada por la fe pública administrativa de la que soy orgulloso oficiante (fe pública que se basa, exclusivamente, en la información que he obtenido del plano, ese plano que sin embargo ella desdeña. Misterio número dos). 

Debo, pues, rehacer la certificación, para que incluya los dichosos puntos cardinales. ¿Deberé presentarle el original corregido? Ello llevará más tiempo, y nos corre verdaderamente tanta prisa... No, no, se apresura ella a tranquilizarme. Basta con que lo envíe por fax. Estupendo. (Ahora bien ¿por qué, si era inexcusable la presentación en original para la primera certificación que se nos pidió, basta en cambio con su facsímil para esta segunda que ha de sustituirla? Misterio número tres).

Puesto que se muestra tan cordial y cooperadora me creo en el caso de darle un poco de conversación. Le empiezo a comentar que no siempre es sencillo señalar en qué dirección exacta linda una parcela con otra: las formas de las parcelas son irregulares, sus lindes rara vez siguen una recta, y menos aún una recta alineada según las cuatro direcciones cardinales... No me deja acabar mis explicaciones, me interrumpe, llena de entusiasmo: "Sí, es verdad, tiene usted razón. Y además eso del Norte y el Sur es tan relativo..." "¿Cómo, relativo?" –indago, algo alarmado. "Si, ya habrá visto usted lo que pasa, si miras una parcela desde la carretera el Norte está hacia allí, pero si la miras desde el otro lado resulta que está hacia allá..." me explica, encantadoramente convencida de estar dando voz a mis propias perplejidades. "No, no –empiezo a decir con cierta adustez– el Norte está siempre en la misma dirección..." pero me interrumpe de nuevo: "Usted añada los puntos cardinales a los linderos como mejor pueda, mándemelo por fax y en un par de días está hecha la inscripción." Nos despedimos amabilísimos y yo procedo a redactar una nueva certificación que asigna a cada lindero un punto cardinal según Dios y el plano del Catastro, en estrecha colaboración, me dan a entender. Mientras lo hago me pregunto (misterio número cuatro) si es posible llegar a ser Registrador de la Propiedad creyendo que los puntos cardinales cambian de dirección según desde dónde se los mire.


Este último misterio es menos misterioso que los anteriores; es sorprendente pero parece innegable que sí, que es posible. Por otro lado esto me aclara en parte el misterio número dos: si realmente cree tal cosa, es bastante explicable que un plano no le sirva para nada –es imposible que, con tales bases teóricas, llegue siquiera a entenderlo– y que necesite que sea mi intervención profesional la que se comprometa en la problemática cuestión de establecer qué parcela queda al Norte y cuál otra al Sur. 


(En realidad no me coge de nuevas. He conocido notarios para quienes la pretensión de sustituir la bonita expresión "cuatro unidades y siete octavas partes de otra" –ojo: "de otra", no vaya usted a pensar que de alguna de las mismas cuatro, como bien podría entender, sobre todo si es usted notario, sin esa inteligentísima precisión– por esta otra, menos sonora pero más sencilla: "4'875 unidades"constituye un claro intento de atentar contra la verdad misma de las cosas y, peor aún, contra su sacerdotal misión de dejar constancia escrita de ella. Una argucia de contable inescrupuloso, si alguno no lo fuera, sin otro propósito que el de de engañarlos a ellos y tergiversar su sagrada función. Y sé de juristas de larga experiencia y reconocido prestigio que han sufrido un verdadero shock, mezcla de pasmo y de incredulidad, ante la escandalosa aseveración de que "el veinte por ciento", "la quinta parte" y "0'2" son expresiones perfectamente equivalentes e intercambiables). 

Hete aquí que al cabo de un rato vuelve a sonar el teléfono y es de nuevo la Registradora, más deshecha aún en excusas que hace un rato. Ha recibido mi fax, sí. Ahora ya está convenientemente aclarada la orientación de los linderos. Pero... lo siente muchísimo, es que se le olvidó advertirme... como allí todo el mundo presenta los papeles ya con su autoliquidación... pues, en fin, que antes de inscribir la parcela hay que liquidar el impuesto. ¿Sus honorarios? pregunto. No, no, su tasa ya la pagaremos luego. El Impuesto. Pero ¿qué impuesto? Ah, pues, esto... el Impuesto. Aquí todo el mundo nos presenta los papeles con el sellito del Recaudador de haber pagado el Impuesto. 

A esas alturas de nuestro trato he empezado ya a hacerme una idea de con quién me las tengo, y le explico con delicadeza –no es cómodo tener que explicarle estas cosas a una Registradora– que la gente suele registrar inmuebles que acaba de comprar –operación sujeta a un impuesto– o de heredar –operación que también tributa– pero que nuestro caso es distinto. Nosotros, le recuerdo con gran dulzura, inscribimos una parcela que es municipal desde tiempo inmemorial y cuya adquisición no tiene nada que ver con la inscripción. ¿De qué impuesto me habla, pues? 

No sabe, de un impuesto. De El Impuesto. Todo el mundo tiene que liquidar el Impuesto. A lo mejor nosotros estamos exentos, no sabe, el Recaudador nos lo dirá, pero ella necesita que mi papel lleve un sello de la Oficina Liquidadora que diga algo del Impuesto, y en un par de días... 

Me despido tan amablemente como puedo y cuelgo con un suspiro. La inscripción que tanta prisa nos corre tampoco ahora estará "en un par de días", según todas las muestras.

La próxima vez que, para encomiarme la preparación profesional de alguien –no estoy pensando en nadie en concreto, no sean ustedes así– oiga decir que es Registrador de la Propiedad, la verdad es que me impresionará algo menos que hasta ahora.

domingo, 3 de febrero de 2013

Música de mi abuelo

Tener un abuelo músico y no haber oído nunca nada compuesto por él es un poco raro. Sobre todo en una familia en la que la música era algo cotidiano y omnipresente, y estábamos todos todo el día oyendo música, cantando o silbando. Yo era un niño rarito, que a los seis años me iba, yo solo, al cuarto donde estaba el tocadiscos familiar y escuchaba con fervor una y otra vez, hasta aprendérmelos de memoria, los discos de Schumann. de Schubert y de Beethoven. Hasta un extracto de la Tercera Sinfonía de Mahler –un brutal resumen perpetrado por el Reader's Digest, más bien un fusilamiento, según descubrí muchos años después, al escucharla íntegra por primera vez– me llegué a aprender, a fuerza de oirlo. Pero de mi abuelo no había manera de oir nada. No había grabaciones, y mi padre,  presumiblemente el único que se sabría algún fragmento de música del suyo, era también el único que no cantaba jamás. En casa había rimeros de partituras suyas, Motetes, Tantum Ergos y Missas Pro Defunctis –palabras misteriosas que aprendí sin saber qué querían decir– devueltas por alguna tienda de música que había desesperado de vender jamás aquellas piezas ignotas, amontonadas durante decenios en sus almacenes y que ahora seguían acumulando polvo en nuestro trastero. Pero nadie sabía leerlas. La música de mi abuelo era un artículo de fe familar, algo en lo que se creía sin pruebas, con solo aquellos papeles amarillentos y mudos, especie de triste reliquia de un culto desaparecido, por todo indicio.

Durante mucho tiempo pensé que entre aquella música nunca escuchada y yo tenía que existir algún vínculo misterioso derivado del familiar, alguna afinidad profunda, algún mensaje privado que me permitiría, si alguna vez llegaba a oirla, encontrar en ella resonancias propias y saber, de algún modo inimaginable pero que yo daba por seguro, que me pertenecía más especialmente que a cualquier otro oyente común; y esa mística seguridad no hizo más que aumentarme el deseo de llegar a oirla y de saber cómo era. Hasta hice algún intento de desentrañar alguna de las partituras, pero la melodía imprecisa y desabrida que obtuve tras laboriosos y torpes esfuerzos de mi solfeo rudimentario no me dijo nada, y renuncié, seguro de haberlo hecho todo mal. Con el tiempo se me fue pasando el interés y me resigné a que la música de mi abuelo siguiera siendo ad aeternum una cuestión inalcanzable y más bien mística.



(La foto es del órgano de la Parroquia de la Santa Cruz, en la callde Atocha, una de las iglesias madrileñas  de las que mi abuelo fue organista. El órgano se instaló en 1904, según se informa en esta página, de la que está sacada la foto, por lo que con toda seguridad es el que él tocaba.)



Muchos años después he conseguido oir la única grabación existente: una Misa Pro Defunctis para coro y órgano, grabada por mi padre con micrófono en un magnetófono de bobina abierta en el Monasterio de El Escorial el día 29 de Febrero de 1960. La compuso mi abuelo en 1934, en memoria de su su mujer recién fallecida, y durante el franquismo se interpretó algunos años en El Escorial, durante los funerales por los reyes de las dinastías españolas que se celebraban el último día de Febrero, con asistencia del propio Franco bajo palio y con un féretro con una corona encima presidiendo la Basílica, según describe una de las crónicas publicadas por ABC que he encontrado en su hemeroteca, en la que se reseña que se ofició "la misa de Carrascón". Mi abuelo había sido profesor de música de dos nietos de Alfonso XII, y esa lejana relación con la última dinastía le valió el honor de que fuera su Misa la elegida para estos funerales. (Muy probablemente le valió también el ser detenido en Octubre del 36 y fusilado poco tiempo después, como ya he contado en otro post; aunque quizás para esto último bastara su condición de organista de varias iglesias madrileñas (1) y su inconfundible catadura de burgués, beato y de derechas, candidato nato al paseo por faccioso). La grabación estuvo durante años en paradero desconocido, al menos para mí, hasta que hace unos años uno de mis hermanos la rescató, la pasó a formato digital e hizo unas cuantas copias en CD para el resto de hermanos. Tiene un sonido pésimo, solo soportable por oídos especialmente interesados, por lo que he preferido no colgar aquí ninguna muestra. No es cosa de sacarla de su apacible anonimato solo para desacreditarla. Lo poco que se llega a escuchar de la música no me ha desagradadado, pero tampoco me ha llamado especialmente la atención: es una típica música religiosa de principios de siglo en la que debo decir que no he encontrado, contra lo que me prometían mis expectativas infantiles, ninguna resonancia especial, ni ninguna afinidad misteriosa con mi propia sensibilidad musical.

(1) Mi abuelo, al parecer bastante buen organista, lo fue durante años de, entre otras iglesias, la del Buen Suceso de Madrid, en la calle Princesa. Hace unos años el entonces párroco publicó una completa y detallada historia de la parroquia, llena de interesantes anécdotas y pormenores pero en la que, por algún excelente motivo, a mi abuelo ni se le mencionaba. Debo confesar que una omisión tan llamativa me molestó bastante, tanto que llegué a comentárselo al autor, amigo de la familia de mi mujer. Como era de esperar no me hizo el menor caso...

A la izquierda la antigua Iglesia del Buen Suceso, en la Calle de la Princesa, de Madrid, A la derecha la actual, levantada en los años setenta sobre el mismo emplazamiento. No he podido averiguar si el órgano sigue o no siendo el mismo.






Pero contra lo que siempre había creído resulta que no toda la producción de mi abuelo era música religiosa. Zascandileando por la Biblioteca Nacional, mi hermano descubrió que existía una "patraña lírica" en un acto, titulada "Los Mendigos", compuesta a pachas por Busca de Sagastizábal y por mi abuelo. 

Este Busca era un colega suyo, organista de San Francisco el Grande y de Santa Bárbara. Compuso mucha música religiosa, entre otra el conocido himno eucarístico "Cantemos al amor de los amores" (canteemos aal Señooor) que aún he berreado yo, junto con el resto de la feligresía, en más de una misa dominical de hace no muchos años. Aunque nació en 1868, ocho años antes que Francisco, le sobrevivió otros catorce, pues murió en 1950. Fue, en conjunto, un músico mucho más prolífico y de éxito considerablemente mayor que mi abuelo, aún se siguen tocando cosas suyas e ignoro qué relación tuvo mi abuelo con él, aparte de su colaboración en esta obrita.

La letra de "Los Mendigos" es obra de un tal José Domínguez Manresa, del que no he encontrado que cometiera ninguna otra incursión digna de mención en el terreno de la literatura. Por lo poco que he leído, esta de "Los Mendigos" es más bien digna de piadoso olvido, por cursi y por terrible, como podrán apreciar ustedes mismos en el fragmento que adorna este post un poco más adelante, obra maestra de mi artesanía musical que les recomiendo no perderse. Rebuscando por la hemeroteca virtual de ABC he encontrado que un señor de ese nombre era, en Septiembre de 1914, Secretario General de la Comisaría General del Cuerpo de Vigilancia de Madrid. En Julio de 1921 fue nombrado Delegado del Gobierno en Canarias y en Septiembre de 1930 llegó a Guinea Ecuatorial como Secretario del Gobierno General de la Colonia. No he podido averiguar más de él, pero parece que su interés literario por la mendicidad debía de tener un origen profesional y policíaco, porque toda su vida anduvo, por lo que se ve, ocupado en asuntos de orden público. Tampoco sé qué relación tenía con mi abuelo.

(Adviertan, por favor, en la portada que reproduzco, que se trata de una obra "moral y fácil, muy a propósito para jóvenes educandos de colegios, seminarios, etc, etc.")

En cuanto a la música, no tengo ni idea de cómo se compone una música entre dos personas, ni qué parte de la zarzuelita hay que atribuir a cada uno de sus dos autores. Pero es la primera música de mi abuelo, en la parte en que lo sea, que he podido por fin escuchar extensa y detalladamente. Mi trabajo me ha costado.

Como primera providencia, me transcribí con grandes esfuerzos la partitura de uno de los fragmentos, la "Canción de los huerfanitos", en mi programa mágico, el Finale Notepad; el acompañamiento, con piano, y las voces, con chelo. Tras bastantes horas laboriosísimas pude así oir por primera vez cómo sonaba una música de Francisco Carrascón, al menos en parte. Resulta ser una pieza de aire inequívocamente andaluz, que en sus mejores momentos recuerda a Albéniz y en los peores a Manuel Quiroga.

Una vez aprendido de memoria el fragmento, me grabé la parte vocal, las dos voces de los huerfanitos en cuestión. Para conseguir unas voces adecuadamente infantiles tuve que cantarlas en un tono más bajo y a una velocidad menor –cada una de las dos en distinta proporción, para diferenciarlas– de modo que, al restituirlas, mediante los oportunos sistemas informáticos, a su tono y velocidad naturales, el timbre sonara convenientemente atiplado. El resultado se parece más a los Lunnis que a ninguna otra cosa, pero es lo mejor que he podido conseguir y, en cualquier caso, me he divertido muchísimo haciéndolo. 

Finalmente superpuse y sincronicé las dos voces entre sí y ambas con el acompañamiento pianístico-informático. Aquí tienen ustedes, más para mi deleite que para el suyo, el producto final: (El primer minuto y medio es una introducción pianística que a mí me gusta, pero que quizás aburra a oyentes menos implicados afectivamente. La parte vocal, que es la verdaderamente impresionante –por diversos motivos y en cualquier sentido que quieran dar ustedes a este adjetivo– empieza en el minuto 1:40, más o menos.)


"Canción de los Huerfanitos", de Busca y Carrascón, letra de J. D. Manresa. Al piano, Finale Notepad. Solistas del Coro del Reformatorio Municipal "José María Jarabo"

(Si sonando este archivo como suena lo he considerado digno de ser colgado, pueden ustedes imaginarse cómo suenan los fragmentos de la Missa Pro Defunctis que no me he resuelto a colgar).

(Actualización: el paréntesis anterior se refería a los defectos de sonido de la grabación, no a los de la interpretación, de la que me encuentro muy orgulloso. Tras publicar el post, he dado con un nuevo programa de sonido, el Audacity, que tiene una estupenda función para eliminar ruido de fondo. Lo he aplicado a la parte vocal y he eliminado en buena medida el zumbido que acompañaba a las voces, con lo cual la calidad del sonido del archivo ha mejorado notablemente.)

Reproduzco a continuación la letra de la canción, para edificación de todos ustedes:

Pepillo: 
Sin apoyo y sin amparo, ¡ay!,
sin apoyo y sin amparo
me encuentro sobre la tierra, 
porque he perdido a mis padres
y no tengo quien me quiera,
y no tengo quien me quiera.

Pepillo y Tolín:
Socorred al huerfanito,
socorredle, por favor.
Por Dios, una limosnita.
Una limosna, por Dios.

Tolín:
Al niño que nace pobre, ¡ay!,
al niño que nace pobre 
y se le mueren sus padres,
si un mal viento se lo lleva
¡qué favor le hace tan grande,
qué favor le hace tan grande!

Pepillo y Tolín:
Socorred al huerfanito,
socorredle, por favor.
Por Dios, una limosnita.
Una limosna, por Dios.

Con lagrimitas voy implorando
una limosna, por compasión.
Cuando los niños piden llorando
¡qué amargo llevan el corazón,
qué amargo llevan el corazón!

Dad el óbolo bendito
al niño, por caridad.
Socorred al huerfanito, 
tened del niño piedad,
que es muy triste ver a un pobre
cuando hambriento pide pan,
y en la Gloria hallan consuelo
los que al niño su amor dan.
Y en la Gloria hallan consuelo
los que al niño su amor dan.

Coda nacionalista (que no falte): investigando por Google, como llevo meses haciendo sobre esta cuestión con la aviesa intención de asestarles a ustedes este post con la mayor premeditación posible, me encontré esta joya. Se trata, como verá quien siga el enlace, de la traducción íntegra al vasco, con el título de "Eskaleak" (los mendigos) de la zarzuelita en cuestión. En el encabezado se hace constar la autoría de "Dominguez Manresa jaunaren", así como la responsabilidad musical de "Buska-Sagastizabal eta Carrascon jaunena", todos ellos sin tilde alguna, claro está, que el vascuence no utiliza, ni falta que le hacen. En su afán por euskerizar convenientemente el texto, el diligente traductor ha traducido hasta los nombres de los personajes, que de Pepillo y Tolín han pasado a ser Antton y Txomin. Alberto y Juan, dos mendigos que salen en un número posterior, son ahora Kaitano y Patxi, un "americano" que se llamaba Pablo se llama Paulo y el sargento se ha convertido en un mikelete, que viene a ser como un ertzaina preautonómico. Lo gracioso del asunto es que la página contiene el texto íntegro de la zarzuela, no solo las partes cantadas, que son las que tengo yo en mis partituras. Un texto que de ningún modo me ha sido posible conseguir en su versión original castellana está a mi disposición en su traducción al vasco, merced a la hacendosamente predatoria compulsión patrimonial del nacionalismo...

Todo ello, imagino, debido a que uno de los autores de la música, Busca de Sagastizábal, era vasco, de Zumárraga. (El primer apellido, Busca, no es vasco, sino italiano. Al parecer un abuelo del compositor era piamontés, de una ciudad situada a escasos kilómetros de donde habita actualmente mi hermano pequeño. El mundo es un pañuelo, y Europa una de sus esquinitas más apretadas...) Y quizás, no hay que descartarlo, a que mi abuelo, el otro compositor, era navarro, de Tudela, que en buena doctrina nacionalista es tierra tan eusquérica como la otra, aunque jamás se haya sabido de tudelano alguno que hablara vascuence, ni presentara la más mínima disposición a aprenderlo.

Quien, desde luego, no parece que tuviera la menor relación con Vasconia es el pobre Domínguez Manresa, ni siquiera tras verse euskaldúnicamente privado de su tilde. Tampoco la propia música, una copla andaluza a la que no parece posible emparentar ni lejanamente con aurreskus ni zortzicos. Nada de todo ello ha impedido que la obra, convenientemente eusquerizada, haya pasado con todos los honores a formar parte del patrimonio cultural vascongado...