miércoles, 27 de noviembre de 2013

El extraño caso del primer dígito. Parte I


Para Ricardo, que tan reconfortantemente comparte mi interés por los AA. AA. (Asuntos Absurdos)


"Día y noche", de Escher, santo patrono de los AA. AA.


Cantidad de cantidades (y todo es cantidad)

Piensen ustedes un momento, si no les es molestia, en los números: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8. 9... 

No se acaban ahí, ya sabemos. Siguen 10, 11, 12... 20, 21... 30... 40, 50, 60... 90... ...200, 300... 1.000... 10.000... 100.000... ...1.000.000.000... ...1.000.000.000.000... 

Tampoco ahí se acaban, claro. Ni en ningún otro punto. No se acaban nunca. Por lejos que lleguemos añadiendo ceros siempre podemos seguir haciéndolo. Son infinitos, efectivamente. 

La del infinito es una idea que nos resulta naturalmente engorrosa de concebir. Y no digamos de manejar: lo hacemos con notoria dificultad e incertidumbre, y hasta los matemáticos profesionales, tan duchos en la manipulación de números, se encuentran al llegar al infinito con que su riguroso instrumento de trabajo deja de funcionar con la eficacia y la exactitud habituales y empieza a hacer cosas raras. Todos sabemos, por ejemplo, que para cualquier cantidad x siempre se cumple que x + x = 2x, ¿verdad? Pues resulta que siempre, no. Ahí está el infinito para estropear la cosa. Cuando x= ∞, resulta que ∞ + ∞ = ∞. Un infinito más otro infinito es igual a… otro infinito, solo uno. No dos. Se nos fue a la porra la regla general.

Y como con la suma, con casi todo. El infinito se nos escapa de las manos y se niega a someterse a las mismas reglas a las que se atienen el resto de los números y que nos permiten mantenerlos más o menos bajo control. 

Más Escher, claro. Quién mejor.

Felizmente, en el mundo en que nos movemos habitualmente rara vez nos encontramos con este concepto tan antipático, imprevisible y difícil de manejar. Sabemos, sí, que los números son infinitos, pero como normalmente los usamos para referirnos a las cantidades en que se reúnen o al orden en que colocamos las cosas que realmente existen, que no lo son, nos suele bastar con una cantidad razonablemente manejable de ellos. Solo los astrónomos, por ejemplo, o los físicos subatómicos(1), manejan habitualmente cantidades de un orden mayor que los mil o diez mil millones de algo con las que los demás nos conformamos, en el mejor de los casos, en nuestra vida cotidiana. 

Más felizmente aún, puesto que incluso esas cantidades, relativamente pequeñas frente al infinito, son sin embargo excesivamente grandes para nuestro tamaño ¿son ustedes capaces de imaginarse juntos diez mil millones de euros? No ¿verdad? Pues tampoco Botín, que maneja a diario esas y mayores cifras, es capaz de hacerlo(2) hemos inventado un utilísimo sistema de numeración que nos permite manejarlas sin necesidad de imaginarlas. Para describir exacta e inequívocamente una cantidad cualquiera nos limitamos a decir cuántas veces cabe en ella la potencia (al cuadrado, al cubo, a la cuarta...) más grande (que le quepa) de un número fijo B que tomamos como base de numeración, cuántas veces cabe en el resto la potencia inmediatamente inferior, cuántas en lo que sobra la siguiente... y así indefinidamente, porque cuando el sobrante es tan pequeño que en él ya no cabe ni B0 que es, por definición, 1, valga B lo que valga: el cero es un buen compañero del infinito, casi igual de rarito que élnos hemos inventado los números fraccionarios para poder seguir averiguando cuántas veces caben en él la B-ésima parte de 1, la B2-ésima parte...

De manera que nosotros, que numeramos en base 10 (nuestro B vale 10, vamos) al decir que tenemos 5.785 unidades (cosas) lo que decimos, de un modo eficacísimamente abreviado, es que tenemos una cantidad de cosas en la que 103 cabe 5 veces, además de 7 veces 102, 8 veces 101 y 5 veces 100. (Hemos empezado por 103, o sea 1.000, porque, obviamente, 104, o sea 10.000, no cabe en 5.785 ni siquiera una vez. Empezamos por la mayor potencia de 10 que le quepa a la cantidad en cuestión, las mayores que esa son, exactamente hablando, ceros a la izquierda).

Y si la cantidad no puede ser expresada con un número natural, porque, aún después de ajustar de este modo el número de miles, centenas, decenas y unidades que contiene, sigue quedándonos un cachito menor que la unidad, basta con seguir el procedimiento indicando, tras una coma los anglosajones y sus secuaces, que todo lo enredan, usan un punto y yo, personalmente, prefiero un apóstrofo o coma volada las veces que en ese sobrante caben la décima parte (10-1) de la unidad, la centésima parte (10-2), la milésima... etc, para poder escribir que tenemos, por ejemplo, 5.785'307 cosas(3).

El sistema es tan sencillo que los niños aprenden a manejarlo sin graves problemas a eso de los siete u ocho años, sin necesidad siquiera de acabar de entender qué es exactamente lo que están haciendo, pero con resultados tan satisfactorios como si lo entendieran. (La de poder ser manejado por quien no tiene ni idea de por qué y cómo funciona es una característica que presenta todo mecanismo verdaderamente útil, como el ordenador o la máquina de coser).


Y es tan eficaz que me ha permitido, en el segundo párrafo de este post, pasar de diez a un billón en tan solo una línea, sin más que teclear unos cuantos ceros y puntos. Un troglodita se habría desalentado tras amontonar el piedrolo número mil quinientos, un romano habría armado un follón de letras muy considerable y un maya habría tenido que anudar dificultosamente no sé cuántas cuerdas. No es extraño que sea este sistema el que ha acabado por imponerse.

Los informáticos, se dice, y otras gentes de mal vivir, no usan solo la numeración de base 10. Para sus oscuros propósitos profesionales emplean también la de base 2 y la de base 16 (hexadecimal), ellos sabrán por qué. Es igual, el mecanismo básico es el mismo. Lo importante de todos nuestros sistemas de numeración, usen la base que usen, es que usan alguna, de modo que las cifras con que representan cantidades están formadas por dígitos que son, en el orden en que aparecen en cada cifra, los coeficientes multiplicadores de las potencias sucesivamente decrecientes de un número fijo B tomado como base. Concretamente por (B-1) dígitos distintos, más el 0. En nuestro caso, 10-1 = 9, nueve dígitos distintos, más el 0. (Los informáticos, en base 2, no usan, por eso, más que el 1 y el 0. Un rollo, pobres. En cambio imagino que para la base 16 habrán tenido que inventarse otros seis dígitos incógnitos).

Gracias, pues, a nuestro excelente sistema de numeración, podemos considerar tooodos los números existentes sin gran esfuerzo, a pesar de que sean infinitos. Simplemente con combinaciones cortas y manejables de diez simbolitos dígitos, agrupados con puntos y comas para hacer más legible cada combinación, podemos referirnos, con toda la exactitud que nos sea necesaria, a cualquier cantidad de las infinitas imaginables, sin más que asignarle a cada una una cifra, es decir, una de estas combinaciones ordenadas de dígitos que tan fácilmente produce nuestro sistema de numeración. 


El primer dígito de las cifras y su censurable conducta. 

Las infinitas cifras así resultantes pueden ser utilizadas con diversos fines, estudiadas desde distintos puntos de vista y clasificadas y consideradas, en general, con variados criterios. A los jugadores de lotería, por ejemplo, suele parecerles especialmente importante el último dígito de los números. Conozco uno que siempre juega a números que terminen en 8. Lo que no pasa de ser una manía sin consecuencias, hasta ahora al menos, desgraciadamenteporque, como se comprende fácilmente, las cifras acabadas en 8 son una décima parte exacta del total, ya que diez son (nueve más el cero, ¿recuerdan?) los dígitos con que se componen las cifras y en los que, por tanto, puede acabar una  cualquiera de ellas; y en consecuencia hay tanta probabilidadde que el premio caiga en una acabada en 8 como de que lo haga en una acabada en cualquier otro dígito. Exactamente el 10 % de probabilidad para cada uno. Pero todos tenemos nuestras supersticiones y, si somos jugadores de Lotería, más. (Este año, por cierto, yo estoy casi seguro de que el Gordo va a caer en ocho. Ustedes verán lo que hacen...) 

Esta idea, la de que todos los dígitos tienen la misma probabilidad de aparecer en cualquier puesto de cualquier cifra escogida aleatoriamente de entre todas las posibles, es tan intuitiva como verdadera. Si, de entre todos los posibles, vamos eligiendo números al azar por ejemplo, sacándolos de un Enorme Bombo en el que hayamos metido infinitas bolas, cada una con una de las infinitas cifras escrita en ellabasta con que lo hagamos un número significativo de veces para que podamos estar seguros de que habrá cantidades aproximadamente iguales de números que empiecen por cada uno de los dígitos, porque los infinitos números, a este efecto, pueden considerarse divididos en nueve grandes grupos aquí son solo nueve, ya que el cero no cuenta como dígito inicial: los comenzados por 1, los comenzados por 2.... ...hasta los comenzados por 9; y en cada uno de estos grupos hay igual cantidad de números también infinita, por cierto: el infinito es así de modo que todos los dígitos tienen la misma probabilidad de figurar en el primer puesto de un número cualquiera.

Y el principio sigue siendo cierto aunque en vez del conjunto de los infinitos números se cojan partes más asequibles de él. Por eso funcionan sin excesivas quejas de sus usuarios las loterías, los bingos, las ruletas y los sorteos; y las manías y preferencias de cada quisque por uno u otro dígito no pasan de ser eso, manías y preferencias sin mayor trascendencia. Los nueve dígitos, que son más serios que los jugadores, aparecen encabezando o terminando los números premiados en estos juegos con una frecuencia apreciablemente igual para todos ellos. Nadie esperaba otra cosa, ni siquiera los que apuestan por ella.





Este razonable comportamiento de  los dígitos, esta laudable seriedad con la que, cuando surgen de procedimientos estrictamente aleatorios, se ciñen a las leyes de la probabilidad es, sin embargo, engañosa. Se diría, a la luz de lo que a continuación veremos, que es, incluso, una estrategia deliberada para ocultar sus verdaderas, y perturbadoras, inclinaciones.

Indebidamente confiados en ella ha habido, y sigue y probablemente seguirá habiendo, industriosos ciudadanos que, deseosos por ejemplo de que sus contabilidades no reflejen la realidad de sus finanzas de modo excesivamente exacto y, por ello, también excesivamente gravoso; o, por otro ejemplo, de que los datos de sus supuestos experimentos científicos se ajusten a las hipótesis que tratan de demostrar con mayor exactitud que lo harían los obtenidos de modo empírico, se inventan apuntes contables u observaciones experimentales que no corresponden a verdaderos datos obtenidos del mundo real; y, al hacerlo tienden, consciente o inconscientemente, a reproducir este comportamiento irreprochablemente igualitario que los dígitos observan cuando forman parte de cifras obtenidas aleatoriamente. Es decir, sus datos inventados comienzan equitativamente, más o menos con igual frecuencia, por unos que por otros dígitos, como si se hubieran obtenido dando vueltas a nuestro Bombo de la Lotería Infinita. Y es aquí donde la cagan

Sí señor, la cagan, como se lo estoy diciendo. Porque resulta que, por alguna extraña razón que aún nadie, creo, ha explicado de modo satisfactorio, las cifras que reflejan datos obtenidos de la medición de cosas existentes o de fenómenos producidos en el mundo real resultan no ser aleatorias, y no se comportan de modo igualitario ni equitativo, particularmente en lo que se refiere a su primer dígito.

Cuesta trabajo creer que sucede, y más trabajo aún yo estoy en ello comprender por qué sucede, pero al parecer es un hecho que sucede: en una gran cantidad de series de cifras obtenidas de las mediciones más variopintas de las cosas, tanto naturales como artificiales, existentes en el Universo: desde superficies de lagos hasta pesos atómicos de sustancias químicas, desde poblaciones de ciudades hasta longitudes de ríos, desde constantes físicas hasta votos emitidos… el primer dígito significativo esto es, quitando los ceros es el 1 con una frecuencia notablemente mayor que la de los ocho restantes, y que la que en estricta y equitativa aleatoriedad le correspondería. Le sigue en frecuencia el 2, y luego el 3… y así en orden decreciente hasta el 8 y el 9, que aparecen como primer dígito significativo muchas menos veces de las que cabría esperar.

Asombroso, pero rigurosamente cierto. Tanto que el fenómeno ha recibido un nombre, Ley de Benford, es estudiado por matemáticos serios y hasta lo utilizan la policía y los inspectores de Hacienda para detectar contabilidades amañadas, y los comités científicos para saber si un experimento ha sido o no falseado. En cuanto el primer dígito de una serie de datos se reparte con igual frecuencia entre las nueve posibilidades, empiezan a olerse que hay trampa, porque en las series de verdaderos datos, las cifras empiezan por 1 y por 2 muchas más veces que por 8 y por 9.

No sé ustedes, pero yo jamás había oído hablar de esta cuestión, ni mucho menos había imaginado que pudiera darse, hasta hace cosa de una semana, en que me dió noticia de ella uno de mis corresponsales internéticos más asiduos. Desde entonces llevamos ambos investigando como locos por Internet y cruzándonos correos y Gtalks sobre el asunto, en los que tratamos de explicárnoslo y criticamos acremente los intentos de explicación del otro. Lo pasamos muy bien.

Fruto de esta semana de revoloteos un tanto obsesivos sobre la Ley de Benford es este post, en el que inicialmente pensaba contarles a ustedes mis perplejidades sobre la cuestión. Pero me he enrollado como acostumbro, llevo ya más de dos mil palabras y aún no he me he metido apenas en harina, de modo que prometo para el futuro próximo otro, o quizás otros dos posts, en los que seguiré dándole vueltas al asunto. Si este les ha parecido un peñazo, ni lo intenten con los próximos, que prometen ser aún peores. Intenten ustedes pasarlo bien hasta entonces, para compensar.


Notas de mi corresponsal:

(1) Se estima que el número de átomos existentes en toda la materia del Universo es de 1080

(2) Recientemente Samsung, tras un pleito, ha sido condenada a pagar a Apple una indemnización de mil millones de dólares y lo ha hecho en monedas de cinco centavos de dólar. Se presentaron en las oficinas centrales de Apple 30 camiones que transportaban los 20.000 millones de monedas, y las descargaron en el suelo del parking.

(3) El Sistema Internacional de Unidades, de uso obligado en España, establece: El separador decimal debe estar alineado con los dígitos, mediante una coma (,), salvo en textos en inglés, en los cuales se emplea punto (.). No se ha de usar otro signo entre los números. Luego aunque a tí te guste más una coma volada, no debes usarla. No es cuestión de gustos.

viernes, 8 de noviembre de 2013

Una vista oral


Son las diez y cuarto de la mañana, y yo llevo desde las nueve y media –hora marcada en la citación–esperando en una silla incómoda de un pasillo inhóspito, observando el trajín de funcionarios que entran y salen de puertas misteriosas y escuchando, tras la más cercana, en la que me han atendido al llegar –se han llevado mi DNI y mi citación con la vaga promesa de "llamarme enseguida"– una animada conversación femenina, salpicada de risas, que no promete mucho sobre la prisa que se estén dando en hacer lo que tengan que hacer para, efectivamente, llamarme enseguida.

Así que cuando por fin se abre la puerta y sale una señora estupenda con aire de ser la que manda, se dirige resueltamente a otra marcada con el cartel "Sala de vistas" y una de sus acólitas me indica que les siga, no estoy del mejor humor posible. Pensar en todo el tiempo de trabajo que estoy perdiendo y que tendré que recuperar esta tarde para no estar aún más agobiado de lo que ya estoy; y saber que todo ello es perfectamente innecesario e inútil, porque solo la torpeza de un abogado incompetente o apresurado ha hecho que se me cite como testigo en una causa de la que ni sé ni tengo por qué saber nada, no mejora, precisamente, mi disposición de ánimo. 

Me siento, pues, en la única silla situada frente al estrado con el espíritu más inclinado a la pelea que a la colaboración cívica que todo ciudadano debería estar dispuesto a prestarle a la administración de justicia. Frente a mí la señora estupenda, que efectivamente es la juez, coloca legajos sobre su mesa. Nos flanquean a izquierda y derecha los abogados de ambas partes, hembra y macho, haciendo como que leen sus papeles, que tienen que saberse de memoria, porque a releerlos y discutirlos interminablemente en agitados susurros es a lo que han dedicado la última media hora en el pasillo en el que han compartido la espera conmigo y con otros cinco o seis ciudadanos intranquilos. 

–Bueno –me saluda la juez, alzando hasta mí la vista desde sus papelotes.–Es usted el secretario ¿verdad? 

Contesto que sí, que lo soy.

–¿Conoce usted los hechos? 

Este es el momento que llevo esperando desde hace un mes, cuando recibí la citación. El de mi venganza por haber sido llamado a testificar sin aviso, sin motivo y sin posibilidad de excusa. 

 –No– respondo con lacónica satisfacción que no me esfuerzo mucho por ocultar. 

A la juez no parece sorprenderle demasiado mi contestación. Más bien me da la impresión de que es la que esperaba. Sacude la cabeza con aire de dolorosa resignación, se inclina de nuevo sobre sus papeles e intenta convencerme, sin gran ahínco:

–No los conoce. Pero hay aquí un certificado que firma usted... 

–Sí, –digo– lo firmo. Firmo un certificado que da fe de que existe un informe del arquitecto municipal, de que quien firma ese informe es, efectivamente, el arquitecto municipal y de que su contenido es el que transcribo a continuación. Certificar esas cosas es una de mis competencias. Pero conocer las cuestiones de que se ocupa el informe, no.– La juez enarca las cejas, pero parece amistosa. Su mirada me invita a seguir, así que sigo. –Sé que el informe del arquitecto trata de unas fincas, claro, pero ni las conozco, ni he estado nunca en ellas ni, aunque hubiera estado, podría decir si lo que dice de ellas el arquitecto es exacto o no. Porque para eso está el arquitecto, y por eso es él quien informa.

–Quiere usted decir, entonces, que el contenido de ese informe del que certifica no es de su competencia...

–Eso es. No es de mi competencia. Si las cosas de que hablan los informes de los arquitectos fueran competencia de los secretarios, los ayuntamientos no tendrían arquitectos municipales, tendrían solo secretarios.– La última frase es del todo innecesaria, y una vez me he resuelto a añadirla incluso a mí me parece un tanto impertinente. Suena a recochineo. Pero llevo un mes con ella atascada entre oreja y oreja y tenía ganas de soltarla. 

La juez no la encaja mal. Asiente con aire pensativo.

–De modo que usted no sabe nada sobre esta cuestión de que informa el arquitecto...

Le confirmo que no, que no sé nada. Porque realmente no sé nada sobre las abstrusas cuestiones de servidumbres de paso entre fincas contiguas, calles particulares y accesos cerrados sin permiso a las que se refiere el informe del arquitecto y que han dado lugar al pleito. Ni quiero saber, me quedo con ganas de añadir. Pero me parece más prudente no hacerlo. 

Me pregunta entonces el nombre del arquitecto y se lo digo, haciéndole notar con gran cortesía que el dato ya figura en mi certificado, lo que constata diligentemente. Imagino, claro, que ahora citarán al arquitecto para que dentro de otro mes y pico declare lo que ya ha dicho en su informe y que, de ser realmente necesario que ratifique, debería haber ratificado hoy, si se hubiera llamado al testigo correcto. E imagino también que durante ese tiempo el pleito seguirá dormitando en su legajo, para tranquilidad del juzgado, satisfacción de los abogados y desesperación de los litigantes.

–Bueno– dice la juez. –No sé, entonces, si los letrados querrán preguntarle a usted algo...

El abogado hembra, a mi izquierda, interviene en tono respetuosamente quejumbroso.

–Yo iba a preguntarle si conoce las fincas y si es verdad lo que dice el informe. Pero claro, si no ha estado nunca allí... –me mira con escepticismo. Esta claro que le parezco enteramente superfluo, y yo hago todo lo posible por confirmarle esa impresión. No he estado nunca allí, ni ganas, dicen mi cara, mis hombros y mi cabeza. Soy enteramente superfluo. –De todas formas –concluye– la que ha propuesto a este testigo no he sido yo, sino mi compañero– y mira sonriente a su colega de la otra parte, sentado a mi derecha, en frente de ella. El abogado macho, un joven trajeado, barbado y jovial, pone cara de paisaje, mueve unos cuantos papeles y masculla algo sobre que da igual, porque el informe es lo suficientemente claro e inequívoco.

–Pues entonces hemos acabado por hoy –dice la juez poniéndose de pie. Nos levantamos todos obedientemente y nos hacemos en la puerta el correspondiente lío de precedencias corteses. La vista ha durado poco más de cinco minutos. Para los cuales yo he sido citado hace un mes y he esperado hoy tres cuartos de hora, tras un viaje de otra media hora larga desde mi pueblo al del Juzgado, que ahora tendré que repetir de vuelta. 

Firmo las dos líneas escasas de mi declaración en la mesa atestada de papeles de una de las funcionarias a las que oía charlar durante mi espera y, de vuelta al pasillo, me dirijo a la pareja de abogados, que conversa animadamente. En el tono más despreocupado y cordial que consigo impostar les pregunto de cuál de los dos ha sido la idea de citarme. Me miran ambos sonrientes, interrumpidos en alguna broma jurídica especialmente regocijante.

–Mía no –asegura la abogado hembra, mirando maliciosa a su colega.

–Mía tampoco –afirma él con gran aplomo, y los dos me contemplan con desafiante amabilidad. Saben muy bien, evidentemente, cuál de ellos ha metido la pata al citar al primer nombre que ha leído tras un vistazo apresurado a sus papeles, sin pararse a mirar si era o no el testigo adecuado y prolongando con ello en otro par de meses el pleito de su cliente, pero ninguno lo va a reconocer. Al menos no delante de este tipo adusto que soy yo y que disimula apenas su cabreo tras una sonrisa falsa que no engaña a nadie. Me inclino a culpar al abogado macho, pero en realidad me da igual, está claro que los dos pertenecen a la misma parte, que no es ninguna de las dos que litigan. La parte que gana siempre todos los pleitos, o que al menos gana siempre con todos los pleitos.

–Ya veo. Vale, pues nada. Encantado de conoceros. Hasta otra.– me despido.

Y me vuelvo a mi pueblo, meditando en el buen par de horas que he perdido de trabajo, en todo el tiempo que ha empleado el Juzgado en preparar y recibir mi declaración, en las horas vacías e innecesarias que ambos abogados facturarán a sus respectivos clientes. Todo ello perfectamente inútil, holocausto ritual exigido por la suprema majestad de la Justicia Española.

Una más, me digo a mí mismo, de las numerosas deidades que no existen, pero cuyos sacerdotes se las arreglan para estropearnos y complicarnos la vida como si existieran.