sábado, 23 de abril de 2016

Confesión inopinada y ligeramente bochornosa con ocasión del día de San Jorge

Siempre es tiempo para corregir una omisión: aunque tarde, este post va dedicado a Cigarra –que es, por cierto, un nom de guerre scout–, con mi agradecimiento. Nadie lo merece más, y pocos lo entenderán igual de bien. 




Aunque son muchas las cosas que me gustan de los ingleses y soy, en conjunto, bastante más anglófilo que lo contrario, soy también consciente de muchas características británicas más bien desagradables. Entre ellas, señaladamente, el desparpajo con el que se han venido adueñando, de tres o cuatro siglos a esta parte, de cosas que originalmente no les pertenecían: el té, por ejemplo, las Indias (la fetén, la oriental, y las occidentales de México para arriba), la institución del mayordomo, Irlanda del Norte, el friso del Partenón, la Promenade des Anglais de Niza, buena parte de las Islas Baleares, la segunda lengua de todo quisque (y la primera de unos cuantos), el Peñón, la costumbre de carraspear antes de hablar... La lista de sus predaciones es interminable, e incluye hasta un santo, que es a lo que hoy quería yo ir. 

San Jorge es un santo de existencia problemática. Apenas sabemos nada cierto de él salvo que con toda probabilidad no fué inglés ni cosa que se le parezca, sino capadocio –turco, mayormente–. Como es un santo gallardo y vistoso son muchos los lugares que lo han nombrado su patrón, además de Inglaterra: Aragón, Barcelona, Portugal, Lituania, Georgia, Cáceres y Moscú, sin ir más lejos. Pero los ingleses se lo han apropiado con especial empeño y lo han convertido en un gentleman rural británico, con safari en tierras exóticas incluido (el dragón); y los demás hemos aceptado esta ocupación tan dócilmente como la de Gibraltar. Es una habilidad que tienen para hacer pasar su predominio por una amable tradición más, a la que no solo es fácil acostumbrarse sino que no hacerlo parecería como de mala educación... 

A pesar de esta apropiación indebida de que ha sido objeto por parte de los ingleses –o quizás a causa de ella, al menos en parte– San Jorge es para mí un santo especialmente simpático, como he contado en otra parte, y creo que esta simpatía se debe, al menos en su origen, al hecho de que sea, además, el patrón de los boy scouts, hueste en la que milité en mis años mozos. 

Sí señores, he sido boy scout, y he sido muy feliz siéndolo. En las dos variedades sucesivas que, tan exacta como rudamente, retrata esa famosa definición de «unos niños vestidos de gilipollas mandados por un gilipollas vestido de niño». Fui niño vestido de gilipollas y, a su debido tiempo, fuí también gilipollas vestido de niño, si bien solo en el orden simbólico o metafísico, porque en la práctica mis scouts eran poco adictos a los uniformes y más bien íbamos todos, niños y menos niños, vestidos de guarros. Asumo todos los inevitables chistes, incluyendo el realmente bueno de la definición, los comprendo y entiendo incluso a quienes desconfían del tufillo militarista, autoritario y rancio que, visto de lejos –y, en algunos, pocos, casos, de no tan lejos– presenta este benemérito movimiento. Hasta entiendo a los que se irritan cuando se encuentran en el campo con una de estas manadillas infantiles, porque a mí me pasa lo mismo, detesto irracionalmente encontrar gente donde igual de irracionalmente creo que solo yo debo estar. Pero tras entenderlo todo, no tengo más remedio que proclamar que fui muy feliz siendo scout, que serlo tiene en mi vida una influencia tan importante como beneficiosa y que, en resumen, creo deber a mi scoutez (escultismo es la palabra técnica) buena parte de mi capacidad de ser feliz, no solo la de entonces sino también la de ahora mismo. 

Nunca aprendí en los scouts esas cosas que la mitología popular afirma que enseñan: hacer nudos, orientarse en el bosque o encender un fuego frotando dos palitos. Mis scouts debían de pertenecer a una variedad más intelectual y metafísica, y descuidaron el cultivo de estas apreciables habilidades, aunque felizmente no faltaron las acampadas y las marchas. Pero en cambio aprendí con ellos otras cosas que juzgo más importantes y útiles, tanto que aunque de mis tiempos de escultismo activo hace casi cuarenta años, y los detalles y las anécdotas están prácticamente borrados de mi mala memoria, esas cosas que digo me han acompañado desde entonces y han crecido conmigo, porque tenían la importancia y la consistencia suficientes como para ser igual de válidas a los quince años que a los cincuenta.

Hablo de cosas muy elementa­les, muy concretas, pero de mucha importancia práctica y vital. Cosas que han modelado muy significativamente las actitudes y los comportamientos frente a la vida que todavía ahora sigo intentando, con éxito desigual, que sean los míos. Experiencias y aprendizajes que tienen que ver con la manera de habitar el mundo, intentando, al mismo tiempo, entenderlo, disfrutarlo y mejorarlo; con la disposición hacia los demás, desde un sincero deseo de servicio hasta una actitud de respeto, acogida y cordialidad;  y con el modo de convivir con uno mismo, firmemente asentado en la confianza, humilde y realista, pero optimista y tenaz, en las propias capacidades. 

Y tienen sobre todo que ver, como les decía hace un par de párrafos, con mi capacidad de ser feliz. Quizá el concepto de felicidad no sea un criterio muy sólido ni respetable, y quizás por ello esta afirma­ción suene un tanto frívola y evanescente en algunos oídos, pero no, desde luego, en los míos. Creo firmemente que en la vida se pueden hacer pocas cosas más difíciles ni más importantes que aprender a ser feliz. 

Mi idea de la felicidad, lo que hoy experimento cuando me siento plenamente feliz, es exactamente lo que experimentaba a los quince y a los veinte años, en medio de un campamento o una salida con los scouts. Quien lo ha vivido sabe que no hay felicidad igual a la del día que te montas en el autobús o en el tren con tu tropa para empezar un campamento –que, en tu ánimo, es todo el futuro que existe, porque los campamentos, como las vacaciones, son eternos, y ni se anticipa su final ni merece la pena perder el tiempo en pensar en lo que vendrá después–, con una gente que, en tu cabeza, es toda la gente que hay en el mundo –quieres mucho a tu familia y ella te quiere mucho a ti, pero, precisamente por ello, puedes borrarla totalmente de tu mente durante veinte días con toda tranquilidad–; y que todas las felicidades que se experimentan después tienen a aquella por patrona y fundadora. No hay relación con el mundo que pueda compararse a la que sientes en las tripas cuando sales de la tienda en medio del monte con un frío pelón; y el aire helado de la mañana, el cielo, el paisaje y tus amigos son lo más real y lo más tuyo que has tenido nunca, y el nuevo día se presenta ante ti como una aventura invitadora, deslumbrante y feliz.  Si has tenido la suerte de vivir esas cosas a los diez y a los quince años, ya sabes qué es lo que te interesa en la vida, y a partir de ellas modelas todo lo que viene después. Todo lo que más tarde puedas hacer se basa en aquello. Todas mis actividades de adulto, toda mi vida, no tratan de ser, en el fondo, más que un desarrollo puesto al día de aquellas felices experiencias de niño y de adolescente, y creo que son esa disposición que en mi inconsciente la preside, y esa intención, más o menos expresa y que nunca me abandona del todo, de no defraudar al chaval idealista que sigue mirándome, expectante, desde algún pinar, las que hacen que la disfrute tanto.


Y no sé si consecuencia o causa de lo anterior, pero fundamental en todo caso: aunque por lo que yo recuerdo nuestras actividades scouts no eran especialmente «piadosas», ni había en ellas gran cosa de religiosidad explícita, lo cierto es que el Dios en que actual­mente creo es el mismo en que aprendí a creer entonces, que la relación que mantengo con Él es la misma que entonces empecé a establecer y a afianzar y que la clase de vida que trato de vivir es la que entonces descubrí que quería intentar que fuera la mía. Creo que si hoy sigo siendo creyente se debe, en buena medida, al modo en que en aquellos años aprendí a plantear y a vivir mi fe, bajo la influencia, no única, pero sí muy importante, del escultismo. Sigo sin tener mejor idea de la vida eterna que «la paz de un eterno campamento» de la que habla la vieja canción scout. Si solo le debiera eso al escultismo, ya creería deberle más de lo que nunca le podré pagar. 

Debo precisar, por último, que mis boy scouts tenían con el ilustre imperialista inglés que fundó el movimiento, y con sus prácticas campestres y paramilitares, bastante poca relación, y esa poca más simbólica que otra cosa, más afectiva que efectiva. Suele pasar con las instituciones que crecen y se desarrollan por caminos en gran medida insospechados para su fundador, y el escultismo católico español de los años setenta le habría resultado al coronel Baden Powell, me temo, no solo irreconocible, sino bastante ajeno y poco apetecible. Tanto como él, su bigote, sus insignias, su uniforme militar y su sombrero de cuatro bollos nos lo habrían resultado a nosotros. Felizmente, para el uno y para los otros. Cada cual tiene su camino y sus maneras. 

Lo cual no me impide agradecerle en el alma la fundación del escultismo y desearle a su espíritu inmortal, a los scouts del mundo y a todos ustedes un feliz día de San Jorge.