miércoles, 9 de marzo de 2016

La vida misma


Escenas de la vida real (unas más que otras)

1.- Los ferreteros son una casta intimidante. Aprendí a lidiar con ellos a los diez años, una vez que quise comprar unos tornillos para algún trabajo manual que por entonces ocupaba mis ocios. Examiné un poco abrumado las diez o doce muestras de tornillos que el demiurgo había extendido displicentemente sobre el mostrador de madera, escogí uno que me pareció adecuado y pregunté tímidamente: «¿Cuánto es la docena?» «Doce», me respondió, ingeniosísimo. Yo echaba cuentas, desesperadamente, y como no me parecía posible que una docena de tornillos costara semejante disparate de dinero, insistí: «¿Doce?» «Sí, sí, la docena son doce», remachó él, en el colmo del regocijo, y entonces caí. Me enfadó tanto su estúpido intento de reirse de mi timidez que saqué fuerzas para seguir adelante y comprar los tornillos, y desde entonces nunca me acerco a un mostrador de ferretería sin el ánimo dispuesto para la pelea. 

Un buen recurso es alardear de entrada de la propia ignorancia, exhibiéndola como una ventaja nuestra sobre su despreciable erudición. «Al fin y al cabo», se trata de que diga nuestra actitud, «tú eres el que no tiene más remedio que entender de estas cuestiones menestrales y menores. Demasiado hago yo, normalmente ocupado en más altos quehaceres, al interesarme momentáneamente por esta tu minúscula e irrelevante parcela del conocimiento».

No siempre funciona, pero ayuda a abandonar el local con cierta dignidad. 



2.- Un atardecer de abril de hace años, sentados en una terraza de una calle romana, A, una novia mía de entonces, y yo mirábamos el mundo. En una mesa cercana se sentaba, solo, un hombre de treinta y tantos o cuarenta años, elegante y bastante guapo. Yo no ví en él nada de particular, esa arrogancia masculina de los italianos que se saben guapos, si acaso. A, después de mirarle un momento en silencio, se estremeció, me agarró del brazo y me rogó con lo que me pareció verdadera angustia que nos volviéramos al hotel. No quiso explicarme nada hasta que no estuvimos lejos, y aun entonces solo me dijo que aquel hombre era «malo». «¿Pero es que lo conoces?» «No lo había visto en mi vida hasta esta tarde». «¿Pero te ha dicho algo, te ha hecho algo?» «No me ha hecho ni dicho nada, apenas me ha mirado. Pero es malo, lo noto. Es peor que malo, es... el mal». Es todo lo que fue capaz de explicarme, pero estaba verdaderamente afectada por la breve visión de aquel buen señor en el que yo apenas me fijé. Pasó los siguientes días inquieta, no acabó de disfrutar Roma, todo el tiempo parecía estar asegurándose de que no había nada malo alrededor. No volvimos a verlo y al poco nos fuimos de Roma. A no volvió a hablar nunca de aquella tarde, y cambiaba rápidamente de tema las pocas veces en que yo aludí a ella. 

(A no usaba relojes porque los estropeaba; enloquecía el cuentarrevoluciones de su coche hasta que renunció a seguir llevándolo a arreglar, y quitaba a sus amigas el dolor de cabeza colocándoles las manos encima. Era agnóstica, psicóloga e incapaz de entender el problema más elemental de la persona más diáfana que tuviera al lado sin complicarlo hasta la ininteligibilidad con alguna teoría mal aplicada de algún manual de su Facultad...) 


3.- En una tienda de una ciudad manchega asistí a una escena muy edificante. Un cliente se sentía estafado y discutía acaloradamente con la dueña, una gorda plácida que escuchaba impertérrita las quejas y los argumentos. El hombre quería, con razón por lo que pude enterarme, que le devolvieran su dinero, y la tendera, sin perder la calma, se negaba en redondo. La cuestión se fue agriando y el cliente, cada vez más frustrado, pasó a los insultos. La llamó ladrona, estafadora, sinvergüenza y choriza sin que a ella le cambiara el gesto, ni respondiera más que con fórmulas corteses, ni dejara de sonreir ni, por supuesto, devolviera una sola peseta. Pero cuando, exasperado, se le ocurrió llamarla gorda... entonces ella se descompuso, salió de detrás de su mostrador clamando que qué se había creído y le echó de la tienda sin más contemplaciones. Era gorda, evidentemente, y me dio toda la impresión de que también un poco ladrona, sinvergüenza y estafadora. Sin embargo que le llamaran esto último no le importaba, debía de considerarlo una opinión discutible pero respetable. En cambio lo de gorda, que era un hecho obvio e incuestionable, no fue capaz de encajarlo con la misma paz.


 
Georges Brassens - Tonton Nestor. Versión libre en español de Júbilo Matinal (Tío Pascual)
(Para estudiar la excelente versión española con más detalle, pinchar aquí)

4.- Es conocido, o debería serlo, el dato verídico –inventado por mí mismo hace solo un rato, de hecho– de que los churros de la madrileña chocolatería de San Ginés los hacen en un polígono industrial del valle del Yang Tse. El mismo en el que precocinan la butifarra amb mongetes que se sirve en la mitad de los bares de carretera de Cataluña. Concretamente en una fábrica que montó hace ya años, con una subvención de Asuntos Exteriores para la expansión empresarial española, un industrial de Mataró. Un ciudadano ejemplar, de la ejecutiva provincial de Convergència, aunque hace años que vota en secreto a Esquerra, porque, cuando su primogénito estuvo a punto de afiliarse al PP, él le prometió a la Moreneta hacerlo así si curaba el españolismo de su pobre hijo. La Virgen atendió su ruego, él dedicó devotamente su voto a los republicanos y el muchacho se fue a vivir a Rentería y se hizo nacionalista vasco. Hasta lo detuvieron en Hendaya una vez, por seguir a un empresario francés, precisamente el socio de su padre en la fábrica china. El francés se molestó un poco, pero el padre andaba muy orgulloso de la iniciativa de que daba muestras su chaval. 

Como suele ocurrir con los milagros realmente útiles, la intervención mariana tuvo lugar a través de mediaciones puramente humanas, concretamente del Servicio de Salud Vasco, Osakidetza o algo así, creo que se llama. Sucedió de este modo: su padre lo matriculó en Deusto, para alejarlo de la pija rubia del PP que le traía a mal traer. El cambio de clima, la abstinencia sexual, el chiquiteo y la poca costumbre de estudiar le provocaron tremendos dolores de cabeza, y acudió a Urgencias (Larrialdiak, para ser exactos), en donde se produjo una pequeña confusión: le desviaron por error al Programa de Normalización de Tallas de Txapelas y allí, en cumplimiento del protocolo previsto a tan eusquérica finalidad, le extirparon el lóbulo frontal del cerebro, la parte de la corteza cerebral donde radican la empatía y el pensamiento abstracto; perfectamente superflua, vamos. Tras cuya operación dejó los estudios, se mudó a Guipúzcoa y entró en contacto con unos abertzales muy simpáticos, que dieron un nuevo sentido a su vida. 

Como él mismo decía a quien le quería oir: los caminos del Señor, oyes, que son muy suyos, joder, me cago en la hostia, pues. (Porque desde que Nuestra Señora le volvió al buen camino se hizo bastante meapilas, también).